Hace dos años, en el período más riguroso de la cuarentena impuesta para controlar la pandemia, hubo un período durante el cual la naturaleza se transformó en noticia. Ya habían quedado atrás las discusiones acerca de los murciélagos, los pangolines, los “mercados mojados” y la caída inminente y definitiva del capitalismo. Y la novedad eran los cambios que nuestro encierro había provocado en la conducta de los animales. Las ciudades, que siempre habían sido un territorio exclusivo al que solo se aproximaban –además de nosotros– un puñado de especies, ahora eran visitadas por monos, cabras, osos, elefantes, renos, lobos y medusas empeñados en recordarnos que no hay espacios vacíos y que, si nosotros nos retirábamos, ahí estaban ellos, listos para remplazarnos. Pero eso duró poco: las vacunas, la necesidad de trabajar y el hastío terminaron con el aislamiento, y en un par de meses, el mundo volvió a ser, poco más o menos, como había sido antes.
Los animales silvestres se retiraron y nosotros volvimos a encontrarnos frente a las dificultades y los desafíos de siempre. En 2019, las grandes noticias ambientales habían sido las que daban cuenta de los incendios en el Amazonas y hubo un cierto consenso en atribuirle la responsabilidad a los agricultores, a los ganaderos y a la desaprensión ambiental del gobierno de Jair Bolsonaro. Pero ahora los incendios se producían en nuestro país y, aunque hubo muchos casos en los que las zonas afectadas estaban cubiertas de bosques, eran cada vez más los incendios que se iniciaban en un ambiente distinto: los humedales.
El problema no era nuevo: en 2008, el fuego se había hecho presente en el Delta y sus efectos se sintieron como nunca en Buenos Aires.
El problema no era nuevo: en 2008, el fuego se había hecho presente en el Delta y sus efectos se sintieron como nunca en Buenos Aires. El humo, las cenizas y las discusiones en curso –las retenciones móviles, pero también la multiplicación de desarrollos urbanísticos en áreas ribereñas– les dieron a los humedales un protagonismo que, hasta entonces, no habían tenido. Y la necesidad de establecer un conjunto de normas de uso y protección de esos ambientes pasó a formar parte de la discusión pública. Pero ésa, que pudo haber sido la oportunidad para buscar algún tipo de convergencia entre los intereses, deseos y convicciones de los distintos actores, se convirtió en una maraña de sospechas y un cruce de acusaciones. Y fue uno más de los muchos debates argentinos entre grupos que eligen no escuchar –o no entender– lo que otros tienen para decir.
La búsqueda de culpables estuvo a la orden del día incluso pese a que no suele ser la mejor estrategia para resolver una crisis. Y, otra vez, el veredicto no tardó en llegar: los incendios y todos los males que afectaban a los humedales eran causados por aquellos que se oponían a la sanción de una ley que los protegiera. La solución era simple y podía sintetizarse en una frase de alto impacto: ¡Ley de humedales ya!
La consigna se convirtió en una señal que identificaba y daba legitimidad a distintos grupos que se asumían como defensores de la naturaleza y del bien común. Y que parecían resueltos a soslayar que ambas tareas requieren, indefectiblemente, concederles un espacio a los que piensan distinto; alcanzar algún grado de consenso; diseñar herramientas técnicas y administrativas precisas y establecer un marco institucional y regulatorio transparente, firme y con perspectivas de sostenerse en el tiempo. O, puesto en términos más generales, aceptar que, cuando se trata de sistemas naturales, y más todavía, de la integración entre sistemas naturales y acciones humanas, las cosas pueden no ser tan simples.
El ordenamiento territorial
La decisión de que sea el Estado el que determine los modos de uso aceptables en cada sector del territorio puede resultar inquietante. Existen innumerables antecedentes en los que las autoridades argentinas estuvieron lejos de cumplir con las metas que se habían fijado, y muchos de los organismos creados con el fin de poner orden se transformaron en una pieza más de una maquinaria que no funciona. Pero el mundo —y nuestro país dentro de él— se encuentra ante una encrucijada. Si queremos acercarnos a un modelo sostenible de desarrollo y, en nuestro caso particular, dejar atrás un ciclo de fracasos recurrentes, es necesario que encontremos mecanismos racionales y ordenados de manejo de los recursos. En la década del ’70, cuando se redactó y se puso en vigencia la Convención Relativa a los Humedales de Importancia Internacional (RAMSAR), se consideraba que su función principal era la de albergar a un conjunto de aves acuáticas. Pero, desde entonces, la comprensión acerca del funcionamiento de los humedales ha aumentado muchísimo, y hoy sabemos que, además de ésos, ofrecen una gran variedad de servicios ambientales. Además, en muchos casos proveen también los recursos en que se basan el trabajo y el bienestar de los habitantes de las áreas que los rodean.
Los humedales ocupan, en una estimación conservadora, cerca del 10% de la superficie de la Argentina. Eso incluye lagos, ríos, esteros, pantanos, marismas, pastizales húmedos, turberas, deltas, estuarios, bajos de marea y áreas litorales y salinas. En cada una de esas categorías hay áreas con un alto valor ambiental y que merecen ser conservadas, y otras históricamente destinadas a distintos sistemas de uso humano, sea productivos, recreativos, habitacionales o de algún otro tipo. Y, atravesando de manera transversal esas categorías y formas de uso, hay áreas y sectores sumamente bien conservados y otros degradados, en muchos casos, más allá de lo reversible. La administración de esas variables —a las que podrían sumarse otras, vinculadas con el dominio, la jurisdicción, la presencia de pobladores y unas cuantas más— requiere de un conjunto de procedimientos que, además de su calidad técnica, deben ser transparentes y aptos para alcanzar un alto consenso social. Un programa de ordenamiento territorial aplicable a los humedales debería establecer cuáles son las actividades y cuáles las intervenciones que mejor se ajustan a las características de cada una de las áreas consideradas. Y debe hacerlo de manera tal que todos los interesados lo entiendan y una buena parte de ellos esté de acuerdo, al menos en los aspectos centrales.
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La discusión acerca de la conservación y el uso responsable de los humedales de la Argentina ya lleva más de 10 años. En ese lapso, las actividades agropecuarias, las urbanizaciones formales e informales, la necesidad de expansión de ciertas obras de infraestructura y otras formas de uso han crecido de manera desordenada y, sobre todo, con una perspectiva estrictamente local y sin prácticamente ninguna atención, no ya a los humedales como ambiente sino, siquiera, al área de emplazamiento de cada proyecto. Mientras tanto, los proyectos y borradores de proyectos de ley se cancelaron unos a otros a pesar de que, en algunos aspectos sustanciales, no diferían demasiado. Todas las iniciativas presentadas en los últimos años coincidieron —y eso es auspicioso— en la necesidad de establecer y aplicar un programa de ordenamiento territorial. Y todas incluían mecanismos orientados a garantizar que ese ordenamiento se hiciera con la participación de las autoridades y la comunidad de cada provincia. Sin embargo, sea por desconocimiento o por decisión, la discusión está plagada de declaraciones que sugieren que hay alguien (científico, legislador, funcionario, guardaparques o lo que sea) que se propone establecer algo así como una versión contemporánea del régimen colonial, con la nación convertida en una metrópolis que controla el territorio y restringe los derechos de las provincias.
Una tercera coincidencia —no ya de todos, pero sí de varios de los proyectos— es la exigencia de que el ordenamiento territorial de los humedales sea aprobado a través de una ley provincial. La importancia de este paso es doble: por un lado, las fuerzas políticas de cada legislatura son las que reflejan, de la manera más directa y fidedigna, los acuerdos y, si se quiere, también los desacuerdos presentes en cada comunidad. Pero, además de eso, el reconocimiento de que deben ser las provincias las que establezcan sus programas de ordenamiento, contribuye enormemente a clarificar los objetivos de una ley de alcance nacional. La Ley de Humedales debe establecer una serie de criterios y categorías suficientemente generales como para que puedan aplicarse en todo el país, pudiendo ajustarse a las características singulares y las heterogeneidades internas de cada provincia. Las experiencias locales e internacionales sugieren la utilidad de un esquema basado en tres categorías que suelen asociarse a las tres luces de un semáforo. El semáforo utiliza señales bien conocidas y todos podemos entender sus reglas sin demasiada dificultad. El proceso de identificación y caracterización de los humedales podrá ser largo y complejo pero, al final del camino, el asunto se resume a eso: la iniciativa en cuestión —cualquiera que sea—, ¿qué color de luz activa? ¿Verde, amarilla o roja?
El que esté libre de pecado…
Si hubiera una Ley de Humedales, tendríamos un programa de ordenamiento y uso aplicable a un sector significativo del territorio argentino. Y, tal vez, una experiencia valiosa acerca del modo en que se pueden plantear y resolver algunos conflictos que, al menos en algunos de sus aspectos centrales, se repiten en distintas regiones del país. En cambio —y más vale decirlo claramente— no se habrían podido evitar los incendios. Y tampoco habría servido para identificar, acusar, juzgar y condenar a los culpables. Pero lo justo es justo; si esa ley se hubiera basado en lo que proponen la mayor parte de los proyectos en danza, tampoco se habrían concretado las amenazas que se denuncian desde diversos think tanks vinculados a algunas actividades productivas.
Es imposible que una ley de humedales, aun si fuera redactada con las mejores intenciones, pueda resolver todos los problemas y atender todas las demandas. Y, vista la aspereza que tienen los debates políticos en la Argentina, esas mejores intenciones apenas pueden definirse. En el curso de los últimos meses, y con intensidad redoblada en las últimas semanas, hemos visto algo así como una confrontación de épicas en la que se afirmaba, de un lado, que la autonomía de las provincias y la propiedad privada estaban amenazadas, y del otro, que, muy pronto, los humedales estarían libres, no sólo del fuego sino de todos los males que los amenazan. Trazos gruesos, simplificaciones y, en última instancia, falsedades detrás de las cuales se pierde una oportunidad.
Es imposible que una ley de humedales, aun si fuera redactada con las mejores intenciones, pueda resolver todos los problemas y atender todas las demandas.
El proyecto de ley presentado por el diputado Leonardo Grosso ha obtenido el apoyo de un gran número de organizaciones, y es probable que, en unas semanas, obtenga la sanción de la Cámara de Diputados. Pero, aun si se produce, esa sanción no va a cerrar la disputa. El proyecto no plantea nada siquiera remotamente parecido a la enajenación de tierras o a la alienación de los derechos de propiedades. Sus debilidades están, por un lado, en un cuerpo de fundamentos que poco tiene que ver con la protección de los humedales y que, de a ratos, parece un ensayo para algo así como “El primer Atlas ideologizado de la República Argentina”. Y, por el otro, en la falta de precisiones acerca de las tareas, plazos y metas que les corresponden a las provincias y en las enormes fallas que presenta el modo que propone para instrumentar y administrar el ordenamiento.
Hasta no hace mucho, el movimiento ambiental concentraba sus actividades en la conservación, vista como la defensa de manchones naturales en un mundo que se transformaba a gran velocidad. Después hubo una etapa caracterizada por objetivos más conceptuales, vinculados con el uso racional y justo de los recursos y la búsqueda de estrategias que contribuyeran con el bienestar y la sostenibilidad. Y sería una pena que, ahora, en la etapa siguiente, esos objetivos fueran remplazados por la búsqueda de objetivos abstractos y de carácter esencialmente discursivo.
El mundo de hoy y, cada vez más, el que podemos imaginar para el futuro requieren una combinación de conocimientos y sensibilidad. Y, a partir de esos elementos, la búsqueda de un equilibrio que permita armonizar objetivos productivos y de conservación. Se trata de una de esas oportunidades en las que lo correcto es, además, lo más conveniente. Y sería una pena que la desaprovecháramos, sea en los humedales como en cualquier otra parte.
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