IDEOGRAM
Domingo

Adhesionistas
contra Recortistas

La aprobación con cambios de la Ley Bases en el Senado generó un profundo debate entre los constitucionalistas, que pronto se agruparon en dos bandos doctrinarios.

La Constitución organiza nuestro sistema parlamentario con dos cámaras bajo diferentes estructuras de representación, y requiere que ambas intervengan en la sanción de las leyes: primero la que oficie de cámara de origen y luego la que haga las veces de cámara revisora. El principio general, por supuesto, es que ambas deben prestar acuerdo para que un proyecto sea ley. Sin embargo, los casos de la Ley Bases y el Paquete Fiscal, que hace diez días fueron aprobados con cambios por el Senado tras la media sanción de Diputados, han hecho crujir al sistema, porque pusieron de relieve que el acuerdo entre las cámaras puede no ser tan indispensable. Esto ha provocado estridentes discusiones entre militantes políticos, ciudadanos y, como era de esperarse, abogados constitucionalistas. La biblioteca se siente más dividida que nunca.

En una primera aproximación, el tema parece sencillo. El mecanismo que estipula la Constitución es tan exigente que no extraña que la mayoría de los proyectos sustantivos nunca lleguen a sancionarse. Es muy difícil conseguir el acuerdo de tantos actores sobre las múltiples cuestiones que incluye una ley. Los constituyentes sabían esto, y por eso previeron una solución para que no todo desacuerdo determine el fracaso de un proyecto. Para entenderlo, debemos comprender que los acuerdos tienen una estructura en capas: dos personas pueden estar de acuerdo a nivel más general (por ejemplo, que las personas deberían no ser punibles penalmente bajo determinada edad), pero los desacuerdos afloran a medida que se agregan detalles específicos (¿cuál debe ser la edad de inimputabilidad?). La pauta general, entonces, es que la Constitución no exige acuerdo absoluto entre las dos cámaras legislativas para que algo pueda ser sancionado. Se contenta con que haya un nivel determinado de acuerdo expreso, aunque puedan persistir discrepancias sobre cuestiones menores. 

O al menos, ese era el sistema en los libros hasta hace dos semanas. Hoy se encuentra en crisis como nunca por una situación conocida: el Senado, como cámara revisora, rechazó amplias secciones de la Ley de Bases. ¿Tiene Diputados, como cámara de origen, facultades constitucionales para aprobar estas porciones de todos modos? Hay dos posturas en pugna:

1. Una podría denominarse la Doctrina de la Adhesión. Su tesis central es que cuando la cámara de origen da media sanción a un proyecto y lo remite a la cámara revisora para su aprobación, es como si enviase un “contrato de adhesión”: salvo que la cámara revisora lo rechace totalmente, ésta presta su acuerdo al proyecto tal cual le fuera remitido, incluso cuando decida hacerle extensas enmiendas en forma de agregados, modificaciones o sustracciones. Cambios de cualquiera de estos tipos son, en todo caso, apenas sugerencias que la cámara de origen siempre puede ignorar volviendo al texto que aprobó en la media sanción. Así, cuando la cámara revisora decide no aprobar alguna porción del proyecto, la doctrina de adhesión interpreta que de todos modos ha “adherido” al texto que propusiera la cámara de origen, sin perjuicio de que intente como primera opción convencer a esta última de sancionar una versión “modificada” (tanto, que de hecho no incluye tal porción).

2. La posición rival es la Doctrina del Recorte. Su idea de base es que para garantizar que la legislación surja de acuerdos de voluntad, ambas cámaras deben intervenir activamente para delimitar tanto la letra como el alcance de la ley. Así, cuando la cámara de origen remite un proyecto con media sanción, la cámara revisora puede trabajar libremente: si opta por no desecharlo in totum, puede eliminar las partes con las que no acuerda mediante rechazos parciales (es decir, hacer recortes), proponer agregados nuevos y redacciones alternativas de las cláusulas ya escritas, y también aceptar partes tal como le llegaron. En el tercer acto, la cámara de origen tiene el privilegio de la última palabra para decidir sobre las adiciones y correcciones introducidas, aunque no puede introducir nuevas modificaciones (ya que no habrá un cuarto acto para que la cámara revisora pueda aceptarlas), ni puede restituir las partes rechazadas, lo que desde ya no le veda iniciar el tratamiento de un nuevo proyecto sobre esa misma porción en el año en curso. Finalmente, si ocurriese que la cámara de origen quedara disconforme con el proyecto luego de los recortes de la cámara revisora (porque haber quitado partes puede determinar que las normas todavía en pie cambien su sentido original), bajo esta doctrina la cámara de origen cuenta con facultades para remediarlo: aunque según la Constitución tiene vedado desechar el proyecto in totum a esa altura, bien puede decidir nuevos recortes parciales.

Es entendible que la disputa entre estas posturas sea áspera y persistente. No solo adoptar una o la otra tiene grandes consecuencias prácticas, sino que además ninguna es fácil de descartar: ambas encajan razonablemente bien en los (vagos) lineamientos con que la Constitución regula los roles de cámara de origen y cámara revisora. Esto no quiere decir que no podamos decidir cuál resulta constitucionalmente más adecuada. Sólo que no hay argumentos sencillos, ya que las indagaciones abogadiles básicas no producen datos concluyentes. No alcanza con una exégesis textualista del artículo 81; y tampoco podemos averiguar las intenciones del legislador constitucional, porque la norma vino empaquetada en el Núcleo de Coincidencias Básicas de 1994 y fue aprobada casi sin debatir.

Desacuerdos grandes y pequeños

Para comprender la discrepancia entre ambas posturas es necesario distinguir los tipos de desacuerdo que pueden darse entre las cámaras. Un posible punto de desacuerdo es sobre la redacción que debe tener una cláusula: por ejemplo, cuando una aprueba la norma “tributarán quienes perciban salarios de más de 1 millón” y la otra reemplaza el monto por “3 millones”. Aquí las doctrinas no discrepan: ambas aceptan que estos desacuerdos, a pesar de que pueden ser significativos, no obstan a la sanción de una ley y que se resuelven dando preeminencia a la opinión de la cámara de origen por sobre la de la cámara revisora (salvo que ésta haya conseguido mayor apoyo interno para imponer su versión). Con solo pensar que, por ejemplo, todo desacuerdo sobre alícuotas es de esta naturaleza, se aprecia la enorme ventaja con que cuenta la cámara de origen bajo ambas doctrinas.

Otro posible punto de desacuerdo entre cámaras es sobre la extensión del texto legal, esto es, sobre qué situaciones de la vida se deben regular y en qué sentido general debe hacérselo. Se da, por caso, si una aprueba normas estipulando que algo es delito y la otra considera que dicha conducta no debería penalizarse. Acá también ambas doctrinas aceptan que un desacuerdo sobre extensión sería demasiado profundo como para soslayarlo y sancionar la ley de todos modos. Sin embargo, la discrepancia entre doctrinas es enorme en cuanto a sus estrategias para evitar esta situación. La del Recorte busca asegurarse de que el proyecto sea purgado de temas que no cuentan con acuerdo mínimo, circunstancia que decide cada cámara ejerciendo su facultad de recortar. La de Adhesión, en cambio, requiere que la cámara revisora adhiera in totum de inicio al proyecto con la extensión que la cámara de origen establece, para así poder reconstruir todo eventual desacuerdo que surja como uno de mera redacción: ergo, soluble.

Ambas doctrinas parecen posibles bajo el laxo texto constitucional que tenemos, siempre y cuando sean reglamentadas y practicadas adecuadamente.

Ambas doctrinas parecen posibles bajo el laxo texto constitucional que tenemos, siempre y cuando sean reglamentadas y practicadas adecuadamente. Pero mi intuición es que una es mucho más conveniente para nuestra realidad constitucional y legislativa. El reciente episodio de la Ley Bases brinda una oportunidad de testear esta idea.

A juzgar por lo ocurrido, parece que interpretar la operatoria actual del Congreso argentino bajo la Doctrina de la Adhesión es problemático. Lo más crítico es que el Senado (como cámara revisora) nunca expresó su voluntad de aprobar el texto que le llegó con media sanción: votó en general un dictamen ya con modificaciones y luego en particular introdujo todavía más cambios. Ante estos hechos, los adhesionistas argumentan que la cámara de origen puede insistir con el texto de media sanción porque la voluntad de la cámara revisora de aprobarlo (más allá de los cambios) surge de tan solo haber tratado el proyecto sin desecharlo totalmente, o bien, de haber aprobado “en general” alguna versión del mismo. Es decir que la cámara de origen podría insistir con el texto de media sanción porque la cámara revisora lo habría aceptado tácitamente. El obstáculo es que dicha conclusión se encuentra tajantemente prohibida por la propia Constitución, que manda, en el artículo 82, que la “voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta”.

El problema es de raíz: la Doctrina de Adhesión postula un esquema de interacción entre cámara de origen y cámara revisora que no se encuentra regulado de ese modo en los reglamentos de las cámaras. Esto requeriría que la cámara de origen vote en general y luego en particular —que es lo que vale— y que la cámara revisora apruebe expresamente el texto tal cual le llega y luego, eventualmente, sugiera enmiendas. Los reglamentos, en cambio, estipulan trámites simétricos donde prácticamente no hay diferencias entre participar como cámara de origen y como cámara revisora. Así, enfocar el caso desde esta óptica de Adhesión obliga a reinterpretar el proceso de manera artificiosa: a la inversa de un trámite normal donde lo votado en particular barre lo votado en general —como ocurrió en la cámara de origen—, en la cámara revisora debe asignarse toda trascendencia a la votación en general, lo que parecería violentar la voluntad de los propios senadores participantes. Ante estos acontecimientos, reconstruir toda discrepancia entre el texto de media sanción y lo decidido por la cámara revisora como meros desacuerdos de redacción (especialmente las extensas porciones rechazadas del “paquete fiscal” y la ni siquiera tratada moratoria previsional) parece una simple ficción.

Si, por el contrario, miramos lo actuado bajo la ‘Doctrina del Recorte’, estas dificultades tienden a diluirse.

Si, por el contrario, miramos lo actuado bajo la Doctrina del Recorte, estas dificultades tienden a diluirse. Esto es porque, a diferencia de lo que ocurre con la Adhesión, la mecánica de Recorte puede funcionar con un sistema de votación como el existente sin recurrir a ficciones. Solo debemos analizar lo actuado por la cámara revisora para distinguir entre: (1) recortes (cláusulas que carecen de todo acuerdo de la cámara revisora y por tanto no pueden ser sancionadas); (2) adiciones de texto (cláusulas nuevas que todavía no tienen acuerdo de la cámara de origen y esperan su aceptación o rechazo); (3) modificaciones de redacción sugeridas (que suponen acuerdo de la cámara revisora para que la cámara de origen insista con la redacción original); y (4) aprobaciones sin cambios.

Es cierto que podría presentar una dificultad diferenciar entre (1) recortes y algunos casos de (3) modificación de redacción, cuando el cambio es precisamente la supresión de algo de texto. Este es un problema estructural de los recortistas y su principal debilidad bajo el marco reglamentario actual. (Los adhesionistas esquivan el embrollo mediante la ficción de reconstruir todo desacuerdo como uno de redacción.) No creo que este problema sea complicado de resolver, echando mano a alguna doctrina que haga distinciones. La alternativa más obvia, aunque tosca, es la de considerar toda sustracción como un recorte, negando por completo la modificación sustractiva. Una versión más sofisticada y compleja se enfocaría en la unidad jurídica mínima, la norma (o cláusula), y calificaría como recorte la desaparición de una norma y como modificación a su alteración. Una alternativa intermedia es la de secciones delimitadas: al dividir el proyecto, la cámara de origen acepta que sustraer por completo una parte formal (título, capítulo, artículo, quizás inciso) implica un recorte, mientras que quitar palabras o frases dentro de estas secciones es apenas modificar. En fin, no se me ocurre ninguna perspectiva bajo la cual rechazos tan extensos como los que el Senado propinó al proyecto oficial no deban ser considerados recortes.

Carencias reglamentarias

El episodio de la Ley de Bases nos ha permitido reflexionar como pocas veces sobre cómo nuestra Constitución y las prácticas del Congreso le dan forma a la actividad legislativa. Más allá de cómo se resuelva el asunto, una de las conclusiones que nos deja es sobre las carencias reglamentarias y la poca elaboración doctrinaria y jurisprudencial sobre el punto. El verdadero problema del caso, en mi opinión, es que los propios legisladores no hayan tenido claridad al momento de votar cuál de las dos doctrinas es la que efectivamente rige los desacuerdos entre cámaras (por ende, que resolver el asunto implique en buena medida imponer una interpretación ex post de lo que en realidad habrían querido hacer). Esto obliga a pensar qué prácticas queremos a futuro, ya que la opción se encuentra abierta a decisiones reglamentarias. Acá, la disputa entre doctrinas ayuda a comprender lo que está en juego.

Primero, ayuda a identificar valores subyacentes. Mientras la Doctrina de Adhesión prioriza minimizar la cantidad de discordancias internas en los textos legales aún si ello arriesga legislar sobre la base de acuerdos ficticios, la de Recorte busca garantizar que la ley resulte de acuerdos reales a escala “particular”, aún a costa de arriesgar la coherencia interna del texto. Dado que estamos hablando de una legislatura, y no de un tribunal de justicia, creo que esta es una clara razón para preferir la mecánica del Recorte.

Creo que la peor de las opciones posibles para regular la actividad del Congreso es aquella que la haga más difícil.

Los efectos que una y otra doctrina podrían tener hacia la negociación política de la legislación tampoco parecen menores. La de Adhesión protege al máximo la capacidad de decisión de la cámara de origen, a costa de una severa limitación para la cámara revisora. Esto puede tener sentido en el caso de legislación específica para la que la Constitución indica que cierta cámara debe tener el privilegio de ser cámara de origen (como Diputados para temas tributarios). Pero los roles relativos de cámara de origen y cámara revisora aplican a todos los temas, no solo los pocos en que razones específicas de representatividad determinan que una cámara debería ser protagonista. Así las cosas, la Doctrina de la Adhesión desequilibra facultades al punto que previsiblemente puede generar reticencia en la cámara revisora para tratar proyectos enviados o incentivar rechazos totales, que es el peor de los resultados posibles (ya que veda para ese año el tratamiento de un proyecto que ya nuclea un acuerdo respetable como para haber tenido media sanción).

Creo que la peor de las opciones posibles para regular la actividad del Congreso es aquella que la haga más difícil. La práctica constitucional en Argentina exhibe una preocupante falta de capacidad institucional para adoptar decisiones por vía de legislación ordinaria. Esto es histórico: se retrotrae a los últimos 100 años, en la era del predominio del decreto-ley de facto. Pero también es actual: una tendencia democrática anti-legislación se ve en la proliferación de la delegación legislativa (casi ningún gobierno se queda sin la suya) y los decretos de necesidad y urgencia. Así las cosas, creo que el cuadro general debería interpelar a los legisladores, incluso al decidir algo tan puntual como una insistencia legislativa, sobre el tipo de práctica que conviene fomentar.

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Patricio Nazareno

Abogado y constitucionalista. Doctor en Derecho (Yale). Profesor en la Universidad Nacional de Córdoba y la Universidad Panamericana (México).

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