VICTORIA MORETE
Domingo

‘Todes’ nunca es todos

El lenguaje inclusivo no es un lenguaje ni es inclusivo: es un discurso político que lleva la marca de la confrontación, es más bien una marca de pertenencia.

Lenguaje inclusivo: ¿a favor o en contra?”, les preguntaban a los candidatos de las PASO en una producción audiovisual de La Nación. Las respuestas no son relevantes porque la pregunta parte de una confusión: suponemos estar hablando del lenguaje cuando en realidad hablamos de posicionamientos políticos. Creo que el llamado lenguaje inclusivo no es ni lenguaje ni inclusivo. Es un discurso político. Voy a intentar explicar por qué.

¿De qué hablamos cuando hablamos de lenguaje? Todos los que cursamos alguna carrera de sociales leímos a Saussure, un suizo que quiso sentar las bases de la lingüística como disciplina. Dijo que el lenguaje es lengua más habla y que él iba a estudiar la lengua. Que la lengua no es una nomenclatura: no están las cosas y vienen después las palabras a nombrarlas, no es una lista de términos. También se preguntó de qué manera las palabras designan lo que designan. ¿Qué es lo que une al satélite que orbita alrededor de la Tierra con la palabra luna – moon – gealach – Mond – Луна – lua – måne – ดวงจันทร์ – lune – 月亮 – měsíc – księżyc – القمر – bulan? Nada. Respondió que no hay conexión entre las palabras y las cosas.

Un nombre es una arbitrariedad. Y sin embargo se insiste en que la identidad, todas las identidades, deberían estar “reflejadas” en la lengua, como si fuera una nomenclatura.

Pensemos en el nombre propio y cómo aquello que nos define primero en realidad no define nada: es una suma de casualidades. “Soy” Andrea Calamari pero podría llamarme de otro modo. Tengo el apellido de mi padre, así que podría decir que mi madre ha sido invisibilizada porque no llevo su apellido: Ribas. Pero ese era el apellido de mi abuelo (distinto al de su padre: Rivas, otra arbitrariedad) y no el de mi abuela materna, que era Capra. Entonces me llamo Calamari y no Ribas. Tampoco Ricordi, como mi abuela paterna, y siempre lo lamenté porque los recuerdos son infinitamente más glamorosos que los calamares.

Sé que lo que soy no se juega en el nombre, y sin embargo lo hace.

El lenguaje no se puede cambiar a voluntad

El lenguaje no es un instrumento. Nacemos en el lenguaje, viene con nosotros como especie y está en nuestra naturaleza. No lo inventamos, como sí fabricamos la flecha, el pico, la rueda. No lo hizo ni el primer cavernícola ni los siguientes, ni el patriarcado ni el capitalismo, no lo hace la Real Academia Española ni un ministerio. Si descubrimos de pronto que la flecha que inventamos no se clava, haremos bien en afilarle la punta para hacerla más eficiente. Ojalá fuera todo tan simple con el lenguaje, que es siempre fuente de malentendidos. Como no lo fabricamos, tampoco lo podemos rectificar: se irá acomodando como lo viene haciendo hasta ahora.

Por eso decía que el lenguaje inclusivo no es lenguaje, porque un lenguaje es algo que no podemos “ajustar” a voluntad.

Los que sí creen en la capacidad de ajuste son los conductistas. Para ellos el lenguaje es una conducta como cualquier otra: se puede aprender y modificar mediante un sistema de estímulos y respuestas. El procedimiento se hace en base a imitación y refuerzos: “si todes lo usamos, lo vamos a ir incorporando”. Las políticas gubernamentales e institucionales que buscan meter la nariz en los usos del lenguaje parten de esta idea de reforzamiento para cambiar conductas. Por eso dictan normas que instan, recomiendan, promueven cambios y planifican campañas de formación o sensibilización.

Por eso decía que el lenguaje inclusivo no es lenguaje, porque un lenguaje es algo que no podemos “ajustar” a voluntad.

¿Cómo va a ser un instrumento o una conducta? En todo caso, el lenguaje es una fatalidad. Como decía Roland Barthes: no podemos escapar de él. Es siempre insuficiente, siempre tirano, siempre opaco.

El lenguaje es una clasificación. Uno de los argumentos más usados para mostrar la necesidad de cambiarlo es la idea de que “lo que no se nombra no existe”. Pero no hay modo de designarlo todo. De otra manera la lengua debería operar como la cabeza de Funes, el memorioso, que no podía conceptualizar porque no era capaz de olvidar diferencias: un perro no es nunca igual a otro. A Funes, en su vertiginoso mundo, “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”.

Insisto, el lenguaje no puede nombrarlo todo: sería un vocabulario infinito.

Un discurso político

El terreno de los discursos es otra cuestión. Los hablantes siempre se las arreglan para nombrar las cosas del mundo: lo nuevo, lo diferente, lo prohibido. Un ejemplo conocido de nuestra historia es lo que pasó en 1955: se prohibió nombrar a Perón y Perón siguió ocupando el centro de la discursividad política.

La subjetividad se juega en el discurso, no en el lenguaje. Emile Benveniste, un francés de las carreras de sociales, se dedicó a rastrear diferentes idiomas y descubrió que todos tienen pronombres personales. Y hay uno que tiene la capacidad infinita de actualizar la lengua en cada instancia de discurso: yo. Yo es una forma vacía y no significa nada hasta que alguien dice yo, es decir, cuando el lenguaje se vuelve discurso. Para dar cuenta de la pluralidad humana, cada idioma tiene la primera persona del singular.

Me acuerdo del manifiesto “Hablo por mi diferencia”. Era el año 1986 y se hacía una reunión de partidos de izquierda en Santiago de Chile. Allí apareció, maquillado con una hoz y un martillo en la cara y arriba de unos tacos enormes, Pedro Lemebel. Tomó la palabra, hizo una performance.

La gente comprende y dice:
Es marica pero escribe bien
Es marica pero es buen amigo
Súper-buena-onda
Yo no soy buena onda
Yo acepto al mundo
Sin pedirle esa buena onda

El texto es largo, un manifiesto que desafía a todos cuando dice yo. Lemebel toma los términos que los demás usan para referirse a él –puto, marica, loca, trava, culorroto– y se apropia de ellos.

¿Cómo podríamos, con el lenguaje y mediante una designación, dar cuenta de cada subjetividad? ¿Cuánto deberíamos “corregir” para que cada persona se sienta nombrada correctamente? Diría que no hay x, @, e, elles, them que alcancen para eso.

El otro francés que voy a nombrar es Michel Foucault, que habló de la relación histórica entre las palabras y las cosas. Foucault dijo que ahí no había nada natural y empezó a pensar en los discursos.

Pero no es cualquier toma de la palabra. Como implica un posicionamiento, es un discurso político, lleva en sí las marcas de la confrontación.

El lenguaje inclusivo es un discurso político. Ya dije que no es lenguaje porque no podría serlo: no es esa forma en la que nacemos y nos criamos, que hablamos sin saber de sintaxis y gramática, que va cambiando histórica y socialmente sin que nos demos cuenta. No es lenguaje pero sí discurso: es un acto de enunciación. Pero no es cualquier toma de la palabra. Como implica un posicionamiento, es un discurso político, lleva en sí las marcas de la confrontación.

Para explicar esto brevemente, voy a recurrir a otro autor, esta vez uno argentino, Eliseo Verón, que caracterizó de este modo el discurso político:

  • El campo discursivo de lo político implica enfrentamiento.
  • Todo discurso político tiene una dimensión polémica.
  • La enunciación política construye un adversario.
  • Todo discurso político está habitado por un Otro positivo (adhiere a los mismos valores y objetivos que el enunciador, hay identificación).
  • Todo discurso político construye un Otro negativo al que se dirige (hay una inversión de la creencia: lo que es bueno para uno es malo para el otro, lo que es verdad para uno es mentira para el otro). En Perón o muerte, Verón y Silvia Sigal analizaron el modo en que se construían estos dos destinatarios en el discurso peronista.

Pero no es sólo confrontación, porque, como dijo Verón, en las sociedades democráticas hay un tercer destinatario: los indecisos. El discurso político se dirige a los tres al mismo tiempo: refuerza vínculos con sus seguidores, polemiza con sus adversarios, intenta seducir a los indecisos.

A diferencia de cualquier dialecto, jerga o argot, el lenguaje inclusivo no es sólo el modo de hablar de un sector de la sociedad, es una toma de posición que intenta ganar adhesiones (ni los presos quieren que los guardias los entiendan ni los adolescentes buscan que sus padres hablen como ellos).

Es, por lo tanto, un discurso político.

Un sector de la sociedad toma la palabra, toma la lengua que comparte toda la sociedad, y dice que esta lengua debería cambiar.

Es un discurso político.

Quiere ganar adhesiones, confronta y supone una réplica de los destinatarios negativos.

Pensemos un ejemplo. Cuántas veces escuchamos hablar sobre les cerdes capitalistes, los asesinos y las asesinas, les neoliberales. Cuántas veces escuchamos hablar de les trabajadores, los funcionarios y las funcionarias, les niñes. Como en cualquier discurso político, hay un otro negativo y un otro positivo. Parece que no todos merecen la e o el desdoblamiento. No está mal y es legítimo: no hay discurso político completamente inclusivo.

Ante un auditorio diverso, ¿qué saludo es más “inclusivo”?

1) Buenas noches.
2) Buenas noches a todas, todos y todes.

En la Argentina actual, el lenguaje inclusivo opera como una marca de pertenencia: compañeros, camaradas, correligionarios. Es un santo y seña discursivo. Es un discurso político que, agazapado tras el “inclusivo”, intenta borrar el carácter adversativo que tiene: quien no lo usa es un otro negativo. Al presentarse como totalizador y no como discurso político pretende anular la confrontación. También, como cualquier discurso político, es situado y se enmarca en un contexto: puede desaparecer si las condiciones cambian y el colectivo de identificación pierde cohesión interna (en una palabra: Manzur).

En el campo discursivo de la política, el enfrentamiento es constitutivo, siempre hay una lucha de enunciaciones y enunciadores, hay polémica, a menos que el objetivo sea anularlos. Si un discurso político esconde su dimensión polémica es porque ha borrado o intenta aniquilar al adversario. Sin un otro no hay discurso político, hay discurso totalitario.

Porque todos nunca es todos.

Todos, todas y todes, tampoco.

 

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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