Hay que legalizar las drogas, empecemos por la marihuana: que florezcan mil flores. Que se llenen los campos argentinos de esa plantita que millones de compatriotas quieren consumir.
Estamos caminando hacia ahí, pero demasiado lento. El paradigma medicinal con el que dimos los primeros pasos quedó corto. Mamá cultiva fue la forma políticamente aceptable que adquirió el movimiento por la legalización en los últimos años. La ley de cannabis medicinal, de 2017, equiparó a la marihuana con los medicamentos hechos en laboratorios. Pero la norma encontró (hace poco) un límite infranqueable en una Corte Suprema de imaginación corta. Ante un reclamo algo disruptivo el tribunal se tomó en serio aquello de que la marihuana es una especie de medicina. Todo eso está muy bien, pero es una forma de hipocresía.
El cultivo orgánico con fines de salud debe dar lugar a la legalidad, al capitalismo y a la diversión. Están muy bien los emprendimientos artesanales, que las quintas del conurbano y sus invernaderos reciban a estas simpáticas plantitas, por qué no, pero es deseable que la producción se industrialice en búsqueda de calidad y cantidad en los climas propicios. Hay que hacer realidad (aquí en el sur) el sueño cumplido de Rafael Caro Quintero, hay que ir por esta escena. En Jujuy el gobernador imagina algo por el estilo aunque todavía no se anima a decirlo abiertamente. La industria del cannabis legal se refugia por ahora en todos los usos no recreativos del producto (¡fibras textiles!). pero espera la llegada del fin de la mentira con ansias y estructuras capitalistas agazapadas.
Nos van a decir, una vez más, que aquí no podemos hacerlo. Nos van a dar diversas razones para ello.
Nos van a decir que la marihuana es la puerta de entrada a drogas que arruinan nuestras vidas. Con la segura colaboración y buena intención de los curitas villeros, nos van a decir que legalizar las drogas es darles la espalda a niños que mueren lentamente por el consumo de paco. Sin embargo, ya les damos la espalda de mil maneras diferentes y una especialmente cruel es ofrecerlos como carne de cañón al mercado ilegalizado de la venta de drogas, un mundo lleno de tentaciones y oportunidades especialmente atractivas ante la falta de oportunidades en otros lados. Empiezan avisando cuando entra la policía al barrio (como si no tuviesen, los narcos, canales más eficientes y veloces para ese tipo de avisos). Luego pasan a llevar mensajitos de aquí a allá, y se abren así distintas carreras posibles que siempre terminan mal. La ilegalización no cuida a nadie: la gente se droga igual, pero crea un mercado de la ilegalidad brutal, donde la ley –y su eventual protección, su administración cuidada de la violencia– renuncia a intervenir.
La ilegalización no cuida a nadie: la gente se droga igual, pero crea un mercado de la ilegalidad brutal.
También nos van a decir que no podemos porque Estados Unidos no permitiría la legalización. Este argumento de geopolítica derrotista puede esconder algo de realidad (una de las múltiples dimensiones de la desigualdad de nuestro tiempo es la desigualdad de soberanía), pero también está quedando viejo. Ofrezco una experiencia personal: estuve en Nueva York en mayo del año pasado y este enero. En 2021, tras décadas de hacerse los boludos y cinco años del eufemismo medicinal, los legisladores estaduales legalizaron el uso recreativo de la marihuana. Hacia mayo de 2022 el murmullo de compra y venta que siempre hubo en Washington Square bajo una supuesta ilegalidad ya había sido reemplazado por mesas a cielo abierto en las que jóvenes emprendedores vendían sus productos al amparo de la ley. En enero de 2023 se habían instalado los primeros negocios: el capitalismo del mercado desilegalizado produjo verdaderas Apple Stores de marihuana que se suman así al consumo no problematizado de zapatillas y vaqueros. Pasé tres veces por la puerta de una ONG que consigue techo a los sin techo y que abrió un local en el que nunca había menos de una cuadra de fila para ingresar. Supongo que irían a retirar lo que ya habían comprado por Internet (40 dólares los 3,5 gramos, aquí).
El aparato estatal de la ilegalidad
Estas razones, y otras, son entonces fácilmente derrotables. Pero también son poco relevantes. Porque el obstáculo más fuerte a la legalización no está ahí. Está acá: la ilegalidad facilita, favorece e incentiva la participación en el negocio del narcotráfico de los agentes estatales.
A un mercado legal el Estado le quita principalmente a través de impuestos que van a parar al erario público. Esos fondos se usan para distintos fines: salarios de docentes y enfermeras, jubilaciones, la ocasional pavimentación y la más ocasional cloaca. Ante un mercado ilegal el Estado se corre pero sólo en apariencia: quedan sus agentes, que pasan a regentear esa ilegalidad mediante el despliegue discrecional del poder de coacción que el Estado delega en sus funciones y competencias (o su no despliegue, para ser más preciso). Si el producto ilegalizado en cuestión es popular y rentable, los agentes estatales a cargo de combatir su venta y consumo se convierten en socios necesarios para que el mercado fluya y la rueda del dinero gire en beneficio de todos. Coimas, vueltos, truques, impuestos informales, canales de comunicación abiertos y remunerados: todas formas en que esa participación ocurre.
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La red de penetración del narcotráfico en nuestras estructuras estatales es desconocida, pero (intuyo) extensa, y no hay grieta donde frene. Los casos conocidos que vienen especialmente de la provincia de Santa Fe sugieren tal cosa y salpican a históricos senadores y llegan hasta la Casa de Gobierno provincial. Esta enfermedad empieza, quizás, en la policía, que es la primera administradora de la mirada punitiva del Estado sobre el sujeto reprochado, y así como mira es también la que desvía la mirada, por razones diversas. El incentivo económico es sólo una de esas razones. La enfermedad no se queda ahí: la forma en que afecta a jueces y fiscales también ha llegado a nuestros medios de comunicación, la protección que éstos brindan al narcotráfico es un servicio profesional que se debe pagar mejor que el que prestan las fuerzas de seguridad. Y, lógicamente, también llega a la política, siempre ávida de financiamiento y otros placeres venales.
Esto que cada día vemos un poquito más claro sigue una lógica absolutamente capitalista: el mercado produce dinero que se reparte entre agentes relevantes para que pueda seguir funcionando con las menores trabas posibles. Todos los incentivos que creamos mediante la ilegalización operan en esa dirección, por lo siguiente: el mercado de venta de drogas es un negocio extraordinario, mueve millones de dólares, es lucrativo, es un producto que nuestro pueblo quiere consumir, que podemos exportar. ¿Por qué le ponemos trabas?
La idea de que lo legal y lo ilegal marcan los límites de lo que está bien y lo que está mal es una muy inocente.
Bueno, no son trabas realmente, son formas alternativas de regulación. La idea de que lo legal y lo ilegal marcan los límites de lo que está bien y lo que está mal es una muy inocente. Es la versión Disney del derecho. La ley es un instrumento del poder del Estado (del Estado democrático, está bien, pero poroso y abierto a influencias ajenas al proceso democrático en sí), que se ejerce en beneficio de unos y en perjuicio de otros. Cuando el Estado ilegaliza algo que es deseado por gran parte de la población, está creando un mercado ilegal para ese producto, y esos mercados ilegales son administrados por los administradores de la legalidad y de la ilegalidad. La caja policial de la quiniela clandestina, la prostitución y el dólar paralelo son más argentinos que el dulce de leche. Desde ese punto de vista, la relación de la política con el narcotráfico sólo puede sorprender a quienes nunca prestaron atención.
Los que muerden, en contra
Hace años que esta película se repite, casi en cámara lenta. Es un guión predecible en su inicio y en su desenlace. Nuestro último gran despertar a este horror persistente fue la amenaza a nuestro amado Lionel Andrés en Rosario. Pasados unos días nos volvimos a dormir. Mientras tanto, ante el horror cotidiano, el intendente de Rosario grita su impotencia en las radios de Buenos Aires. Nadie parece escucharlo.
El problema es enorme: hasta ahora, ningún Estado fuertemente penetrado por el narcotráfico ha logrado purgar sus estructuras de esos elementos; en el mejor de los casos lograron una mejor administración de la violencia privada (mediante la administración de la violencia estatal). La ilegalidad permite un tipo de asociación mucho más lucrativo que sus alternativas. La legalización desarmaría gran parte de estas estructuras, y produciría una notable dislocación de incentivos. No resolvería todo de un día para el otro: subsistirán problemas serios pero podríamos nombrarlos mejor y abordarlos de otras maneras. ¿Qué hacemos con las adicciones que arruinan las vidas de las personas? Eliminada la idea estúpida de llenar las cárceles con sus cuerpos, quizá (quizás) emerjan ideas mejores.
Quienes hoy muerden de este negocio de la ilegalización se van, naturalmente, a oponer. Sería deseable que lo digan, especialmente en el marco de la campaña electoral que ya arranca. Nuestros representantes ensayarán explicaciones alrededor de las dos razones antes mencionadas: las vidas de los pibes, no podemos. También van a proponer llenar los barrios de gendarmes, bajo la ilusión de que éstos últimos no responden a los incentivos de sus semejantes. Mi sugerencia frente a este debate ausente es relativamente humilde. Refutemos las razones que nos den, para poder hablar con seriedad del desafío que enfrentamos. Pero, primero, despleguemos un ligero manto de sospecha sobre quienes las esgriman.
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