Me divierten mucho las columnas de Alejandro Borensztein. No tienen nada que envidiarles a los monólogos de su padre, excepto la carencia de un actor a la altura del gran Tato. Pero también me molesta una tendencia de Alejandro que es compartida por buena parte del periodismo argentino: la demagogia, madre del populismo. El deseo de agradar al público sin que importe nada más.
Ya sé que está mal criticar a los periodistas y a los votantes, que en esta fase de miseria económica y pan y circo político el negocio es estar cerca de la gente, compartir acríticamente sus opiniones y proclamar que la Argentina es una sociedad maravillosa arruinada por una runfla de delincuentes (los políticos), venidos de quién sabe dónde. Yo sé que resta votos, yo sé que hago mal, pero como no soy candidato a presidente me voy a permitir decir lo que pienso. Después de todo, es lo que dice reclamar la sociedad argentina: gente que haga política y no sea hipócrita.
Y bien, un balance de los últimos 40 años permite establecer una verdad irrefutable: terminada la dictadura, a medida que la sociedad argentina recuperaba el control de su destino, todos los índices de bienestar y desarrollo empeoraron. Los actuales niveles de pobreza, indigencia, productividad, desarrollo, nivel educativo, etc. no dejan dudas: son incontestablemente peores que los de fines de 1983. No es ésta una afirmación contra la democracia sino una crítica de lo que los argentinos hacemos con la democracia, un sistema que parece funcionar razonablemente bien en otros países del planeta Tierra.
No es ésta una afirmación contra la democracia sino una crítica de lo que los argentinos hacemos con la democracia.
Aquí se inserta la última nota de Alejandro, cuyo título lo dice todo: “Todos nosotros somos mejores que ellos”. Su argumento es simple: los médicos, ingenieros, albañiles y plomeros argentinos son mucho mejores que nuestros políticos. Ahora, demos por buena sin más la afirmación de Borensztein y preguntémonos por qué. ¿Por qué los trabajadores y profesionales surgidos de una sociedad son mejores que los políticos surgidos de esa misma sociedad, en la que tuvieron las mismas posibilidades de educación y perfeccionamiento y con la que comparten hábitos y cultura? ¿Por qué desde 1983, cuando esa sociedad aumentó decisivamente su capacidad de incidir en la toma de decisiones, las cosas empeoraron en lugar de mejorar, hasta tal punto que la proclama original alfonsinista de que con la democracia se comía, se curaba y se educaba suena hoy como una broma?
Una posible respuesta es que los argentinos eligen con mayor cuidado, racionalidad y responsabilidad al plomero que les arregla la bacha que a sus representantes políticos. Déjenme ejemplificarlo así: se rompe la heladera y el argentino medio se enfrenta a la pregunta de Lenin: ¿qué hacer? ¿Tirarla, repararla o cambiarla? El argentino medio comienza entonces un sesudo proceso de reflexión en el que intervienen innumerables variables, que el argentino mide con vara implacable. ¿Cuántos años tenía la heladera? ¿Era una buena heladera? Si la tiro, ¿hay heladeras disponibles en el mercado? Si quiero repararla, ¿hay repuestos? ¿Cuánto cuesta la reparación, cuánto va a tardar y cuáles son los costos y sacrificios que implica? Y si opto por el cambio, ¿cuál es el precio? ¿Qué marca es superior? ¿Dónde y quiénes han usado otras heladeras y cómo les ha ido? ¿Qué hacen en una situación así en los países avanzados? ¿Es mejor una nueva o una usada, pago aprovechando las ofertas de contado o la billetera virtual, la oferta del supermercado o el Ahora 12?
Todas estas preguntas son respondidas racionalmente por el argentino medio, dedicándoles tiempo, consultando las fuentes disponibles, recurriendo a todas las cifras y datos a su alcance y tratando de tomar una decisión en la cual tienen poca importancia su identidad personal y su enojo contra la maldita heladera que se rompió justo ahora. Jamás se le ocurriría dedicar sus energías a pegarle con un martillo a la heladera ni tirar la heladera a la basura sin antes garantizarse de que tenga recambio, como sí hace con el sistema institucional nacional.
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Si se trata de la heladera, para el argentino medio lo importante es tomar decisiones racionales y fundamentadas evaluando el pasado y pensando en el futuro. Vaya usted ahora y dígale a ese mismo tipo que Cambiemos asumió en 2015 haciéndose cargo de una bomba de tiempo económica, con un panorama internacional desfavorable, escasísimo poder legislativo, apoyo de muy pocos gobernadores y hostigamiento permanente de los bloques opositores, los sindicatos, los piqueteros, el Papa y los medios. Recuérdele que el de Cambiemos fue un gobierno que tuvo que hacer aterrizar un avión que se estaba cayendo en picada, y que si bien el aterrizaje de emergencia no fue agradable, dejó heridos y nadie quedó satisfecho, era lo único que podía hacerse en esas circunstancias. Dígale que se cometieron errores, y todos lo aceptamos, pero que lo decisivo no fueron los errores sino la desastrosa situación económica heredada y la dificultad para hacer las reformas necesarias disponiendo de tan poco poder político y sufriendo una amenaza permanente de derrocamiento, como ya se había visto con las cinco presidencias no peronistas anteriores (Yrigoyen, Frondizi, Illia, Alfonsín, De la Rúa) y volvió a verse con las 14 toneladas de piedras arrojadas contra el Congreso. Para concluir, intente mostrarle los cientos de datos objetivos que fundamentan estas afirmaciones.
Una parte importante de los argentinos (40%, aproximadamente) lo escucharán con atención, pero —si hemos de tomar como válidos los resultados de las elecciones— más de la mitad despreciará los datos estadísticos y los hechos comprobables y votará de acuerdo a factores emocionales, ya sea el enojo con la heladera o la muñeca que Evita le regaló a la bisabuela.
Así somos. Todos, o casi todos. Buenos en lo privado y pésimos en lo público. Familieros dentro de casa y asesinos seriales al volante. Racionales y responsables con la heladera y “es un sentimiento, no puedo parar” cuando votamos. El mismo argentino medio que va al doctor, escucha con atención y preocupación los datos duros de su último análisis clínico, exige un diagnóstico basado en evidencias matemáticas y está dispuesto hacer los esfuerzos necesarios para evitar un colapso cardíaco, se comporta de manera completamente opuesta en el terreno político. Los datos le parecen trucos estadísticos y las recomendaciones del doctor se le hacen inaceptables. “¡Basta de fríos análisis y de sacrificios!”, le dice al médico. “¡Nunca hice ejercicio, tengo un sobrepeso de 20 kilos y aquí estoy, doctor! ¡Prescríbame un medicamento de efectos rápidos y terminemos con tantas complicaciones! ¡Que vuelva el asado! ¡Volvamos a los días más felices!” Desde luego, razonando así no es difícil caer en manos de brujos que prometen curaciones instantáneas del cáncer de pulmón sin dejar de fumar.
Criterios públicos y privados
Yo sé que la mía es una opinión de parte pero me parece que la situación actual del país es más simple de evaluar que nunca, y las decisiones electorales 2023, sencillas de tomarse. El peronismo en sus diversas variables ha gobernado casi ininterrumpidamente desde 1989, con un último período de 18 años sobre los últimos 22. Y el desastre es total. En todos los distritos donde gobierna interrumpidamente desde 1983, ya sean provincias feudales del norte o municipios del conurbano, el nivel de degradación social es dramático e inocultable. Nadie que analice con un mínimo de racionalidad la situación puede evitar sacar la primera conclusión evidente. Se necesita un cambio por el cual el país tome una dirección radicalmente diferente a la de su pasado peronista. La segunda conclusión también es evidente: la única coalición política con el volumen, la organización y la capacidad necesaria para llevar a cabo esa transformación es Juntos por el Cambio. Lo cual —desde luego— no implica que no tenga defectos graves ni garantiza que logre hacerlo, ya que lo que es necesario no es lo perfecto ni lo suficiente.
¿Por qué? ¿Por qué un gobierno de Juntos por el Cambio es necesario a pesar de que no será perfecto y podría no ser suficiente? Porque las demás fuerzas que se proponen como opositoras y tienen candidatos a la presidencia son testimoniales, ya que más allá de las ideas que proclamen y de las capacidades individuales de sus candidatos carecen de la experiencia necesaria y de la organización a escala nacional imprescindibles para gobernar y cambiar las cosas. Si llegaran al poder a fin de año, se encontrarían en una situación de debilidad estructural muchísimo más grave que la que enfrentó Cambiemos en 2015. No estoy discutiendo su derecho a presentarse, ni que lleguen al poder en unos años, ni los posibles beneficios de su participación en los medios y del crecimiento de sus representantes legislativos. Pero hoy, aquí y ahora, sus candidaturas ejecutivas a la presidencia y las gobernaciones son la mejor ayuda que puedan recibir el peronismo y el statu quo argento contra el que dicen batallar; ya sea porque restarán votos a los “halcones” en las PASO, debilitando a los candidatos de JxC más decididos al cambio, o porque la división del voto opositor podría ser decisiva a favor del peronismo en provincias como Buenos Aires, donde no existe el ballotage.
También aquí se observa la misma discrepancia entre las decisiones irresponsables que se proponen para el país y la racionalidad con la cual nos manejamos en el ámbito privado.
De manera que a la irracionalidad del voto peronista, el de ese 30% de los argentinos que, a pesar del desastre que han hecho con el país, sigue votando peronismo por identidad, tradición familiar, ceguera o lo que fuera, se suma la irracionalidad de quienes creen que es posible pasar sin dificultades de un bloque legislativo de dos diputados y ningún senador a gobernar un país de las dimensiones y la complejidad de la Argentina; como quien de un día para otro pone a un muchacho talentoso de la reserva de Platense a disputar la final del Mundial. Y que se arregle.
También aquí se observa la misma discrepancia entre las decisiones irresponsables que se proponen para el país y la racionalidad con la cual nos manejamos en el ámbito privado. Pregunto: quienes proponen que Javier Milei sea nuestro próximo presidente, ¿aconsejarían lo mismo como consultores de una empresa? Si el propietario de una de las empresas que les pagan por asesoramiento les dijera que a fin de año tiene que cambiar el CEO, ¿le recomendarían un muchacho prometedor con solo dos años de experiencia marginal en el oficio y un montón de ideas novedosas —como la abolición del Banco Central y la venta libre de órganos— que nunca se han aplicado en ninguna parte del mundo? ¿Se operarían con un médico que se recibió hace dos años y les propone una revolucionaria técnica quirúrgica que nunca se ha probado en ningún lado? También aquí, si el sector privado argentino se desempeña mejor que el sector público, gran parte de la responsabilidad recae en quienes aplican criterios realistas para tomar decisiones privadas y se guían por calenturas en sus decisiones públicas.
La heladera y la urna. Populistas “de izquierda” que proponen el modelo de Cuba y Venezuela para el país pero vacacionan o emigran a Estados Unidos y Europa. Populistas “de derecha” que trabajan traficando bitcoins desde Miami pero mandan palas al Congreso. Locuras públicas y racionalidad privada. Carencia total de compromiso y responsabilidad para con el país. Esta actitud es fomentada por posiciones demagógicas como la de Borensztein. Cuando Alejandro dice “Todos nosotros somos mejores que ellos” expresa el núcleo de la concepción populista: la idea de un pueblo esforzado e inocente explotado por una élite de la que provienen todos sus males. Para unos, esa élite está constituida por la burguesía capitalista, los piquetes de la abundancia y los gorilas aliados a los formadores de precios. Para otros, por la casta política o los agentes ocultos de la Agenda 2030.
Nosotros somos buenos
Este desconocimiento del rol decisivo del voto y la participación ciudadana en el fracaso argentino coincide, nada causalmente, con la más talentosa frase de Néstor Kirchner, epítome de la irresponsabilidad nacional: “¡Las cosas que nos pasaron a los argentinos!”. Podía ser razonable sostenerla cuando gobernaban los dictadores pero no ahora, después de 40 años de debacle económico-social de nuestra democracia. Lejos de favorecer un cambio positivo, la demagogia del “somos mejores que ellos” tiene el efecto predecible de crear chivos expiatorios, promover la de-responsabilización y justificar la demolición de un sistema institucional ya suficientemente dañado, que requiere ser reparado, y no destruido.
Querido Alejandro: los políticos, como los periodistas, no cultivamos la comida que comemos ni edificamos la casa en que vivimos. Si el resto de la sociedad nos paga la casa y la comida es para que usemos nuestro tiempo en sacar conclusiones originales que quienes tienen que trabajar todo el día para parar la olla no tienen tiempo de considerar; no para que seamos loros repetidores de lugares comunes. Hacerlo no es periodismo sino demagogia, madre ancestral del populismo. Lo que distingue a la clase política argentina de las clases políticas de los demás países es una sola cosa: el hecho de que los políticos argentinos somos argentinos; es decir: salimos de la sociedad argentina y somos elegidos por la sociedad argentina. Si somos tan malos, algo debe tener que ver la sociedad que nos produjo y nos eligió como sus representantes. En todos lados, y aquí también, cada dos o cuatro años se produce un proceso de depuración de la política cuya herramienta es el voto ciudadano. En los países a los que les va bien, cada gobierno y cada bancada legislativa suelen ser un poco mejores que los anteriores. En Argentina, no. Votamos delincuentes y nos sorprendemos después porque se roban hasta las vacunas. Votamos gente que se había prometido mutuamente la cárcel y nos asombramos cuando se pelean. No es raro que nuestros plomeros y odontólogos sean mejores. No decimos “son todos lo mismo” y agarramos lo que venga al voleo. Los elegimos con mayor cuidado.
No es raro que nuestros plomeros y odontólogos sean mejores. No decimos “son todos lo mismo” y agarramos lo que venga al voleo.
Concluyo. En mi opinión, la de quien ha trabajado 10 años en el sector público y 38 en el privado, con todos nuestros defectos, los políticos opositores no somos mejores ni peores que la media de la sociedad argentina. Es la dirigencia peronista la que es mucho peor. No hay más que observar a nuestro patético presidente, nuestra siniestra vice y su mamarrachesco gabinete. No hay más que ver a personajes delincuenciales como Tailhade y Moreau en la cámara y a los D’Elía y Grabois fuera de ella. ¡Es el peronismo, Borensztein! Desde 1983, nuestra sociedad ha elegido sistemáticamente al peronismo como partido gobernante o como partido mayoritario aun cuando ha estado en la oposición. La composición del Congreso, la elección de los jueces, el control de las provincias y las municipalidades y casi todos los resortes de poder social, desde las cámaras empresariales y los sindicatos hasta los barrios y los movimientos piqueteros, han estado sistemáticamente en manos del peronismo y sus reencarnaciones.
En tales condiciones, la reforma del vasto sistema corporativo que traba el desarrollo nacional y provoca gangrenas devastadoras en el cuerpo social argentino es una hazaña. Una hazaña que desde Juntos por el Cambio intentaremos otra vez; aunque no seamos perfectos, ni esté garantizado el éxito, ni nada más, ni mucho menos. Si votáramos a nuestros representantes con la misma responsabilidad con la que elegimos a nuestros odontólogos y plomeros acaso tendríamos mayoría en las cámaras y las cosas serían más fáciles.
Ojalá usemos los métodos de la heladera cuando pongamos el voto en la urna. Este año. En estas elecciones, definitivas para el futuro.
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