HERNANII
Domingo

La casta nos puede salvar

Está de moda criticar a la clase política, pero la única salida al final del túnel es un acuerdo amplio entre todos los sectores. Es, además, lo que va a ocurrir.

En tiempos normales, la Constitución regla la convivencia entre las instituciones políticas y la sociedad civil. En tiempos turbulentos, sirve para poner límites ante la presión que las crisis y las pasiones someten a ese marco regulador superior, incluida una “teoría de la emergencia” que justifica excepciones a los marcos establecidos (como pasó en Argentina en 2001). En tiempos desquiciados, no hay norma de la Constitución que contenga la insensatez y la locura.

En esta últimas circunstancias, es imprescindible encontrar mecanismos operativos que permitan producir síntesis excepcionales como alternativa a la lisa y llana quiebra del sistema. Esto ocurrió en 1936 en España: no había conciliación posible entre los nacionalistas de ultraderecha y los republicanos hegemonizados por comunistas y anarquistas. En China, pese a que la contradicción entre extremos era parecida –los comunistas de Mao Tse-Tung y los nacionalistas de Chiang Kai-Shek–, la Guerra Civil que comenzó en 1927 fue interrumpida por la invasión japonesa en 1937. La prioridad de derrotar al invasor extranjero produjo el Frente Patriótico entre ambas facciones hasta la derrota japonesa en 1945. Se reiniciaron entonces las hostilidades hasta que en 1949 el Partido Comunista derrotó al Kuomintang y Mao proclamó la República Popular China desde las escalinatas de la Ciudad Prohibida en Beijing.

La prioridad de derrotar al invasor extranjero produjo el Frente Patriótico entre ambas facciones hasta la derrota japonesa en 1945.

Con mucho menos dramatismo, la paridad de las elecciones alemanas de 2005 entre los tradicionales partidos Socialdemócrata y Socialcristiano, más la creciente debilidad de la Unión Europea, forzaron a la novel canciller Angela Merkel a construir la Gran Coalición entre ambas fuerzas, rivales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, que hasta el día de hoy sigue gobernando en Alemania. Gracias a esta decisión, Alemania se ha constituido en el sostén fundamental de la prosperidad europea y puntal de la superación de las dos últimas crisis en Europa: la financiera de 2008-2009 y el Brexit concretado en este 2021 después del referéndum británico de 2016.

En Argentina hemos vivido agrietados buena parte de nuestra historia. Primero por las guerras civiles, entre 1810 y 1880; luego, después, por las luchas para obtener elecciones no fraudulentas, entre 1880 y 1916; luego, por los golpes de Estado (1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976) que alteraron la rotación democrática e intentaron infructuosamente crear un partido de derecha conservadora con chances electorales.

La trampa pobrista

La transición democrática, después de 1983, intentó generar una democracia competitiva entre peronistas y radicales, representados por Raul Alfonsín, Carlos Menem, Eduardo Duhalde y Fernando de la Rúa. Fracasaron. La crisis de 2001 se llevó puesto al sistema y Néstor-Cristina Kirchner descubrieron que se podía perpetuar un mecanismo de gobierno populista a través del pobrismo: de 136.000 planes sociales que había en diciembre del 2001 pasamos a 2 millones en marzo de 2002, distribuidos eficazmente por el presidente Duhalde en la emergencia social producida por la crisis de ese momento. Superada la excepcionalidad e iniciada la recuperación en 2003, en vez de normalizar paulatinamente el mercado de trabajo se multiplicaron los planes. Si a eso le sumamos los jubilados y los empleados públicos, verificamos que más de 20 millones de argentinos dependen directamente del Estado. El interinato del gobierno de Macri trató de revertir este proceso, pero no tuvo ni el tiempo ni los apoyos para poder hacerlo.

En este marco se están haciendo las PASO y las elecciones legislativas de este año. El clientelismo electoral marca a fuego este proceso, así como el inevitable plebiscito que se producirá por la polarización entre un frente de gobierno y otro de oposición. El efecto “pobrismo y clientelismo”, combinado con un “efecto castigo” al Gobierno por su pobre performance sanitaria y económica, darán como resultado un panorama relativamente parejo. La dialéctica del enfrentamiento entre estas facciones es muy antitética: el Gobierno se define como nacional y popular y acusa a la oposición de “conservadora y neoliberal”. La oposición, por el contrario, se considera “republicana y honesta” mientras imputa al gobierno de ser “corrupto y autoritario”. Si nos atuviéramos a la literalidad de las acusaciones, estaríamos al borde de una guerra civil y la violencia sería el común denominador que marcaría las conductas de un lado y del otro de la llamada “grieta”.

El resultado electoral dejará un gobierno muy débil, una oposición fortalecida y una ecuación parlamentaria controlable.

Sin embargo, si vemos los comportamientos personales de los candidatos más conspicuos de uno y otro bando, veremos algo muy distinto: primero, no se verifican actitudes de incitación a la violencia y, segundo, todos son vecinos de los mismos barrios de clase media alta, sus hijos son compañeros en los mejores colegios privados y todos disponen de servicios médicos contratados con las prepagas más caras y prestigiosas. Esta situación, que podría indicar una suerte de cinismo cómplice –o, como se dice ahora, una “casta”–, es, sin embargo, el elemento que nos pone muy cerca de la fórmula salvadora: el resultado electoral dejará un gobierno muy débil, una oposición fortalecida y una ecuación parlamentaria controlable. El problema es que el país será absolutamente ingobernable: inflación, default, sequía, la baja histórica del río Paraná, los conflictos sociales, el incontrolable crecimiento del gasto público y la multiplicación del endeudamiento en pesos de cortísimo plazo son una bomba a punto de estallar. En este marco, la cercanía de intereses de los dirigentes es la mayor garantía de sensatez frente al desastre.

Hay que destacar que no existe la violencia política (aunque la retórica sea por momentos muy agresiva) y no existe, aunque parezca lo contrario, un ciego instinto suicida en la dirigencia argentina. Por eso estoy seguro de que en el mediano plazo prevalecerá un sano sentido de supervivencia y que, como única opción al final del túnel, florecerá una propuesta de “gobierno de unidad nacional”. Hay suficientes figuras, en ambos bandos, con la experiencia y la conciencia suficientes como para impedir la tragedia. Tendremos cimbronazos y turbulencias de corto plazo, pero “common sense will prevail” (el sentido común va a prevalecer).

La llamada “casta” es la opción concreta a la que tenemos que recurrir.

La llamada “casta” es la opción concreta a la que tenemos que recurrir. La fantasía del “que se vayan todos” nos conduce a la anarquía o a la búsqueda de un ser providencial, mesiánico, que, por suerte, no aparece en el panorama político. Por eso no seremos Venezuela, porque sólo un Chávez podría llevarnos a esa alternativa. Tampoco seremos Brasil –no tenemos un Bolsonaro– ni Perú: ¿quién se parece a Castillo? El gobierno tiene mando único (Cristina), la oposición no cuenta con un unicato pero está atomizada y ha manifestado en numerosas oportunidades su voluntad de “acordar un programa de unidad nacional”. Eso sólo puede hacerse con la parte que detenta la representación de la otra mitad de la ciudadanía.

Es el camino que marca la experiencia nacional e internacional. Y estoy seguro de que Argentina, todavía una gran nación en formación, no va a dar el paso al vacío. Aunque efectivamente esté al borde del precipicio.

 

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Diego Guelar

Ex embajador argentino en Estados Unidos, la Unión Europea, Brasil y China.

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