El gobierno de Javier Milei enfrenta un montón de obstáculos, como su debilidad en el Congreso, una herencia urgente que requiere acción inmediata y un equipo en formación que necesita amalgamarse. Además, todavía latente, está la cuestión de lo que el lenguaje político llama “la calle”, especialmente cuando hay un presidente no peronista. Diversos analistas y dirigentes opositores ya están pronosticando que, ante la dureza del ajuste anunciado por el Gobierno para cerrar el déficit, será inevitable que el pueblo marche al centro porteño a expresar su descontento. Dada, además, la nueva intransigencia oficial frente a los cortes de calles, está todo preparado para un verano con conflictos callejeros que, muchos avizoran, limará al Gobierno y le quitará margen de maniobra. La primera prueba será este miércoles, con la marcha anunciada por el Polo Obrero y otras organizaciones. ¿Quién ganará?, se preguntan los comentaristas.
Lo que vengo a decir en estos párrafos es que no ganará ninguno, porque el conflicto está mal planteado. En estos años el concepto de “la calle” ha perdido todo su contenido, vaciado por la creciente mecanización de las protestas y la partidización extrema de sus figuras convocantes. La supuesta “protesta social”, como la llaman politólogos y simpatizantes, se ha convertido en una danza triste, ritualizada, transaccional, cerrada sobre sí misma, cuyo rol principal ha sido hacer avanzar los objetivos políticos de sus líderes y las agrupaciones a las que pertenecen. Por lo tanto, si la marcha del miércoles y las que veamos en las próximas semanas son parecidas a las que venimos viendo en los últimos años (y todo hace pensar que sí), entonces no deberían ser leídas como una movilización popular contra el ajuste sino, simplemente, como la oportunidad de algunos dirigentes y agrupaciones de buscar objetivos políticos.
La idea de “la calle” fue útil y tuvo sentido como categoría cuando una manifestación podía ser percibida con algún componente de patria sublevada, de espontaneidad, de reconocimiento en el resto de la sociedad de que ahí, en esas calles, se estaba expresando un caldo de cultivo, una efervescencia compartida: que no marchaban sólo unos miles de personas agrupadas en organizaciones sino, con ellas, algo del sentir popular. Para ser genuina, la protesta social debía tener un ingrediente de sorpresa y falta de control: ser el derrame a través del cual se expresaban demandas que no había podido contener el cauce de la política formal. Un último ingrediente: para ser verdaderamente social, la protesta debía darles voz o acceso a quienes de otra manera no los tenían, como en Cutral-Có o Tartagal en los ‘90, gestos desesperados para llamar la atención de quienes están siendo ignorados. Gabriel Solano, uno de organizadores de la marcha del miércoles, tiene todo esto muy claro. Por eso dice que quiere convocar a quienes “se sienten estafados con Milei”: para darle algún ropaje social a un hecho que nace eminentemente político.
Las protestas sociales de estos años, sin embargo, incumplieron todos estos requisitos.
Las protestas sociales de estos años, sin embargo, incumplieron todos estos requisitos. Ni representaban un sentir popular ni le daban voz a quienes no la tenían ni eran un recurso por fuera de la política ante el fracaso de la política formal. Más bien al revés: sólo se representaban a sí mismas, eran convocadas por organizaciones con amplio acceso a los medios y al Estado (recordemos ese gran oxímoron de la era albertista: el “piquetero oficialista”) y se fueron burocratizado hasta convertirse en parte del toma y daca de la política formal. No es que canalizaban por fuera lo que no lograban por dentro: todas estas marchas de partidos políticos, organizaciones sociales y sindicatos estaban con los dos pies bien adentro de la política, con sus cargos, sus subsidios, sus intercambios de favores, su tira y afloje. Son desde hace tiempo parte del mobiliario de la política argentina: aunque no lo admitan, Belliboni, Pérsico, Palazzo y Baradel ya no están en la calle, están en el palacio. Y muy cómodos.
“¿Qué estan reclamando?”
Desde que fueron burocratizadas, hace ya más de una década, pero especialmente en estos últimos cuatro años, las organizaciones sociales sólo han salido a la calle para negociarse a sí mismas: más planes, más fondos, más estructura. Cortaban la 9 de Julio no para llamar la atención sobre alguna demanda social específica sino para aumentar la presión sobre los funcionarios: la marcha era el corte y el corte era la marcha. Y se hacía por medio de una coreografía cansada, sin contenido, liderada por tres o cuatro activistas cuyo objetivo del día era meterse a rosquear en los despachos ministeriales. Afuera los esperaba su multitud aburrida, muchas mujeres, muchos niños, que casi nunca sabían qué estaban haciendo ahí, más decorado que protagonistas, extras de una película ajena. Las entrevistas con manifestantes desorientados se transformaron en un subgénero exitoso de la televisión (“¿Qué están reclamando?”, “Ay, no sé, me dijeron de venir para no perder el plan”), aprovechado por militantes opositores (hoy oficialistas) para mostrar el agotamiento de ese modelo de protesta. Tan transparente se volvió esta estrategia, y tantas veces repetida, que dejó de tener influencia más allá de su propios contornos. Transeúntes o automovilistas que en otra época habrían mirado la marcha con simpatía o furia, ahora, convertidas en parte del paisaje urbano, las miraban con indiferencia o resignación.
Durante la era albertista, las marchas de los sindicatos, cuando las hubo, fueron a reglamento, sin paros generales a pesar del visible deterioro salarial, debajo de una CGT cuya estrategia se volvió indistinguible de la estrategia del peronismo. El amontonamiento de pecheras y banderas, obligatorios en cada facción para mostrar presencia (un mensaje intra-marcha, para que los capos comenten después a quién habían visto y a quién no), era una imagen de artificialidad pura, quizás de poder político, pero sin nada de la energía o la mística o el murmullo que debería tener algo que merezca el nombre de “la calle”. Mucho menos de protesta social.
Si la CGT ya no habla en nombre de los trabajadores, sino sólo del peronismo, ¿podría alguien decir sobre su primera marcha o paro nacional que representa a algo más que una mera puja política?
Si la CGT ya no habla en nombre de los trabajadores, sino sólo del peronismo, ¿podría alguien decir sobre su primera marcha o paro nacional (que lo habrá) que representa a algo más que una mera puja política? ¿Podrá alguien leer ahí un componente de humor social, de reflejo de malestar real? Yo creo que no y exhorto (vieja palabra habitual de la política, hoy desaparecida) a los demás a que tampoco lo hagan. Después de estos cuatro años sólo se debería leer a la CGT como un movimiento puramente partidario, que no representa a nada más que a sí misma y a los intereses del PJ. Es legítimo y está bien que lo hagan, están en todo su derecho de definir su propia estrategia de alianzas y la central gremial ha tenido una relación íntima con el peronismo desde siempre, aunque históricamente se había guardado una luz de distancia para poder decir que representaba a todos los trabajadores (a una clase), no sólo a los propios (un partido, una burocracia). Tras su silencio ante la inflación y los bajos salarios, su abierta y activa campaña de apoyo a Sergio Massa (en parte por necesidades de la interna justicialista) y su cerrada defensa del gobierno de Alberto Fernández, va a ser difícil creerles cuando desde el púlpito digan que hablan en nombre de algo más que del PJ.
Por todo esto digo que esta versión de “la calle”, encapsulada en dirigentes y agrupaciones que perdieron la capacidad de representar el humor social, no debería afectar la gobernabilidad de Milei. Tendrá su impacto político, por supuesto, porque revelará un juego de alianzas más amplio, pero será eso: un acto político. Empezando por la del miércoles. Quien busque ver ahí, debajo de las pancartas del Polo Obrero y los cuerpos apilados en la avenida, una muestra o una síntesis del subsuelo de la patria, no debería encontrarlo, porque no lo va a haber. Sí debería ver posicionamiento de dirigentes, un eventual desafío político, un poroteo de cómo se pueden trasladar al Congreso esos posicionamientos y los eventuales apoyos. Pero la categoría mitológica de “la calle” (o “protesta social”, en su versión kirchnerismo bilingüe) debería quedar afuera del análisis, porque la arruinaron. Fue durante décadas una herramienta potente para condicionar a gobiernos no peronistas. Ya no lo es.
Otra discusión, por supuesto, es que por el nuevo protocolo del Ministerio de Seguridad y las ganas de algunos de ponerse picantes las marchas generen imágenes de violencia. ¿Cómo reaccionará la opinión pública extendida que tenemos ahora con las redes sociales? Difícil de saber. En la Argentina pos-2001, con su rígido consenso anti-represión (“toda acción policial contra un manifestante será calificada como represión”), sin dudas que las simpatías habrían estado del lado de los manifestantes y contra el Gobierno, que habría pagado un alto costo político por el uso de la violencia. En esta nueva Argentina, en la que otros consensos post-2021 han perdido hegemonía (el Estado presente, la ampliación de derechos), la respuesta es bastante menos clara. Si las marchas son percibidas como puramente políticas-partidarias y, si llegaran a serlo, violentas, entonces es posible que el Gobierno salga airoso de una situación que de todas maneras será conflictiva y difícil de manejar. Si, en cambio, se genera una percepción un uso exagerado de la fuerza por parte de la policía, la cosa podría cambiar. Ahí sí habría una disputa por la interpretación.
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