ELÍAS WENGIEL
Domingo

Difícil volver a casa

Los jóvenes que deciden irse del país son cada vez más y nada parece convencerlos de la posibilidad de un pronto retorno.

No hay chance de que vuelva”, dice Elisa desde Israel. “La anomalía es el que no se fue y no quiere irse”, agrega Martín, desde Chile. “Mi familia se está descomponiendo: mis dos hermanos y yo estamos en países diferentes”, sentencia Marco desde España.

Una idea dramática recorre, desde hace tiempo pero con particular fuerza en los últimos años, las mentes de cada vez más argentinos: la emigración. Países vecinos que experimentan récords de solicitudes de residencia, números nunca vistos de solicitudes de certificados que son necesarios para tramitar dobles nacionalidades, mayorías de jóvenes que dicen que quieren emigrar: distintos datos convergen en reflejar el pesimismo creciente de la población. Nuestro país, tradicionalmente orgulloso de haberse formado gracias a la inmigración, vive ahora la amenaza de un proceso inverso. Y así como hasta hace no mucho tiempo todos tenían un abuelo extranjero, hoy cada vez más padres tienen hijos en el exterior.

¿Qué opinan, en este contexto, los que ya han logrado su cometido y escaparon de la Argentina? ¿Cómo se puede entender este nuevo proceso migratorio a través de las miradas de los que lo están protagonizando? Y, finalmente, ¿qué tiene que ocurrir para que la sangría se detenga? Entrevistados para este artículo, jóvenes de distintos orígenes socioeconómicos, ocupaciones y lugares de residencia coinciden en un punto: se sienten más libres en los países a los que emigraron. Alemania, Chile, España, Estados Unidos, Israel: sin importar el destino elegido, nuestros compatriotas consiguen una libertad de la que no disponen en Argentina.

Alemania, Chile, España, Estados Unidos, Israel: sin importar el destino elegido, nuestros compatriotas consiguen una libertad de la que no disponen en Argentina.

“Mis posibilidades de progreso material en Argentina se veían limitadas”, dice Martín, que transita sus treintas, es consultor de riesgo financiero en una multinacional y veía cómo colegas de otros países ganaban hasta seis veces más que él antes de emigrar en 2021. Similarmente, Elisa, que se dedica a la comunicación y también emigró el año pasado, explica que en sus veintes “me preguntaba cuál era el futuro que podía llegar a tener en un país con tanta volatilidad en los pronósticos a dos meses”, mientras sus allegados de mayor edad la hundían en el pesimismo. Pero quizás el razonamiento más crudo sea el de Lucía, novia de Martín, que no solamente no quería desperdiciar sus años más productivos por salarios miserables, sino que “no creía que nada fuera a cambiar positivamente en el mediano o largo plazo, sino todo lo contrario”.

La falta de perspectivas, en efecto, recorre todos los testimonios. Y tiene sentido: si uno se sintiera mal pero “condenado al éxito”, como prometía Eduardo Duhalde hace dos décadas, entonces no habría motivos para irse. Sin embargo, los emigrantes no creen que la Argentina vaya a cambiar al menos en el corto plazo. ¿Y por qué lo haría? Con una inflación superior al 90% anual, más del 50% de pobreza infantil y un PBI per cápita que no crece hace más de una década, se entiende el pesimismo.

¿Adónde huyen, en este contexto, los argentinos? La elección del país es, como en otros procesos migratorios, dificultosa. Las leyes y la cultura del destino son por lo general decisivas, y por eso en la mayor parte de los casos los emigrados terminan yendo simplemente adonde pueden hacerlo: es el caso de Martín y Marco, por ejemplo, que encontraron trabajo en Chile y en España. Este último nota, en particular, “la desesperación de mis amigos por hacer sus trámites de ciudadanía italiana o por conseguir visados en países más prósperos”. Y es que la ascendencia europea de la mayor parte de los argentinos, hasta hace pocos años irrelevante, hoy juega un papel decisivo: por ejemplo, ante el colapso de los consulados y para conseguir rápidamente el reconocimiento de una doble nacionalidad italiana, hay cada vez más jóvenes argentinos que gastan sus ahorros en viajar y quedarse ahí durante meses para acelerar sus trámites.

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En otros casos, la situación política y económica de la Argentina empuja a aquellos que ya tenían planes de tener una experiencia en el exterior a buscarla y aferrarse a ella. Es el caso de Elisa, que es judía y siempre quiso vivir en Israel, o el de Agustín, que desde hacía años sabía que quería formarse como economista en Estados Unidos y dio el paso en 2017. En ambos casos, la coyuntura argentina es la gota que rebalsa el vaso y les indica que deben irse o, si ya se fueron, que lo mejor es no volver. “Israel es potencia mundial, acá hay futuro”, dice Elisa, que no puede afirmar nada semejante sobre la Argentina.

¿Hay un momento decisivo en el que potenciales emigrantes argentinos decidan efectivizar ese deseo? En esta cuestión, algunos emigrados son categóricos y señalan la vuelta del kirchnerismo al poder en 2019, paradójicamente, como un punto de no retorno. Luego de las PASO de ese año, a partir de las cuales se hizo claro que Cristina Kirchner gobernaría una vez más, “realmente caí en la cuenta de que tenía que irme lo antes posible”, dice Martín: “No tenía sentido seguir en Argentina esperando que se revirtiese el estancamiento del país que germinó el kirchnerismo”. Otros evitan hablar de política, que sin embargo parece siempre omnipresente en los relatos sobre los motivos que los llevan a emigrar.

La libertad fuera de Argentina

“Sí” es la respuesta de todos a la pregunta de si, como emigrado, uno se siente más libre allí donde emigró que en su propio país. ¿Pero cómo se vive la libertad en el extranjero? A simple vista, una característica que todos los entrevistados nombran de sus destinos es que son lugares donde se vive una mayor libertad económica. Migrar implica, por un lado, una mejora casi instantánea en la calidad de vida: por el mismo trabajo, los ingresos son mayores y permiten acceder a una mayor cantidad de bienes y servicios. Pero esos bienes y servicios, por otro lado, pueden ser generalmente adquiridos sin trabas: pactar contratos, exportar, importar, acordar condiciones son todas actividades que se pueden hacer con una intervención del Estado mucho menor a la que los argentinos están acostumbrados.

El contraste con la Argentina, en este sentido, es claro. En nuestro país, a través de los impuestos o la burocracia, “el Estado te limita en el set de opciones que uno tiene disponible”, explica Agustín: “No te dejan ahorrar en el activo que uno prefiere, te prohíben importar ciertos productos”, y así sucesivamente. Elisa recuerda cómo, la primera vez que pudo comprarse un iPhone con sus ahorros en el exterior porque su importación no estaba permitida, fue extorsionada en la Aduana para que los burócratas le permitieran quedárselo, o cómo ni se le ocurría usar servicios como los de Amazon ante la certeza de que el Estado haría todo lo posible para que sus productos no llegaran a sus manos. En Israel, por el contrario, no tiene miedo de que de un día para el otro un decreto le diga qué puede comprar y qué no.

Pero la intervención nociva del Estado argentino en la economía no sólo quita libertades de forma directa, sino también de forma indirecta. A modo de ejemplo, Marco, que viene de una familia no propietaria y se fue en 2021, estaba seguro de que “no iba a poder romper la ‘maldición’ familiar de no poder acceder a la casa propia”. Incluso con una carrera sólida y la posibilidad de ascender rápidamente en una Argentina que se destaca por tener la relación más baja de toda América Latina entre crédito y PBI, Elisa y Lucía se expresan en términos similares: la casa propia no era una opción, pero en el exterior quizás sí lo sea. De hecho, incluso los alquileres en el exterior son más sencillos: “Puedo hacer un contrato por los años que quiera y no me impiden ajustarlo por inflación para comodidad de ambas partes”, dice Martín y contrasta esta situación con la de nuestro país, cuya nueva ley de alquileres ha causado estragos en el mercado inmobiliario en la forma de precios más altos y una oferta más reducida.

El sentimiento de gozar de una mayor libertad no se circunscribe solamente a la economía.

Sin embargo, el sentimiento de gozar de una mayor libertad no se circunscribe solamente a la economía. Agustín, en este sentido, recuerda cómo fue vivir la pandemia en Estados Unidos en comparación con nuestro país: mientras en agosto de 2020, de vacaciones, él podía cruzar cuatro estados diferentes para dar la vuelta al lago Michigan, sus padres “hacían malabares para hacer 100 kilómetros por el día desde San Miguel de Tucumán a Tafí del Valle” y controlar que todo estuviera bien en su propia casa. Marco, luego de haber vivido en carne propia una de las cuarentenas más largas del mundo y de emigrar a fines del año pasado, dice: “Tengo la suerte de vivir en Madrid, que es una ciudad donde la libertad es lo primero; soy mucho más libre hoy acá que en Buenos Aires en 2020 o 2021”.

Por último, algunos emigrados miden su grado de libertad también en relación a la criminalidad, aspecto en el que la Argentina nuevamente resulta decepcionante. “En Buenos Aires me sentía libre”, dice Elisa, “pero no salía caminando sola de noche, tenía miedo”: en Tel Aviv, incluso a pocos kilómetros de áreas que regularmente se convierten en zonas de guerra, no tiene esa preocupación. Marco va más allá y sostiene que, incluso si uno pudiera trabajar desde Argentina para el exterior y eludir los controles del Estado para hacerlo, “¿Con la inseguridad qué hacés? Tenés que irte a una burbuja, como un country o el interior, pero salís de la burbuja y el peligro sigue ahí”. La libertad, después de todo, también se nutre de salir a la calle sin miedo.

Un largo camino de regreso

La emigración es un fenómeno que no termina en los que se van hoy. En efecto, todos los entrevistados conocen a familiares, amigos o compañeros de trabajo que ya han emigrado; algunos pueden nombrar hasta a 20 personas distintas en el exterior, a tal punto que Martín se pregunta quién, en realidad, no se quiere ir. Elisa, en este sentido, provee una posible respuesta: su familia, que no quiere emigrar, tampoco tiene esperanzas de que la Argentina cambie. Y la alternativa a la emigración, en esos casos, es la resignación. “Mis padres se irían si pudieran, pero es imposible aventurarse en algo así con casi 60 años y en el último trayecto del sendero laboral”, agrega Lucía. “Irse no es fácil”, dice Agustín, que culpa también no a la falta de motivación sino a las dificultades de emigrar por el hecho de que la mayor parte de su círculo social siga en el país.

Ni Agustín, ni Elisa, ni Lucía, ni Marco ni Martín creen que pueda volver al país en el corto o en el largo plazo, incluso aunque lo deseen. ¿Qué tendría que pasar para que vuelvan? Para algunos, el de la Argentina es un tren que ya pasó: Elisa, por caso, sólo volvería si su vida corriera peligro, si una guerra la forzara a volver. Pero los otros emigrados recientes coinciden en demandar de su país lo mismo que demandan de aquellos a los que emigraron: la posibilidad de alcanzar progreso material. Luce imperiosa, en ese sentido, la necesidad de disponer del fruto del trabajo sin restricciones irracionales, de circular sin miedo a otros o al Estado y, en general, de no estar sujetos a los caprichos del gobierno de turno: de vivir en libertad, en otras palabras.

Que los emigrados no se imaginen de vuelta en Argentina, o que los que aún no lo son quieran salir de ella, no implica que se desprendan emocionalmente del país. Marco, por ejemplo, se decantó por Madrid porque “tenía que ser el lugar más parecido a Buenos Aires que pudiera”. Martín, también con nostalgia, quizás sintetice lo que piensa la mayor parte de los miembros de esta nueva diáspora: “Argentina es mi país, el país de mis padres, de mis amigos, donde pasé la mayor parte de mi vida: es imposible que diga que nada me haría volver, pero hoy lo veo muy difícil”.

 

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Marcos Falcone

Politólogo. Se graduó como Master of Arts in the Social Sciences en la Universidad de Chicago y como Licenciado en Ciencia Política en la Universidad Torcuato di Tella.

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