Domingo

La teoría del demonio y medio

Todavía es necesaria una crítica liberal de los '70, que condene el terrorismo de Estado sin justificar los crímenes de la guerrilla. Los textos de James Neilson pueden marcar el camino.

El pasado jueves 9 de junio la Cámara Federal ordenó reabrir la investigación judicial del atentado contra la Superintendencia de Policía Federal, en julio de 1976, que provocó la muerte de 24 personas y muchísimos heridos. Según Ceferino Reato, autor de Masacre en el comedor, y muchas otras versiones, se trató de un atentado organizado y ejecutado por Montoneros. Pocos podrían negar que se trató de un acto terrorista brutal. Sin embargo, no era un hecho muy conocido hasta la salida del libro. Y frente a la posibilidad de la reapertura del expediente judicial, también es probable que haya una reacción en contra de la necesidad de investigarlo o recordarlo. La simple mención de los crímenes de las organizaciones guerrilleras sigue incomodando al progresismo local.

Cuando leí la noticia me acordé de James Neilson, que a principios de 2001 publicó En tiempo de oscuridad, una selección de artículos publicados en el Buenos Aires Herald entre 1976 y 1983, del que fue columnista político y director. El libro se lee hoy como una crónica en tiempo real de la dictadura, pero también como el apasionado recorrido intelectual de un testigo que quería entender de qué se trataba. Pero hay algo más y es lo que me interesa pensar en esta nota. Neilson siempre encuentra la manera de denunciar al mismo tiempo, aunque sin equipararlos, el terrorismo de Estado y el terrorismo guerrillero. ¿Por qué a nuestra democracia le ha costado tanto hacer lo mismo? ¿Es posible plantear una versión revisada de la denostada “teoría de los dos demonios”?

Neilson, nacido en Inglaterra, llegado a Argentina en 1966, es lo que uno esperaría de cualquier periodista (honestidad intelectual, amor por la verdad, inteligencia para evadir los lugares comunes, información chequeada, buena prosa), pero precisamente por eso fue siempre uno atípico e inclasificable. Quizás estas características se deban a que sus ideas nunca fueron cómodas para las posturas políticas predominantes. No lo eran en los ’70 pero tampoco lo son ahora. Para los progresistas y para el peronismo, sus críticas muy claras a la lucha armada, su rechazo frontal al marxismo y su poca simpatía por la figura de Perón lo convertían (lo siguen convirtiendo) en un conservador, un reaccionario, un gorila. No les importa que haya sido el periodista que con más claridad expuso en un medio argentino el clima de terror en el que se hundía el país a partir del golpe de marzo de 1976, el que denunció detenciones ilegales, torturas, desaparición de personas y la existencia de bandas armadas que actuaban bajo la protección y complicidad de los miembros de la Junta Militar.

Muchos le reconocen su coraje en una época en la que la mayor parte del periodismo se escondía en el silencio cómplice, la medianía gris o la colaboración explícita. Sin embargo, casi siempre ese reconocimiento fue acompañado de una aclaración respecto a su ideología. “A pesar de ser un liberal conservador, señaló los crímenes de la dictadura”. “A pesar de que repudiaba el accionar de Montoneros, denunció la desaparición de Rodolfo Walsh”. “A pesar de que estaba en contra de la lucha armada como método político, rapidamente juzgó como terrorismo la represión ilegal y el plan para exterminar la guerrila”. “A pesar de no estar de acuerdo con los métodos e ideología de sus hijos desaparecidos, siempre reconoció el coraje y la lucha solitaria de las Madres de Plaza de Mayo”. La aclaración de su ideología, previa al reconocimiento de sus méritos, parece querer reafirmar el valor de su trabajo periodístico. Sin embargo, a mí se me hacen evidentes, al contrario de lo que incluso pueden pretender quienes los enuncian, más como una descalificación que una indicación de honestidad intelectual.

Incómodo para todos

Pero Neilson, sobre todo en cuestiones vinculadas a los derechos humanos, también resultó siempre incómodo para las ideas del establishment económico, alineado muchas veces con aquello que podemos definir como derecha política, afín a un pensamiento simplificador y maniqueo respecto a la lucha antisubversiva. La necesidad de estos sectores de reafirmar su desprecio por el marxismo, las propuestas revolucionarias de los ’70 y la violencia de las organizaciones armadas, los ha llevado en ocasiones a relativizar o justificar los crímenes de la dictadura. El consenso obtenido con la recuperación de la democracia, el Nunca Más y el juicio a las juntas actuó como una barrera a esos discursos reivindicadores del terrorismo de Estado, pero esas ideas siguieron ahí, esperando el momento indicado para volver. Los indultos de Menem y la cooptación de los organismos de derechos humanos por parte del kirchnerismo los hicieron aflorar. Y ya no se trató de declaraciones o acciones aisladas y marginales. Una parte de la clase media no politizada, que condenó el horror de la dictadura a partir del Nunca Más y la revelación de los crímenes, hoy lo pone en duda o trata de justificarlo. Los llamados al olvido y la reconciliación se pueden entender como una necesidad de dejar atrás el pasado, pero no son otra cosa que una relectura de la historia, una forma de negar lo que sucedió. Para Neilson, para su humanismo liberal y su desprecio por la barbarie y la violencia, a pesar de que coincide con estos sectores en su desprecio por el marxismo y los métodos de las organizaciones armadas, los hechos no son disimulables. Para él siempre estuvo claro que el accionar de la dictadura entre 1976 y 1983 fue el mayor crimen de la historia argentina.

Leer lo que Neilson escribía en el Herald, sobre todo entre 1976 y 1978, los años de la represión más intensa y asesina, impresiona no sólo por la valentía de las denuncias sino por la lucidez de su pensamiento. Fue el más insistente defensor de la libertad periodística, lo que lo llevó a denunciar la detención ilegal de Jacobo Timerman, la clausura de La Opinión y la desaparición de Walsh, pero al mismo tiempo el más duro acusador de la tibieza y cobardía de los medios durante esos años. “La prensa argentina siempre tiende a ver sólo lo que quiere ver, que suele coincidir con lo que el gobierno de turno quiere que vea durante la primera mitad de su gestión y lo que no quiere que vea en la segunda”.

Al contrario de la izquierda y el peronismo, veía en el culto al nacionalismo una de las fuentes principales del terror.

Al contrario de la izquierda y el peronismo, veía en el culto al nacionalismo una de las fuentes principales del terror. En la profusión de banderas, los gestos patrióticos y la invocación a valores nacionales en contra de supuestos intereses extranjeros, Neilson vio una continuidad entre las ideas sostenidas por el gobierno peronista que lo antecedió, la prédica de Montoneros y la lógica discursiva de la Junta Militar. En agosto de 1977, aludiendo al discurso del ministro de Educación, señalaba: “Los peronistas también tenían talento para la retórica insípida y suscribían a la corriente de pensamiento que descansa en la idea de que nosotros somos buenos y los demás malísimos”. En otro momento, ya en 1978, recurriendo a la ironía que tan bien maneja, decía: “Si el nacionalismo por sí solo pudiera alimentar el progreso, la Argentina ya sería una potencia”.

Unos años antes, cuando todavía gobernaba el peronismo, criticaba el sentimiento antinorteamericano que prevalecía en la sociedad argentina. No le parecía tan diferente que el antisemitismo u otras formas de odio racial o xenófobo. Veía ahí un odio moral y envidioso: el desprecio por un país exitoso. Ese anti-norteamericanismo no disminuyó durante la dictadura y fue fogoneado por el gobierno de Videla cuando el presidente Jimmy Carter denunció con firmeza las violaciones a los derechos humanos en la Argentina.

La uniformidad nacional

Fue también el más lúcido para entender antes y mejor que nadie lo que implicaba la realización del Mundial de fútbol en 1978. Hoy es fácil ver, en ese énfasis de la Junta Militar por mostrar un escenario de fiesta, orden y alegría, un deseo por mostrarse ante los argentinos y el mundo como un país y un gobierno exitosos, cuando eran fuertes las evidencias de que todo estaba desmadrado, que el caos reinaba en el país y en la propia junta. Sin embargo, casi nadie lo señalaba en ese momento. Neilson pudo ver que la unanimidad festiva de esas muchedumbres era en cierto sentido falsa y peligrosa, porque era una síntesis perfecta de un país que no aceptaba la realidad que le tocaba vivir. “No se puede culpar a los individuos por querer disolverse en la muchedumbre; se trata de una forma de terapia de grupo en una edad signada por la soledad. Pero aun así es inquietante la voluntad de tantas personas de toda clase, incluso excéntricos tan arquetípicos como los escritores, de prestar oídos al llamado de la masa. Una muchedumbre no es la suma de quienes la componen. Es un ente decididamente bestial. Ha irrumpido tantas veces en la vida nacional, con consecuencias tan catastróficas, que su regreso torrencial durante este mes debería darles escalofríos a todos los que aman el país”. Estos comentarios, que cualquiera podría juzgar como antipopulares y elitistas, se justifican por lo que el mismo Neilson sostenía que estaba detrás de esa idea victoriosa de una muchedumbre unida por una pasión: “Un deseo natural de concretar la ‘unidad nacional’ ha degenerado en la voluntad de asegurar que predomine la uniformidad nacional”.

Pudo ver que el país normalizaba la violencia, la ilegalidad y el terrorismo paraestatal. Y se animó a acusar al Gobierno como responsable principal de ese estado de cosas. Pedía racionalidad en una época en la que el sentido común dominante eran el fanatismo, la aceptación de la violencia, los secuestros clandestinos, las torturas y las desapariciones. Pero lo hizo no desde la clandestinidad combativa, como Walsh en esos mismos años, ni desde el interés por reivindicar una prédica revolucionaria anticapitalista. El hecho de que sus denuncias fueran hechas desde una convicción liberal “civilizatoria” no debería leerse como una contradicción, como una anomalía, sino precisamente como la coherencia de un pensamiento político. Me atrevo a decir que Neilson puede pensarse incluso como un conservador, sin tenerle miedo a la palabra, en el sentido de alguien que se aferra a ciertos valores morales para sostener la civilización en los momentos críticos. En 1977 se preguntaba dónde estaban los conservadores en la Argentina y se lamentaba al descubrir que habían sido cooptados por la barbarie, por la derecha reaccionaria y violenta en el poder. Para Neilson, esos falsos conservadores son parecidos a la izquierda más retrógrada. La diferencia es que unos piensan en un pasado idealizado y otros en un futuro idealizado. Pero nadie piensa en el presente.

Tal vez haya llegado el momento de admitir que hubo efectivamente dos demonios (o como querramos llamarlos).

Por eso, pasados ya tantos años, es necesaria hoy una crítica a la dictadura desde una postura liberal. Y estos textos de Neilson, revisados ahora, nos pueden servir mucho para eso. Que la hegemonía de la memoria del horror haya quedado en manos de la izquierda (en todas sus variantes) es un problema. Porque nos impide recordar esos años como una época en la que la violencia política estaba justificada y la democracia menospreciada, no sólo por la dictadura sino también por las organizaciones armadas. Neilson lo decía claramente ya en 1976: para combatir al terrorismo de izquierda se armó una estructura terrorista de derecha. ¿Significa esto adherir a “la teoría de los dos demonios”? Si lo que implica esa teoría es igualar los crímenes de la guerrilla con los de la dictadura, obviamente la respuesta es que no.

En todo caso, sí tal vez haya llegado el momento de admitir que hubo efectivamente dos demonios (o como querramos llamarlos), sin dejar de recordar una y otra vez que uno fue infinitamente más grave que el otro. Como todos sabemos, la famosa teoría surgió en los ‘80 como una interpretación del prólogo del Nunca Más, según la cual el texto equiparaba la violencia de la guerrilla con el terrorismo de Estado. La interpretación es injusta, porque esa equiparación no existía. Explícitamente, el prólogo sostenía que “en la década del ’70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”, pero luego aclara que “a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”.

Otros sostienen que, aun cuando es cierto que la equiparación no existe, el prólogo es falaz al sostener la hipótesis de que el terrorismo de Estado fue la consecuencia de la necesidad de combatir al terrorismo de izquierda. Tal vez sea tiempo de entender que los que denuncian una y otra vez la teoría de los dos demonios en realidad no están señalando críticamente una postura negacionista respecto a los crímenes de la dictadura, postura que sigue siendo marginal en la política argentina: buscan justificar la violencia de la guerrilla. Esta recurrencia a la teoría de los dos demonios, un fantasma que está más en los que la denuncian que en quienes supuestamente la defienden, no ayudó a que que se pueda hacer una crítica histórica del rol de las organizaciones armadas y de sus crímenes.

 

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Juan Villegas

Director de cine y crítico. Forma parte del consejo de dirección de Revista de Cine. Publicó tres libros: Humor y melancolía, sobre Peter Bogdanovich (junto a Hernán Schell), Una estética del pudor, sobre Raúl Berón, y Diario de la grieta.

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