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Yafo, o Jafa en español, es uno de los asentamientos más antiguos de la humanidad. La presencia continua en este puerto del Mediterráneo data de hace casi diez milenios. Aunque la etimología conocida no es precisa, casi con seguridad su nombre viene del hebreo y hace referencia a su belleza. Su historia y mitología son infinitas, pero dos hitos destacan: el asedio y conquista por parte de Napoleón en 1799 y haber sido el puerto desde el cual zarpó el profeta Jonás, escapando de una tarea encomendada por Dios, para terminar reconsiderando sus acciones dentro del estómago de una ballena. Esta historia bíblica de arrepentimiento por antonomasia será leída en voz alta en miles de sinagogas de todo el mundo el próximo sábado por la tarde, durante Yom Kipur. En 1950, Yafo fue incorporada a la pujante municipalidad de Tel Aviv, originalmente fundada en 1909 unos kilómetros al norte. Desde entonces Yafo es parte vital de su tejido urbano y un ejemplo de convivencia. Hubo decenas de incidentes penosos en los últimos años, pero en su esencia Yafo es el lugar más ecléctico y diverso del centro de Israel, con mezquitas, sinagogas e iglesias de todas las denominaciones, que representan perfectamente a su población.
El martes, minutos antes del ataque iraní con 180 misiles balísticos a todo Israel, dos palestinos de Hebrón irrumpieron armados durante el rezo en una mezquita de Yafo y exigieron a los congregantes no salir o atenerse a las consecuencias. Después ingresaron al tranvía del boulevard Jerusalén, dispararon y acuchillaron indiscriminadamente, matando a siete pasajeros e hiriendo de gravedad a otros tantos. Entre los masacrados estaba Inbar Segev-Vigder, quien viajaba con su bebé Ari, de nueve meses. El cochecito no fue un freno para los terroristas. Inbar murió protegiendo con su cuerpo a Ari, que resultó ileso.
Cuando oyó los tiros, Kreitman fue a buscar su arma reglamentaria y regresó para neutralizar a uno de los terroristas. Después fue a socorrer a los heridos. Todo esto en ojotas.
A pocos metros del lugar tomaba un café el director del festival Burning Man israelí, Lev Kreitman. Cuando escuchó los tiros corrió a su casa, buscó su arma reglamentaria, regresó a la estación Erlich del tranvía y logró coordinar in situ con un policía de civil una emboscada para neutralizar a uno de los terroristas. Después fue a socorrer a los heridos. Todo esto en ojotas. No era la primera vez que Lev se encontraba en esta situación. El 7 de octubre del año pasado estaba en una fiesta privada, no muy lejos del festival Nova en Reim. Cuando se enteró de lo que pasaba, fue a evacuar sobrevivientes. Meses después sirvió como reservista en Gaza. Hoy Lev Kreitman es la cara del espíritu israelí: aquel que corre en dirección a los tiros.
Más alivio que euforia
El éxito de las operaciones en el Líbano y la defensa frente al ataque iraní trajeron cierto alivio a la sociedad israelí, pero lejos se está de la euforia que se percibe en medios y cuentas de redes sociales extranjeras afines a Israel. Con todo, hay incluso en parte de la sociedad una sensación de culpa por mover parte de la atención hacia el lado opuesto a los 101 rehenes que aún quedan en Gaza. De todas formas, sobre los frentes del Líbano e Irán hay total unidad en la sociedad y en la clase política. Se aplauden los ataques a los beepers, la eliminación de Hasán Nasralá y la incursión terrestre llevada a cabo para desbaratar la red de terror de Hezbolá en el sur del Líbano que viola la Resolución 1701 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El objetivo es claro y justo, el regreso a sus casas de los más de 60.000 desplazados del norte del país, que sufrió más de 10.000 cohetes, misiles y drones de Hezbolá desde el 8 de octubre.
A decir verdad, el ministro de Defensa, Yoav Galant, y el aparato de seguridad venían presionando para que estas intervenciones sucedieran antes. La inteligencia sobre la locación de Nasralá estaba lista hace meses. El frente norte recién se reforzó cuando las actividades en Gaza desmantelaron a Hamás operativamente, para que sea calificada como una agrupación guerrillera sin control sobre el territorio extendido. En cualquier caso, hay también una sensación de alivio, pero de ninguna manera euforia, en ver que las capacidades del sistema de seguridad están intactas, tras el máximo fracaso de la historia hace un año. Semanas después del 7 de octubre se activó en X una cuenta que hoy es parte de la conversación cotidiana en Israel: Noticias de hace un año, donde cada día se ve el fracaso rotundo de la llamada “concepción” y la doctrina del primer ministro, Benjamin Bibi Netanyahu, de disuadir a Hamás con dinero qatarí. Secretamente y no tanto, cada uno de sus seguidores desea que a partir de mañana esta cuenta se llame a silencio.
Contrario a la veneración que el mundo pro-Israel muestra por él, Bibi lleva casi una década siendo más resistido que querido.
Contrario a la veneración que el mundo pro-Israel muestra por él, Bibi lleva casi una década siendo más resistido que querido. Antes de iniciado el conflicto, los niveles de popularidad del primer ministro ya eran bajos, e incluso en las últimas elecciones su victoria fue ajustada: su coalición sumó 48% del voto popular, pero la matemática electoral le fue suficiente para conseguir una estrecha mayoría de bancas con la que gobernar a piacere. En las últimas encuestas, Netanyahu subió ligeramente, pero todo en detrimento de sus aliados Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich, por lo cual el camino para formar un nuevo gobierno le resultaría imposible en una eventual elección.
Por la naturaleza atomizada de la política israelí, todo partido que aspire al poder debe formar coaliciones diversas. Ningún candidato es capaz de llegar por sí solo al 30% de los votos, aunque hay alianzas casi tácitas. Los partidos ultraortodoxos no sionistas son prácticamente incondicionales de Netanyahu, aunque impongan algunas condiciones. El partido Likud de Netanyahu nació como un frente liberal y secular, pero en los últimos 20 años se volvió un proyecto personalista, sin voces disidentes, cuyas elecciones internas son simbólicas y su valor radica más en el final que en la cabeza de la lista para el Parlamento. Desde que ocupa toda centralidad en la política local, Netanyahu se encargó de armar y desarmar alianzas y gobiernos a su antojo, traicionando sucesivamente a sus socios con grandes promesas y eventual procrastinación. El llamado “gobierno del cambio” entre 2021 y 2022 estuvo íntegramente formado por ex socios estafados por Bibi, de todo el arco político. Y también ese gobierno se cayó por promesas que Netanyahu hizo a sus parlamentarios más endebles.
Cuando el 31 de agosto fueron encontrados los cuerpos de los seis rehenes asesinados en Rafah, las protestas por un mayor compromiso con el regreso de los secuestrados fueron masivas y dieron la vuelta al mundo. Nadie desconoce que aniquilar a Hamás y regresar a los secuestrados con vida parecen objetivos antagónicos e imposibles. Y nadie, absolutamente nadie en Israel, espera nada de Hamás más que el boicot sistemático a cualquier intento de negociación. Pero la falta de comunicación clara y empatía para con las familias de las víctimas no evitó percibir que Netanyahu estaba fallando a la promesa fundacional de la aventura sionista: que nunca más un judío sea abandonado a su suerte. Mostrarse sólo con familiares de secuestrados y víctimas que le son afines políticamente tampoco contribuye.
Nadie desconoce que aniquilar a Hamás y regresar a los secuestrados parecen objetivos antagónicos. Y nadie espera nada de Hamás más que el boicot a cualquier negociación.
Un año de guerra le ha pasado la factura al ejército y a la sociedad secular, liberal o sionista, llamada a servir en las reservas cada vez más tiempo, mientras los empleadores deben seguir pagando esos sueldos. Este fin de semana, largo por el Año Nuevo judío, miles de reservistas recibieron la orden de reportarse en sus bases. Fue una pesadilla logística, por la falta de transporte público en días festivos. De vacaciones, comprando diamantes en Budapest, la ministra de Transporte, Miri Regev, le echó la culpa al ejército. En las últimas semanas, un nuevo fenómeno lamentable fue develado por el boca a boca: el llamado a la reserva a heridos o afectados por síndrome postraumático en conflictos anteriores. A esto se suman los desmanejos del ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, quien construyó a su alrededor un amplio consenso sobre la impericia en su labor.
Mientras que el mundo se recuperó de la pandemia, Israel mantiene altas tasas de inflación e interés, y es golpeado sucesivamente por downgrades crediticios de agencias como Moody’s y S&P. El creciente déficit y la discrecionalidad para repartir fondos a causas y grupos afines que no hacen al manejo de la guerra apuntalan esta tendencia. En la conversación pública se empezó a mencionar a los israelíes que buscan vivir en otros países, algo que hasta ahora era un tabú. Por primera vez, el número de emigrados podría superar al de inmigrantes. Pero de todo esto sólo se habla localmente y en hebreo.
No todo es blanco o negro
Para gran parte de la sociedad israelí, esta situación es asfixiante y resulta inevitable sentir incomprensión. En el resto del mundo parece haber sólo dos posturas: Israel es una entidad ilegítima que debe disolverse, todos sus ciudadanos deben volver a Polonia, y su líder es un insaciable halcón genocida; o Israel es un ente sólido y perfecto, todo lo que hace está bien, incluso cuando se equivoca. Por supuesto, nada de esto es ni remotamente cierto. Entre ambas posturas, se explica también la difícil relación entre los israelíes y la diáspora judía, principalmente la de Estados Unidos, carente de sutileza para tomar posición y de nutrirse de información y noticias sobre lo que pasa en el día a día de la tierra prometida.
En sus apariciones ante el Capitolio o la asamblea de Naciones Unidas, Netanyahu, con su inglés perfecto y registro barítono, sedujo con consignas simples, tomadas de la propaganda más efectista y berreta de Instagram y X, a parte de la tribuna internacional. Que diera su último discurso mientras a sus espaldas autorizaban el ataque que acabó con Nasralá sin duda contribuye a su leyenda, como contribuyó durante más de una década el propio Netanyahu a fortalecer el desarrollo económico y las capacidades militares de la maquinaría impersonal y efectiva que es el sistema de seguridad.
Al final, Israel es un país con los problemas de cualquier otro, más el detalle adicional de tener que luchar por su supervivencia desde el día de su fundación.
Sin embargo, para cualquier argentino curado de espanto debería ser sencillo no dejarse llevar. Incluso hoy, Bibi pretende modificar a su gusto el sistema judicial, y aunque haya servido en el cargo más de 16 años, jamás insinuó siquiera expandir libertades básicas como el matrimonio civil y el transporte público en sábados y feriados. Todas y cada una de las cosas que ha hecho desde que ingresó en la arena fueron por su propia supervivencia política. Durante años sus intereses no entraron en conflicto con los de la mayoría del país. Desde que está sentado en el banquillo por causas de corrupción y abuso de confianza, se encargó de manchar su propio legado, que destacará haber liderado el gobierno más ineficiente e incapaz de la historia del país a sus días más tristes. A diferencia de Lev Kreitman, cuando las papas queman, Netanyahu corre siempre a donde su supervivencia esté garantizada, nunca hacia a los tiros.
Al final, Israel es un país con los problemas de cualquier otro, más el detalle adicional de tener que luchar por su supervivencia desde el día de su fundación. Toda esa sutileza se pierde en la niebla de la guerra y de la conversación pública actual, consumida por posiciones absolutistas que empañan la percepción de lo que realmente pasa en el terreno. Tener que afrontar un año de guerra por la supervivencia inmediata es causa y consecuencia de los liderazgos que se benefician con las dicotomías simples. Y es ciertamente agotador para todos los implicados. Por más que suenen convincentes a oídos sordos las promesas de “victoria total”, la oratoria de un político es sólo tan buena como la inclinación de su auditorio a dejarse embaucar.
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