LEO ACHILLI
Domingo

El ayatolá contra las cuerdas

A sus 86 años y tras el ataque al programa nuclear iraní, Jamenei enfrenta el ocaso de su liderazgo mientras el régimen tambalea entre la paranoia y el dilema de su supervivencia.

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Finalmente pasó: una confrontación directa entre Irán, Israel y Estados Unidos. El mundo contuvo la respiración cuando la posibilidad de un ataque de Israel contra el corazón del programa nuclear iraní dejó de ser una mera hipótesis para cristalizarse en un suceso real temido por diplomáticos pero contemplado por estrategas desde hace largo tiempo. Durante años, analistas ponderaron los escenarios. ¿Se atrevería Israel? ¿Qué haría Teherán ante el ataque? ¿Qué reacción en cadena provocaría en la región? ¿Qué papel jugarían las potencias aliadas de Irán?

Imaginar cómo respondería Irán demandaba adentrarse en la lógica laberíntica de un régimen islámico revolucionario que hizo de su lucha antioccidental un principio ideológico y definió su supervivencia como un imperativo estratégico. El gobierno del ayatolá, conducido por una élite clerical-militar cohesionada en torno a la figura del Líder Supremo Alí Jamenei, es fanático pero no impulsivo. No obstante: ¿permanecería quieto tras un golpe certero al honor nacional? ¿Pasaría por alto lo que seguramente consideraría una agresión existencial?

Desde sus orígenes en la revolución de 1979, la República Islámica ha desarrollado una narrativa maniquea basada en el odio hacia Occidente, especialmente contra Estados Unidos, al que denomina “el Gran Satán”, y hacia Israel, “el Pequeño Satán”. Esa narrativa se tradujo en acciones concretas: la promoción global de terrorismo, la creación de una red de proxies regionales para desestabilizar a las naciones árabes sunitas y eventualmente obliterar a Israel —Hezbolá en el Líbano, las milicias chiítas en Irak, los hutíes en Yemen, Hamas y Yihad Islámica en Gaza—, y el desarrollo de capacidades misilísticas de largo alcance y de infiltración cibernética. El programa nuclear es parte integral de esta noción ofensiva-defensiva, o freudianamente, pasivo-agresiva. Iniciado en tiempos del Sha y luego reactivado en secreto por el régimen islámico, el programa nuclear se transformó en símbolo de soberanía. Aunque con el correr del tiempo el país fue objeto de sanciones económicas, ostracismo diplomático, sabotajes israelíes y sufrió la eliminación de varios de sus científicos, el gobierno iraní persistió. Para Teherán, ese programa le daría paridad nuclear con su némesis sionista, le conferiría autoridad geopolítica en un Medio Oriente mayormente sunita y lo ubicaría en el sistema internacional como una potencia emergente. Pero ahora ese programa está en ruinas, o por lo menos lo estará por un tiempo, y Teherán debía responder.

Irán ha desarrollado una narrativa basada en el odio hacia Occidente, especialmente contra EE.UU., al que denomina “el Gran Satán”, y hacia Israel, “el Pequeño Satán”.

Para eso disponía de varias opciones. Una era lanzar misiles contra territorio israelí (como ya había hecho en abril y octubre del año pasado y volvió a hacer, esta vez con letalidad) o contra bases estadounidenses en la región (como hizo ahora en Qatar limitadamente y con anuncio previo). Ya casi no podía activar su arsenal asimétrico: Israel degradó considerablemente el poder de fuego de sus proxies fronterizos. Irán amagó con cerrar el tránsito marítimo en el estrecho de Ormuz pero no accionó, posiblemente porque esa medida antagonizaría a China. Tampoco atacó a Arabia Saudita o a los Emiratos Árabes Unidos.

Teherán hizo saber que contemplaría renunciar al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), lo que significaría el abandono de su opacidad atómica, y el Parlamento anunció que ya no cooperará con el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). Oficiales iraníes amenazaron a su director general, el argentino Rafael Grossi, por haber hecho su trabajo y alertar sobre los avances nucleares clandestinos de Irán. El régimen protestó ante la ONU, invocó el derecho internacional y buscó mostrarse ante la opinión pública como la víctima de una agresión yanqui-sionista con el fin de montar un relato que resuene especialmente en el Sur Global. China y Rusia se sumaron a las protestas pero —crucialmente— no salieron a su rescate. La Tercera Guerra Mundial, pronosticada por varios comentaristas alarmistas, no estalló.

¿El ocaso del Supremo?

Más allá del cuadro de situación geopolítico, el centro del juego doméstico en Irán sigue siendo, por el momento, el ayatolá Alí Jamenei. Desde 1989, el Líder Supremo concentra en sus manos el poder real del Estado: controla la política exterior, las fuerzas armadas, la Guardia Revolucionaria, los agentes de represión, la economía y los lineamientos ideológicos del régimen. Su liderazgo, sin embargo, se encuentra en la fase final. A sus 86 años, aquejado por problemas de salud, acosado por reiteradas protestas políticas y sociales, y ahora desafiado como nunca por el desmantelamiento forzoso de su adorado programa nuclear, su sucesión se tornó en tema de conversación pública. Escondido en un búnker, emitió un mensaje grabado lleno de ira y condenas a Washington y Jerusalén. Con orgullo impostado (“gran bofetada a Estados Unidos”), el líder anciano se vio patético, proyectando más debilidad que fortaleza.

Jamenei no era un imán de gran prestigio cuando fue designado Líder Supremo tras la muerte de Jomeiní. Su elección respondió a cálculos políticos más que religiosos.

Jamenei no era un imán de alto rango ni de gran prestigio cuando fue designado Líder Supremo tras la muerte de Ruhollah Jomeini, en 1989. Su elección respondió más a cálculos políticos que religiosos. Como destaca la analista Suzanne Maloney, fue elevado más por conveniencia que por consenso clerical. Su falta de autoridad espiritual fue compensada por una hábil construcción institucional: fortaleció el aparato de seguridad y cultivó alianzas con la Guardia Revolucionaria, lo que cimentó su autoridad de facto. En una columna en The Wall Street Journal, Bartle Bull coincidió en que Jamenei era el protegido de Jomeiní y tras su fallecimiento la Asamblea de Expertos lo eligió por conveniencia.

Como la Constitución de la República Islámica exigía que un Líder Supremo fuera al menos un gran ayatolá, el requisito se redujo a que poseyera “erudición islámica”. Bull dice que entonces apareció una tesis del candidato, clérigos fueron presionados y sus colegas lo comenzaron a llamar “ayatolá”. Jamenei, escribió, “es una mediocridad clerical que administra una herejía dentro de una apostasía y no es una figura de gran importancia ni legitimidad en el mundo musulmán”.

Jamenei parece saberlo. Presionado por las circunstancias, se hizo equilibrista: nombró a potenciales sucesores sin incluir a su hijo Mojtaba, quien antes de la guerra venía siendo señalado como posible heredero. Esta decisión sugiere que reconoce los límites de la continuidad dinástica dentro de una teocracia, o bien, que quiere preservar a su hijo de quedar en la mira de Israel.

Ganar perdiendo

El gran ayatolá ha mostrado una clara capacidad de supervivencia apelando a la represión, a la consolidación de poder político, económico y religioso, y siempre autoproclamándose vencedor. Pero el conflicto ha acelerado una erosión de su autoridad. Enfrenta grandes desafíos: preservar su aura religiosa, controlar el descontento social, mantener cohesionadas a las fuerzas armadas, garantizar la lealtad de las milicias regionales, esquivar las presiones externas y gestionar una sucesión ordenada. Todavía preserva sus atributos de poder. Sin embargo, el nuevo contexto podría hacer de Jamenei el último Líder Supremo del modelo clerical-islamista, conocido como velayat-e faqih (la doctrina en la que se sustenta la autoridad del Líder Supremo). Si no logra balancear las esferas, podrá sobrevivir en el corto plazo, pero corre un riesgo real en el mediano.

El régimen iraní enfrenta un dilema existencial. De mínima, el proyecto nuclear tambalea. Su “círculo de fuego”, edificado pacientemente durante años en Medio Oriente, se ha resquebrajado. Su cúpula militar y de científicos nucleares quedó deshecha y la penetración de la inteligencia israelí en la estructura del poder habrá potenciado la paranoia de un régimen al borde de un ataque de nervios. Jets israelíes y estadounidenses volaron libremente sobre los cielos de la república. La autoridad y la estabilidad gubernamental fueron dañadas, y en consecuencia su continuidad podría estar en riesgo. En el plano doméstico, ¿logrará Jamenéi sortear las internas, quizás a esta altura tan inevitables como feroces? ¿Qué hará para preservar su supervivencia? En el plano externo: ¿tendrá la capacidad para contener su deseo de venganza dentro de una lógica estratégica? ¿Apelará a ganar tiempo por medio del conocido recurso del engaño diplomático o sobreactuará?

La pregunta clave es si el ajedrecista de Teherán —el astuto, longevo y fundamentalista Alí Jamenéi— seguirá siendo quien decide cuándo y cómo mover las piezas.

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Julián Schvindlerman

Profesor titular en la carrera de Relaciones Internacionales de la Universidad de Palermo y profesor invitado en la Universidad Hebraica de México. Es autor de cuatro libros de historia y una biografía novelada; entre ellos Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío (Debate).

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