ERLICH
Domingo

La falacia de la impunidad

Los argumentos en contra de investigar la corrupción política desconocen el daño que le causa al sistema democrático la falta de castigo.

El alegato del fiscal Diego Luciani, concluido la semana pasada con el pedido de condena e inhabilitación perpetua para la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, se convirtió en el foco de atención de la dirigencia política, de los medios y de una parte de la ciudadanía. La vicepresidenta respondió al alegato  con un mensaje que buscó antes socializar la corrupción que defenderse de los cargos que se le imputan: una defensa más política que jurídica. El Frente de Todos en su conjunto reaccionó, como era previsible, denunciando un ataque a la democracia y un intento de proscribir a la vicepresidenta, una persecución judicial impulsada,  como dijo el canciller Cafiero, “por intereses ideológicos que nacen fuera de la Argentina”.

La reacción del oficialismo no resulta sorprendente. Desde hace más de una década el kirchnerismo viene denunciando golpes judiciales y mediáticos. El ataque a la democracia y la denuncia de golpe blando ha sido la respuesta típica frente a una decisión judicial adversa. Lo interesante es que, en este caso, ni siquiera estamos ante una sentencia, sino ante un alegato y pedido de condena.

Más interesante que la reacción de las distintas tribus que conviven incómodas en la gran familia del Frente de Todos fue la reacción del periodista Ernesto Tenembaum, quien en su análisis del caso y en relación a la actuación del fiscal Luciani, señaló que “preferiría que haya impunidad, pero que la democracia funcione como debe funcionar —sea Cristina, Milei o Macri—; o sea, que si hay mucha gente que quiere votar a alguien, sería preferible que puedan votarlo a que haya justicia pero la democracia no funcione”.

La probabilidad de que Cristina Kirchner no pueda participar de las elecciones del año que viene —independientemente de cuál sea el cargo al que aspire— es remota.

La probabilidad de que Cristina Kirchner no pueda participar de las elecciones del año que viene —independientemente de cuál sea el cargo al que aspire— es remota, por no decir nula. Si bien es factible que haya una sentencia en el juicio de la causa de Vialidad antes de fin de año, la misma puede ser apelada. Difícilmente el tribunal de alzada tenga una decisión sobre la apelación antes de las elecciones de 2023, e incluso quedaría la posibilidad de intentar llegar a la Corte Suprema, con lo cual parece improbable que Cristina Kirchner no pueda competir por un cargo electivo el año que viene.

Antes que dar una opinión sobre la situación judicial de la ex presidenta (no soy abogado y no tengo más información de la que brindan los medios), encuentro más jugoso analizar las implicancias del argumento desplegado por Tenembaum en su programa de Radio con vos. Aunque el periodista cree que Cristina Kirchner es culpable de algunos de los cargos por los que se la acusa, sostiene que una condena que le impidiere participar en las elecciones sería lesiva para la democracia. Para Tenembaum hay una disyuntiva entre la búsqueda de justicia y el buen funcionamiento de la democracia. Dado que una condena como la solicitada por el fiscal Luciani les impediría a los simpatizantes de la vicepresidenta votar por ella, la Justicia atacaría así el funcionamiento de la democracia, por lo cual sería preferible tolerar la impunidad.

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Semejante argumento resulta sumamente riesgoso por varios motivos. En primer lugar, de acuerdo a Tenembaum, en democracia no sería posible juzgar y condenar a un dirigente político, independientemente de que se cumplan con las garantías del debido proceso y haya evidencias suficientes en su contra. El periodista no parecería ser consciente de las consecuencias de la postura que defiende. Básicamente, si los dirigentes políticos no pueden ser investigados y juzgados, la consecuencia lógica es la existencia de dos categorías de ciudadanos: de un lado, aquellos que no se dedican a la política y que son susceptibles de ser enjuiciados y condenados por violar la ley; del otro, los dirigentes políticos, que están por encima de las leyes. Si efectivamente esto fuera así, estaríamos entonces ante una casta de privilegiados. La impunidad por la que se inclina Tenembaum, antes que permitir el funcionamiento de la democracia, violenta uno de sus principios básicos: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.

Una segunda implicancia del argumento de Tenembaum es que la administración de justicia ya no le correspondería al Poder Judicial sino a la opinión pública. Su idea sobre la democracia parece limitarse a las elecciones. No hay dudas de que las elecciones libres, periódicas y sin restricciones tanto para los votantes como para quienes compiten por cargos son la regla básica de la democracia. La democracia liberal —como la que establece nuestra Constitución— es eso, pero no es sólo eso. Las decisiones judiciales no son una instancia plebiscitaria.  Implícitamente Tenembaum suscribe el argumento que desplegó la vicepresidenta en diciembre de 2019 ante el mismo tribunal oral que hoy la está juzgando: son las urnas y no los tribunales quienes administran justicia.

Corrupción sin costos

Aceptar mansamente que quien tiene votos tiene impunidad conlleva otro riesgo. Al hacerlo se está enviando una poderosa señal para toda la dirigencia política de que hay vía libre para ser corrupto y no pagar costo alguno. La corrupción no es sólo una cuestión de moral, sino que es también una cuestión de incentivos. Como irónicamente decía Perón: “Todos los hombres son buenos, pero si se los controla son mejores”. Si nadie que esté sospechado de cometer actos de corrupción puede ser investigado, ¿qué incentivos hay para ser honesto?

La disyuntiva —falsa, en mi opinión— entre la búsqueda de justicia y la democracia que plantea Tenembaum no es novedosa, por cierto. Durante el gobierno de Cambiemos, ante las investigaciones del capítulo local del Lava Jato y de los cuadernos del chofer Centeno, hubo quienes advirtieron sobre los riesgos que estas investigaciones presentaban para la democracia. Más allá de lo deseable de la lucha contra la corrupción, se advertía que hacerlo podía generar una crisis de gobernabilidad. Y que ello bien podía dar lugar a la aparición de un líder populista, dañando aún más a la democracia. Dado que Silvio Berlusconi en Italia y Jair Bolsonaro en Brasil habían surgido del Mani Pulite y el Lava Jato, respectivamente, se sugería así que resultaba más conveniente “barrer la basura debajo de la alfombra” antes que investigar la corrupción y crear de este modo el clima para el arribo al poder de un líder populista. Quienes quisieron sacar conclusiones definitivas a partir de la experiencia italiana y brasileña parecen no tomar en consideración dos cuestiones: que no se lo puede a partir de evidencia a todas luces insuficiente (apenas dos casos) y que sobran ejemplos históricos de casos en los que la impunidad frente a hechos escandalosos de corrupción contribuyó a la deslegitimación de la dirigencia política y al surgimiento de líderes anti sistema.

Sobran ejemplos históricos de casos en los que la impunidad frente a hechos escandalosos de corrupción contribuyó a la deslegitimación de la dirigencia política.

Una variante de esta misma línea argumental apunta a las consecuencias económicas de investigar la corrupción. Nuevamente, a raíz del escándalo de los cuadernos de Centeno, hubo quienes señalaron que investigar a empresarios sospechados de pagar sobornos impactaría negativamente sobre la inversión y el crecimiento. En síntesis, ya sea por el temor al surgimiento de un líder populista, al impacto económico o, como cree Tenembaum, a una supuesta proscripción, siempre será preferible la impunidad a la búsqueda de justicia.

Optar por la impunidad como un supuesto mal menor para el buen funcionamiento de la democracia es peligroso, no sólo porque violenta la igualdad ante la ley. Lo es también por otra razón: erosiona la confianza ciudadana en la democracia y en sus instituciones. Aceptar que hay dirigentes políticos que están por encima de la ley, que la corrupción no puede ser investigada ni juzgada sólo contribuye a reforzar una percepción fuertemente instalada en la sociedad: que se gobierna en favor de unos cuantos grupos poderosos, creencia con la que adhiere un 75% de la ciudadanía, de acuerdo a la última edición de la encuesta de Latinobarómetro.  De este modo, antes que un mal menor, vemos que la tolerancia a la impunidad por temor a las consecuencias que puede desatar la búsqueda de justicia es más bien un obstáculo para el buen funcionamiento de la democracia.

 

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Ignacio Labaqui

Analista político y docente universitario.

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