Lo peor de la vuelta de las vacaciones no es el trabajo, el calor, la humedad, los mosquitos. Lo peor de la vuelta es la coyuntura berreta. El cuerpo y la mente ofrecen resistencia por un buen tiempo y no aceptan así como así volver a entrar en la rutina de noticias gastadas, cruces mediáticos, declaraciones ampulosas. Cuando estamos de vacaciones nos hacemos el favor de sustraernos, aunque no siempre soltamos el celular; entonces esas cosas –y esos cosos– aparecen.
Leí el otro día que en un acto en Chaco, para pegarle a Buenos Aires, el presidente se hizo el federal y, para hacerse el federal, le pareció buena idea decir esto : “El verdadero federalismo lo vamos a lograr el día en que cada persona pueda encontrar su felicidad, su posibilidad de desarrollarse y morir en el mismo lugar donde ha nacido”. Mi mente, aún de vacaciones, se dijo: “Esto ya lo leí”. Pensé que se trataba de lo que había dicho Martín Caparrós sobre los futbolistas de la selección como mercenarios que “dejan su lugar natural, sus clubes, sus amigos, sus países, para irse a ganar plata a otros lugares”. Creí que era eso, pero no.
La feudal convicción de que la fatalidad del nacimiento indica pertenencia, identidad y, sobre todo, irreversibilidad (para los demás, nunca para uno) no es prerrogativa de unos pocos. Tampoco es original, nuestros pobres nacionalismos están ahí para demostrarlo. Ya lo había leído, es cierto; dicho por el mismo Alberto Fernández y con —casi— las mismas palabras. Recordé que algo había leído en Twitter un tiempo antes (ACM, Antes de la Copa del Mundo) y, como lo que me sobraba era tiempo, me puse a buscarlo. Y lo encontré: “El federalismo no se declama, hay que hacerlo. Y el verdadero federalismo ocurrirá el día que cada uno pueda crecer, desarrollarse y morir después de haber disfrutado su vida en el lugar en donde nació”. Era el 16 de diciembre de 2022 y el presidente le agradecía algo a Gildo Insfrán, gobernador de Formosa. Se ve que ahí se le ocurrió esa idea que le pareció brillante, pero como la gente todavía estaba festejando los tres goles a Croacia y esperando la final, no la supieron apreciar. Entonces creyó oportuno reiterarla para que quedara clara.
Los aspavientos provincianos de Fernández me hicieron acordar, por contraste, al espíritu universalista de Pratt y otros con los que se cruzó en la vida.
Definitivamente lo peor de la vuelta de las vacaciones son este tipo de incontinencias y, como quiero seguir estirando el espíritu de enero todo lo que pueda, voy a usarlas para hablar de otra cosa. Resulta que estuve leyendo algunos relatos biográficos sobre Hugo Pratt, el creador de Corto Maltés, y los aspavientos provincianos de Fernández me hicieron acordar, por contraste, al espíritu universalista de Pratt y otros con los que se cruzó en la vida. Ya lo dijo Borges: nacer en un lugar (ser argentino, santafesino, formoseño, italiano), si no es una fatalidad será una afectación, pero “las ilusiones del patriotismo no tienen término”.
Me llama la atención que a esta altura de la historia haya personas que, considerándose progresistas, sigan pensando que hay lugares naturales para cada uno o que sea un mérito nacer, desarrollarse y morir en el mismo sitio, y que además crean que eso es una política de Estado. “Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos”, dijo Borges en 1946 y todavía no sabía que lo peor estaba por venir.
Pero esta no es una nota sobre gobiernos sino sobre un espíritu y toda esta introducción no es más que una excusa para hablar de un hombre que, como su personaje más famoso, prescindió de patrias. O las tuvo a todas, que es casi lo mismo.
Ahora sí, Hugo Pratt
En Italia, los Hugos no llevan H. Son Ugos.
Ugo Prat llegó a Argentina en 1949 y en poco tiempo quedó empapado de la cultura local: el puerto, el tango, los bares, las revistas, los libros, Borges. En Buenos Aires se convirtió en Hugo Pratt y, cuando en los años ’60 volvió a Europa, se llevó esa h con él y la usó para siempre. También una segunda t para rematar el apellido. Ésta es la historia que más gusta en Argentina, pero hay otra que dice que el nombre ya era parte de un grafismo que el historietista usó en 1946 cuando firmó su primera obra. No se jugaba nada de la identidad en el nombre y habrá considerado que la h y la t lo hacían más internacional. Dice la Wikipedia italiana: “Hugo Pratt, nome d’arte di Ugo Eugenio Prat (Rimini, 15 giugno 1927 – Losanna, 20 agosto 1995), è stato un fumettista, disegnatore e scrittore italiano”.
No hacía demasiado caso a los hechos concretos sobre el origen. Aunque nació en un pequeño pueblo cerca de Rimini, le gustaba decir que era veneciano. Había vivido en La Serenissima de muy chico; ahí había soñado, como Marco Polo, con un mundo de aventuras del otro lado del mar. Su padre era un camisa negra de Mussolini y llevó a su familia en Etiopía; el hombre murió y los demás escaparon por el desierto donde el chico perdió sus cuadernos con dibujos. Fueron rescatados y él decidió volver a Venecia, donde creó con sus amigos una revista de historietas. Desde el otro lado del mundo, otro universalista que había llegado hasta acá escapando de los intolerantes, leyó lo que los italianos hacían y los invitó a venir.
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Cesare Civita —judío norteamericano instalado en Italia y editor en Mondadori— llegó al país en 1941 con los derechos para comercializar Disney bajo el brazo y con ganas de arrancar un proyecto editorial más amplio. Primero a causa de la Guerra Civil Española y después por la Guerra Mundial, en Argentina se había interrumpido la importación de libros y revistas desde España y eso forzó la creación de proyectos locales para dar respuesta a un público ávido de lecturas. Así fundó la Editorial Abril, que primero se enfocó en libros para niños, en poco tiempo se diversificó con libros y revistas y con los años se convirtió en el gran sello editorial de las mejores historietas publicadas en español. Civita miraba lo que pasaba en el mundo y quería a los mejores con él. Les ofreció contratos de 5.000 pesos —diez veces más de lo que en Argentina se consideraba un buen sueldo— porque las ventas así lo permitían: Cinemisterio vendía 350.000 ejemplares mensuales, Misterix 750.000, Rayo Rojo 1.400.000.
Aunque Hugo Pratt había soñado con viajar de polizón a Estados Unidos, llegó a la Argentina legalmente junto a cientos de inmigrantes que dejaban Europa. Con él venía su amigo Mario Fustinelli. Primero se instalaron en un hotel del centro y, pasadas las primeras complicaciones —creyeron que la invitación venía con alojamiento pago—, terminaron alquilando un chalecito en San Isidro, el mítico refugio verde de Victoria Ocampo, y al poco tiempo ya pasaban las tardes entre una y otra pileta para refrescarse. El círculo de relaciones se fue ampliando en las milongas de la noche y en el trabajo durante el día: Alberto Breccia, Arturo Del Castillo, Francisco Solano López, Eugenio Zoppi, Héctor Oesterheld. Recuerda Pratt en A la sombra de Corto. Conversaciones sobre su obra con Dominique Petitfaux:
Lo de Buenos Aires fue un flechazo: esa ciudad gigantesca, con un puerto como Venecia, pero un puerto enorme. Allí había que vivir con el corazón, con el alma. Si se ve desde un punto de vista turístico, no hay manera de comprender su esencia, es decir, su misterio, su fuerza, su ironía. Uno podía codearse con inmigrantes de todos los países, de todas las razas, de todas las culturas.
Así Hugo se fue quedando. Aunque eso es un modo de decir, porque entre 1949 y 1962, cuando dejó Argentina definitivamente, fue y vino cuanto quiso: recorrió la Pampa y la Patagonia, anduvo de caza, conquistó mujeres, fue a Venecia y se casó con una austríaca, volvió, fue profesor, bailó y escribió tangos, tuvo hijos, se divorció, fue a México y se casó otra vez, cantó en una orquesta, fue actor de fotonovelas, vivió un año en Londres, se fue a Brasil, exploró el Amazonas, tuvo más hijos, armó una escuela de arte, regresó a Argentina y una de las recurrentes crisis económicas lo terminó expulsando.
Asados, dibujos y fiestas
La historia cuenta que aquella casa de San Isidro era el centro permanente de asados, sobremesas, vinos y reuniones por donde pasaba todo el mundo y, sobre todo, “las muchachas más lindas del universo”, según su amigo Alberto Ongaro —guionista de As de picas, la historieta por la cual Civita los conoció y contrató—, que se unió a la aventura sudamericana un par de años después. Como cuentan los frecuentadores, eran “todos jóvenes, todos escritores, todos borrachos, todos enamorados”. Hugo era el más mujeriego y el más activo, capaz de deambular de fiesta en fiesta y volver a casa para dibujar 40 viñetas en una sola sentada frente al tablero. Dijo Boris Spivacow, director de publicaciones de Abril: “Entraba a la sección y se ponía a cantar baladas galesas para las chicas. Era un dibujante extraordinario. Era capaz de hacer, en una hora, una página de doce cuadros en tinta, con personajes de enorme individualidad y situaciones con lujos de detalles”.
En 1952 empieza a trabajar sobre los guiones de Héctor Oesterheld para el legendario western Sargento Kirk (el proyecto original de Oesterheld quería ser más nacionalista, estaba inspirado en el Martín Fierro, pero desde la editorial le pidieron trasladar la acción a América del Norte). Además del sargento desertor, hay un ex ladrón de caballos (El Corto) y un médico renegado de su origen (Forbes) que se dedica a atender indios en el lejano oeste. Durante los casi dos años que duró esta serie, Pratt fue introduciendo cambios estilísticos sobre sus dibujos y también se fue entusiasmando con los guiones: cada vez hacía más sugerencias y no se resignaba a mantenerse al margen.
En 1956, Oesterheld se independiza de la Editorial Abril, crea su propio proyecto y lo invita a Pratt. Así nacieron Ticonderoga y Ernie Pike. El dibujante no quería estar a la sombra del guionista. A aquellas historietas les faltaba algo (¿mundo, aventura, capas, referencias?), reflejaban las preocupaciones y preferencias de Oesterheld y no las suyas (un discurso antiimperialista en el Sargento Kirk, cierto pacifismo en Ernie Pike). Había llegado la hora de contar sus propias historias: Anna de la Jungla (inspirada en una vecinita pecosa de San Isidro), Wheeling (aventuras en las guerras americanas de independencia sobre las que volvió a lo largo de toda su vida) y Capitán Cormorant (un marino del siglo XVIII con una cara que parece el esbozo del Corto Maltés). Lo que verdaderamente estaba buscando iba a llegar poco después, cuando se hubieran asentado los años, los libros y los viajes.
Una biblioteca de Babel
Umberto Eco decía que si quería divertirse leía a Hegel, pero si quería reflexionar, leía a Pratt. Uno y otro vivieron fascinados con Borges. Uno y otro hicieron obras borgeanas, empaquetando nombres, citas, detalles históricos, locaciones geográficas, personajes reales, sueños y elucubraciones. Otra vez de las conversaciones con Petitfaux:
La biblioteca de Babel me entusiasmó. En cuanto a los temas, [a Borges] le gusta, como a mí, picar de aquí y de allá. Y a veces usamos un procedimiento similar: una mezcla inextricable de verdades y mixtificaciones, de personajes reales y ficticios. Tenemos, probablemente, el mismo tipo de curiosidad intelectual: de ahí que haya ciertas similitudes en nuestras obras.
A fuerza de lecturas, los personajes de Pratt se fueron volviendo más intertextuales sin perder nunca ritmo narrativo, aventura y entretenimiento. Ya en Europa y a sus 40 años salió a la luz La balada del mar salado, el debut del Corto Maltés como personaje secundario, ese héroe ambiguo y cargado con las pasiones de Pratt: el llamado de lo desconocido, las dudas existenciales y, por supuesto, los libros. Tal vez todavía faltaba un poco para que el mundo pudiera rendirse ante una historieta tan “literaria”; fracasó la balada y también el proyecto que la cobijaba hasta que un par de años después la revista francesa Pif gadget le ofrece un espacio y ahí, durante años, se alojó su personaje hasta que salió a buscar la Atlántida y le perdimos el rastro.
En el Corto Maltés están las novelas de aventuras —London, Conrad, Wallace, Melville, Stevenson— que Pratt había leído de niño.
En el Corto Maltés están las novelas de aventuras —London, Conrad, Wallace, Melville, Stevenson— que Pratt había leído de niño, están los libros y la literatura como parte indisociable de la trama. Están Cervantes, Rimbaud, Hesse, Coleridge, Shakespeare, Petrarca, Yeats. Y también los aires de Borges. Están la geografía, la alquimia, la cábala, la historia guerrera, la mitología celta, la novela de caballerías, la filosofía oriental. Como a Pratt, la curiosidad del Corto Maltés lo ha llevado de viaje por el mundo. Los dos se armaron con lo visto y oído, con los libros y las enciclopedias.
Pratt se pensaba a sí mismo como aquel bibliotecario ciego —decía que tenía más de 30.000 libros entre los que se perdían la cama y un par de muebles— y, como los escritores que le gustaban a Borges, fue armando su propia tradición sin ataduras nacionalistas, libre de prejuicios y con una única herencia: la cultura universal. Le gustaba dibujar a su personaje con un libro en la mano, aún en medio de la acción y lo salvaje.
Fervor de Buenos Aires
Una de las últimas aventuras del Corto Maltés —Tango, publicada en 1985— la vivió en la Argentina. Es más sosegada que todas las demás, introspectiva y misteriosa. Es 1923 y el protagonista camina por los arrabales como si fuera el mundo de Evaristo Carriego, su perfil se dibuja sobre una casa con patio, se pasea bajo faroles y arbolitos, se deja llevar por sus pasos y sus ensoñaciones. En la vieja estación ferroviaria Borges, se sienta en un banco y se adormece, tiene una visión con dos lunas crecientes y se embarca en un diálogo misterioso: “Todos los años el mismo mes, la misma noche entre las estaciones de Martínez y San Isidro”. Hugo Pratt deja ver a su personaje con un libro de Lugones en la mano y lo embarca en una historia orillera con trama delictiva, que termina con el protagonista enredado en un duelo de cuchillos, y las dos lunas, como en un sueño.
Hay quienes dicen que la estadía de Hugo Pratt en nuestro país fue una verdadera bildungsroman, una novela de aprendizaje durante la que se fue convirtiendo en un autor de culto. Hay quienes quieren ver en esos años vividos acá la elección de un lugar en el mundo y dicen que fue “argentino por adopción”. Venía cada tanto, claro, porque le quedaban acá algunos “amigos y nietos”, pero su hogar era el mundo. Le daban lo mismo el lugar de nacimiento, las fronteras, los linajes. Sabía que había algo turco en él, también unos ancestros judíos y a la vez españoles, más los franco-ingleses. Tomó algo de cada lugar y se lo llevó con él a cuestas.
No tenía sentido preguntarle a qué lugar pertenecía.
“Está usted perdiendo el tiempo. ¡Fuera de este laberinto no encontrará nada!”, contestaría el Corto Maltés, al que le daban lo mismo Malta, Gibraltar, Córdoba, las Antillas, Brasil, Manchuria, Buenos Aires, Shanghái, Singapur, los lagos de Mongolia o los mares sin nombre. Ni a uno ni a otro le importaban los domicilios. Hugo Pratt vivió de un lado a otro, errante, hasta recalar en una de sus múltiples patrias. En 1995 eligió Suiza para morir, esa tierra para muchos anodina, la misma que había preferido Borges.
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