A Guillermo Laura, que murió hace diez días a los 84 años, se lo conoció más por el plan de autopistas que no hizo que por todas las obras que sí hizo. Fue un hombre con el espíritu de la Generación del ’80 que entendió cuál era el rol que debía jugar el Estado para que el capitalismo floreciera. Siempre adhirió al pragmatismo de los norteamericanos y no al barroquismo intelectual de corte francés que tanta adhesión tiene por estos lares. Laura se inauguró, como varias de las últimas grandes obras de la Argentina, en 1938. Hijo de un ingeniero de la Dirección Nacional de Vialidad de Justiniano Allende Posse, mamó en su casa que las obras de infraestructura nunca no se hacen por problemas de ingeniería sino por problemas institucionales. Tal vez haya sido por eso que fue abogado y no ingeniero pese a que su padre fue, como siempre decía, su faro.
Habiéndose recibido muy joven se dedicó al ejercicio libre de la profesión, pero su vocación por lo público lo hizo ser el asesor jurídico de Hidronor S.A. cuando ésta, conducida por Raúl Ondarts, construyó la central hidroeléctrica de El Chocón sobre el río Limay, en Neuquén y Río Negro, por menos costo que el presupuestado y en menor tiempo que el planificado (empezó en 1968 y terminó en 1977). En 1970 publicó La ciudad arterial (Artes Gráficas Cassese-Carrá), donde describió el plan de autopistas urbanas que pocos años más tarde llevaría adelante como secretario de Obras Públicas de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. Lo mismo sucedió con su libro El cinturón ecológico (CEAMSE, 1974), cuyas propuestas también concretaría unos años después, eliminando 5.000 basurales y prohibiendo la quema de basura y los incineradores de edificios particulares y hoteles, y llevando adelante además la construcción del Parque Roca y el Camino del Buen Ayre. Para Laura, sus libros no eran una disquisición diletante sino un manual de procedimiento para actuar. Siempre recalcaba que cuando se estaba al frente de la gestión no había tiempo para pensar, y lo que no se había pensado antes ya no se podía hacer.
Además de esas dos magnas obras como las autopistas urbanas (la 25 de Mayo, la Perito Moreno y la 9 de Julio, hoy Arturo Frondizi) y el Cinturón Ecológico, desde la su cargo en la municipalidad porteña construyó la red de estacionamientos subterráneos, el ensanche de avenidas como Jujuy, Independencia y Juan de Garay y, entre otras, el Plan 60 Escuelas (esas de ladrillo a la vista que pueblan la ciudad) y el Código de Edificación. Más tarde fue el presidente de Autopistas del Sol, encargada de la construcción de la nueva Autopista Panamericana y la ampliación de la avenida General Paz en la década del ’90. Todas estas obras tuvieron un denominador común: habían sido consideradas como irrealizables y habían tenido como principal adversario la incredulidad.
Unir la Argentina
El objetivo de Laura siempre fue encontrar un método en que los privados, con la eficiencia propia de ellos, pudieran construir bienes públicos. Fue por eso que para hacer las autopistas urbanas no hizo hincapié ni en los planos ni en los cálculos estructurales sino en la modificación de la ley de expropiaciones de la época de Juan Domingo Perón. La función del Estado era liberar la traza en la que los privados construirían los viaductos. Su padre, como director de Accesos de la Dirección Nacional de Vialidad, había estado encargado de unir mediante una autopista el recientemente inaugurado Aeropuerto Internacional de Ezeiza con la ciudad de Buenos Aires. La obra, mientras se desarrolló por los terrenos en aquel entonces rurales de la provincia de Buenos Aires, anduvo más o menos bien y es lo que hoy conocemos como Autopista Riccheri. Pero cuando entró en la Ciudad, la obra debió ser frenada por la resistencia de los vecinos a ser expropiados. Perón había sancionado esa ley con el objetivo de expropiar los bienes de familias como los Bemberg o los Pereyra Iraola, y como tal era muy perjudicial para los propietarios. Ni Perón con todo su autoritarismo pudo frente a la fuerza de los vecinos que se oponían a ser perjudicados. Modificada la ley, y mejoradas las condiciones para los expropiados, la traza se liberó rápidamente y eso permitió que las concesionarias privadas desarrollaran su potencial y que para 1980 la autopista estuviera terminada.
Su gran desafío fue cómo unir a la Argentina mediante una red de autopistas, similar al Sistema Interestatal de Autopistas de Estados Unidos, comúnmente llamado Red Eisenhower en honor a su inspirador. Mediante estas autopistas, siguiendo la máxima alberdiana, se podría llevar el interior al litoral bajando los costos de los fletes y se salvarían muchas vidas que las estrechas rutas argentinas siegan.
Su gran desafío fue cómo unir Argentina mediante una red de autopistas. Siguiendo la máxima alberdiana, se podría llevar el interior al litoral bajando los costos de los fletes.
Las autopistas, por su propia naturaleza, son bienes públicos. Es decir, no puede excluirse a nadie de su uso ni hay rivalidad (el consumo de uno no va en desmedro del consumo de otro). Es por eso que en todos los países del mundo son responsabilidad del Estado. El gran tema es que en Argentina no hay el suficiente tránsito como para hacerlas por peaje, y si se crea un impuesto específico para el financiamiento de su construcción, esos fondos se terminan destinando a necesidades más urgentes. Esto es debido a que hay una dominancia política de los gastos corrientes sobre los de capital. ¿Qué gobernador o presidente agobiado por un paro docente se va a resistir a cambiar el destino de esos fondos alocados a la construcción de autopistas?
Sin embargo, a ningún titular del Poder Ejecutivo se le ocurre manotear lo recaudado por Telefónica o Telecom para terminar con un conflicto de los gremios estatales. Es por eso que tenemos una buena cobertura del servicio de telefonía, pero ya no sólo somos incapaces de hacer autopistas sino que ni siquiera somos capaces de pintar con señalización horizontal las vetustas rutas de nuestro país. Da lástima el estado en que se encuentran las rutas actualmente.
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La única forma de emular para el servicio vial lo que se había hecho con el servicio telefónico a partir de la privatización de ENTel era la creación de una tasa sobre los combustibles, no un impuesto, que con el flujo de fondos que con ella se generara se retribuyera la inversión hecha por el concesionario privado una vez que la obra estuviera terminada brindando servicio. Este es otro ejemplo de cómo Guillermo aprovechó las herramientas de nuestra Constitución nacional para que el Estado no haga, pero que haga hacer.
Siempre luchó contra los estatistas que como única solución proponían crear una agencia estatal, porque sabía perfectamente que detrás de ese pensamiento no estaba la idea de solucionar una demanda social sino la sola creación de la agencia para gozar de todo el poder y de los privilegios que esto conlleva. Pero también luchó contra el liberalismo bobo que no se da cuenta de que los derechos de propiedad son justamente una creación de la legislación, que había que crear derechos de propiedad allí donde por la propia naturaleza de la obra no estaban definidos como en los bienes y servicios privados. Siempre decía irónicamente que sin la creación de toda una normativa, la posibilidad de contar con servicio de agua de red sería imposible, y que sin ella la solución que podía ofrecer el “mercado” por si solo era el aguatero, como en la época de la colonia.
Nada de FONAVI
La principal resistencia a su plan de autopistas vino de parte de la Cámara Argentina de la Construcción. Estos empresarios encuadernados habían sido compensados con la concesión de rutas, hechas total y absolutamente con inversión estatal, por los aportes a la campaña de Carlos Menem en 1989. Así llegaron a recaudar hasta un millón de dólares por día en concepto de peajes (cifras del INDEC) por el solo hecho de pintar las rutas y cortar el pasto de las banquinas. Estos empresarios prebendarios, que siempre ganan más por no construir que por construir, desplegaron toda su capacidad de lobby para vituperar y descalificar públicamente el Plan Laura. Para ello usaron toda su capacidad de influencia en el periodismo y en las profesiones de ingeniería y de economía. El Centro Argentino de Ingenieros llegó a decir que no veía necesaria la construcción de autopistas, porque no había tránsito suficiente, y la Fundación FIEL fue el ariete económico que cobró millones de dólares por escribir el libro Argentina: Infraestructura, ciclo y crecimiento (1998), donde se exponía el peligro de la “sobreinversión” en obras. ¡Hay que ser muy caradura para alertar sobre el peligro de sobreinversión en Argentina!
Pero se ve que esto es una costumbre muy arraigada en este país. Ya Lucio V. Mansilla, cuando se discutía si una línea de ferrocarril era demasiado cara, decía: “Obras públicas buenas son las que se hacen y malas, las que no se hacen”. Gracias a pensamientos como el de Mansilla es que en la Argentina, con un modelo de gestión similar al de Laura, se pudieron construir más de 35.000 kilómetros de vías férreas en el medio siglo que va desde 1864 a 1915 (8.000 de esos kilómetros en los cuatro años de José Figueroa Alcorta al frente del Ejecutivo, entre 1906 y 1910). Repito: en el país donde a principios del siglo XX se construyeron 2.000 kilómetros de vías por año, a FIEL y al Centro Argentino de Ingenieros les parecía faraónico hacer 1.000 kilómetros de autopistas por año durante los últimos diez años de ese siglo.
Lo perturbaba que con tanta necesidad de acceso a la vivienda no se construyeran millones, pero debían ser los privados los que las construyeran, nada de FONAVI.
Poco después, Laura creó la Fundación Metas Siglo XXI, que proponía la realización de grandes metas públicas, de sencillez tecnológica pero de gran impacto en la economía y en el bienestar social por ser grandes demandantes de mano de obra pública poco calificada o fácilmente entrenable. No sólo la construcción de autopistas o de caminos rurales para sacar la producción, sino también la construcción de millones de viviendas dignas dotadas de todos los servicios como agua de red y cloacas.
Lo perturbaba que en esta Argentina con tantas necesidades básicas insatisfechas como el acceso a una vivienda que provea de servicios habitacionales adecuados no se construyeran millones, siendo que todo lo que se necesita para eso son recursos internos de fácil elaboración (cemento, PVC, ladrillos, zanjas, etc.) y que generarían cientos de miles de puestos de trabajo genuino. Pero debían ser los privados los que las construyeran, los que las financiaran, los que trabajaran en su realización y los que las compraran. Nada de FONAVI ni Planes Federales de Vivienda, que sólo sirven para la corrupción. El secreto para que todo esto se diera era que hubiera crédito abundante y a largo plazo. Pero para esto era necesario que los argentinos confiáramos en nuestra moneda como unidad de cuenta. Cosa que años de inflación habían hecho imposible.
Fue así como, sin inventar nada, sólo copiando lo que había funcionado en otros lados, escribimos juntos La moneda virtual (Fundación Metas Siglo XXI, 2012), un libro que explicaba las bondades de la unidad de fomento (UF) en Chile y cómo había sido la piedra angular sobre la que el ahorro de los chilenos se canalizó a créditos hipotecarios para pasar a ser el único país de América Latina que palió el déficit habitacional y que tiene una relación crédito hipotecario/PBI similar al de los países desarrollados. Ese fue el libro que inspiró a las autoridades del Banco Central de la República Argentina a crear la Unidad de Valor Adquisitivo (UVA), que permitió que más de 100.000 hogares argentinos accedieran a la vivienda con créditos hipotecarios.
Mil ideas quedaron en los tinteros de la Fundación Metas Siglo XXI, que la falta de tiempo y de financiamiento impidieron desarrollar a fondo. Pese a lo pequeño de su estructura, compuesta apenas por Guillermo Laura, Osvaldo Ottaviano, la secretaria Ana Rútolo y por mí, siempre tuvimos como consigna que la razón no tiene razón de ser si no es en función de la praxis.
Seguramente este país no le haga un monumento a Laura. La Argentina tiene predilección por los Raúl Scalabrini Ortiz y no por los William Wheelwright. Pero, parafraseando al Washington Post sobre Dwight D. Eisenhower, Guillermo Laura no necesita monumentos porque en realidad los monumentos a él son todas sus obras esparcidas por la ciudad de Buenos Aires.
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