BERNARDO ERLICH
Domingo

Un calendario de Boca
mirando al Hudson

Un recuerdo de mi tío Guillermo Chalcoff, uno de los cinco argentinos que murieron en el atentado a las Torres Gemelas.

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Tomó el tren desde Roslyn, un pequeño suburbio en Long Island a una hora y media de Nueva York. Ese día iba a necesitar mucho café. Apenas había dormido tras una discusión con su hijo mayor, de siete años. A veces, las diferencias entre la cultura donde había nacido y la nueva donde vivía le jugaban malas pasadas. No era lo mismo ser un chico en la Buenos Aires de los años ‘60 que en la Nueva York del recién estrenado del siglo XXI. No todos los días tenía que ir a la oficina, pero esa mañana tenía una reunión importante, de esas que pueden hacen despegar una carrera en ascenso. Hacía un año había obtenido la doble nacionalidad y trabajaba como jefe de sistemas en la aseguradora Marsh McLennan. El futuro parecía tan brillante como la vista al Río Hudson desde las ventanas del piso 91. Junto a su computadora, un calendario de Boca marcaba el 11 de septiembre.

Ese fue el último instante en la vida de mi tío Guillermo Alejandro Chalcoff. No hubo tiempo para llamadas, despedidas ni mensajes. Nunca se encontró su cuerpo ni rastro de lo que quedó de él. Así como vino, se fue, como los otrs 357 empleados de Marsh McLennan. Tenía 41 años.

Es curioso que, en un país que sufrió dos atentados terroristas internacionales y donde el concepto de “desaparecido” ocupa un lugar tan importante, el 11-S sea un tema tan poco relevante.

Es curioso que, en un país que sufrió dos atentados terroristas internacionales y donde el concepto de “desaparecido” ocupa un lugar tan importante, el 11 de septiembre sea un tema tan poco relevante. En esa Torre de Babel que era el World Trade Center, murieron cinco argentinos: Gabriela Waisman, Pedro Grehan, Mario Santoro, Sergio Villanueva y mi tío. ¿Se habrán cruzado alguna vez? ¿Habrán oído un acento argentino en el ascensor? ¿Se habrán conocido, aunque fuera por casualidad?

Mientras en Estados Unidos se celebra cada año una ceremonia de conmemoración con homenajes y discursos, acá los 11 de septiembre pasan desapercibidos. Apenas hay alguna mención en los medios, como si hubiera sido un hecho lejano, como si ningún argentino hubiera muerto. No hay memoriales ni lugares adonde ir a recordar. Lo más parecido es una placa en el consulado argentino en Nueva York, instalada tras una visita del entonces presidente Néstor Kirchner en 2004 y en la que encima no está mi tío, porque inicialmente fue registrado como víctima estadounidense.

Un futuro interrumpido

Mi tío era brillante. Todos los que lo conocieron recuerdan aún hoy su inteligencia. Mi mamá siempre cuenta que, cuando se iba de vacaciones, llevaba libros de matemáticas para divertirse. La matemática fue la pasión de su vida. Además hablaba francés, inglés, alemán y algo de hebreo. Cuando era chica, encontré en la casa de mi abuelo unos viejos juguetes tipo mecano y unas radios antiguas. Me dijeron que eran de Guillermo. En una casa donde casi no se guardaban recuerdos, esos objetos se conservaban, creo que en parte por orgullo.

La historia que mejor resume su carácter es que, cuando tuvo que hacer el servicio militar en City Bell, a principios de los ’80, el capitán del regimiento lo nombró su secretario privado, impresionado por lo preparado e inteligente que era. Esta anécdota siempre fue graciosa en la familia, sobre cómo mi abuelo se preocupaba por su hijo tímido y judío en el servicio militar, para que al final él volviera habiéndose ganado el respeto del capitán.

Guillermo con su hermana Mariana, la mamá de la autora.

Una herida desgarró la vida de mi tío desde chico: la muerte de su mamá, mi abuela, cuando él tenía seis años. Fue una muerte que incluso los médicos no pudieron explicar bien. Ahora, como médica, puedo entender que mi abuela murió de algo llamado síndrome HELLP, una complicación en el embarazo. Mi tío y mi mamá vieron a su mamá entrar al hospital para dar a luz a su hermanita, y nunca más la volvieron a ver. No puedo evitar ver una especie de simetría, casi una burla del destino, en que la muerte que tanto lo marcó fuera tan parecida a la suya: una tragedia en un momento de promesas, impredecible e inexplicable, cuando parecía que las cosas buenas estaban por llegar.

Mi abuela Hilda Garfunkel era de una familia de judíos inmigrantes que había llegado a Argentina dos generaciones atrás, huyendo de la pobreza y el antisemitismo en Polonia. Otro punto de simetría con la historia de mi tío: emigrar, buscar una mejor vida al otro lado del mundo. Mi abuelo se volvió a casar y tuvo otros dos hijos. Mi tío Guillermo amaba a sus hermanos con todo su corazón, pero su relación con mi mamá fue más estrecha: compartían no sólo la tragedia, sino también un fanatismo por los Beatles. Guillermo le cantaba y le traducía las canciones a mi mamá.

No puedo evitar ver una simetría, una burla del destino, en que la muerte que tanto lo marcó fuera tan parecida a la suya: una tragedia en un momento de promesas.

Siguiendo su amor por la matemática, Guillermo se graduó con honores en ingeniería en sistemas. Si hoy en día a veces cuesta entender lo que abarca esa carrera, no puedo imaginar lo que debió ser en los ‘80. Mientras estudiaba, conoció al otro amor de su vida: Mabel, una joven tímida y judía de Barrio Norte, cuya familia había emigrado recientemente a Estados Unidos. Guillermo y Mabel no tenían la intención de irse, pero las oportunidades laborales en su campo abundaban en los Estados Unidos de los ’90. Decidieron probar a ver qué pasaba.

El día de la noticia

Crecí sabiendo que mi tío había muerto en los ataques del 11-S. Es casi como si ese conocimiento hubiera estado siempre ahí. Nunca lo conocí en persona, y apenas recuerdo su voz en el teléfono. Era cálida, con un acento porteño inconfundible. Unas palabras cariñosas, preguntas sobre mis regalos, mis amigos del jardín, qué película había visto en el cine.

Yo tenía siete años cuando cayeron las Torres Gemelas. Ese día disfrutaba del feriado, y una tía paterna llegaba, curiosamente, desde Nueva York a Buenos Aires. Recuerdo a mi papá gritando frente al televisor, pidiéndome que me callara. Recuerdo explicarle a mi tía lo que acababa de pasar. El sonido de la radio en el auto camino a Ezeiza, los periodistas desesperados. ¿Quién no recuerda dónde estaba ese día?

Mi mamá se enteró un día después, por teléfono, de que esa imagen tan lejana la involucraba de la manera más dolorosa. Recuerdo las lágrimas, los llantos y la risa nerviosa que intentaba negar lo sucedido. Las llamadas frenéticas entre la familia, la desesperación. Verlo todo, desde mis siete años, por el ojo de la cerradura. Mi papá tratando de explicarnos. Mi mamá sin palabras. Aún hoy sigue buscándolas.

La familia quedó rota. Las fiestas nunca volvieron a ser fiestas. Las mesas nunca volvieron a estar llenas. Nunca más se llenaron todas las copas. Aquellos juguetes que había encontrado desaparecieron. Mi abuelo nunca volvió a ser el mismo. Mi mamá tuvo que sumar otra tragedia a su vida: primero su madre, luego su hermano.

Todas las religiones tienen un proceso para el duelo. En el judaísmo hay diferentes etapas en el luto, pero todas giran alrededor del entierro. ¿Qué pasa cuando no hay entierro?

Todas las religiones tienen un proceso para el duelo. En el judaísmo hay diferentes etapas que guían el luto, pero todas giran alrededor del entierro. Ahora bien, ¿qué pasa cuando no hay entierro, cuando no hay cuerpo ni tumba donde dejar piedras?

Nunca me ha gustado contar esta historia, me incomoda. Me angustia no encontrar las palabras adecuadas, y suelo tratar de hacer bromas para aligerar el momento. Siento que a la gente también le incomoda escucharlo. El hecho de que sólo cinco argentinos fueran víctimas me obsesiona. Parece que eso nos hace más fáciles de recordar, pero también más vulnerables. He vivido situaciones curiosas: dos amigas, que no sabían que me conocían a mí en común, descubrieron su conexión cuando una mencionó que conocía a alguien con un tío que murió en las torres: “¿Conocés a Catalina?”

Salí con un chico que, en nuestra primera cita, me contó que también era familiar de una de las víctimas. Quedé paralizada ante lo improbable. Mi mamá vivió algo similar en un curso, al enterarse de que uno de sus compañeros también era hermano de una víctima. A veces siento que la vida nos va acercando, en una red casi imposible, a los familiares que compartimos esta historia. Esos números específicos nos convierten en una marca: algo que nos hace más visibles y a la vez más frágiles.

Un experiencia intensa

Una de las experiencias más fuertes que viví fue la visita al museo del 9/11, en Ground Zero. Como familiar de una víctima, me dejaron pasar a una sala reservada para nosotros, un pequeño templo de memoria. Ahí todo se volvió real: las paredes estaban cubiertas de fotos y mensajes dejados por otros familiares, desde cartas de hijos a padres, hasta juguetes de algunos de los ocho chicos que murieron ese día. Todavía sueño con esa sala, todo el dolor del mundo atrapado en sus paredes.

Mi mamá se sintió muy cuidada las veces que fuimos. No sólo te conducen a la sala, sino que te ofrecen agua, pañuelos, e incluso un abrazo. Recordarlo me emociona, pero estar paradas frente al nombre de mi tío en la inmensidad de nombres grabados en el mármol, nos hizo llorar tanto que un policía gigante corrió hacia nosotras y, sin decir nada, nos abrazó.

Mi tío dejó dos hijos en Estados Unidos, mis primos Eric y Brian. Decía que tener hijos había sanado una parte de sí mismo en cuanto a su historia familiar, y siento que en parte sanó la mía también. No pude conocer a mi tío en persona, pero sí a mis primos. Pude abrazarlos, escuchar sus voces y compartir historias. Fui testigo de sus logros: Eric, amante de las matemáticas como su padre, se convirtió en contador; Brian, inclinado hacia las ciencias, es odontólogo. Compartimos comidas, risas, y yo les conté sobre Argentina. Ellos me describieron cómo era mi tío: cómo olía, cómo era su piel, cómo se le veía el pelo cuando se levantaba, y qué música ponía cuando los iba a buscar al colegio.

La vida siguió para ellos, para todos. La vida fue más que el 11 de septiembre.

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Catalina Fisch Klein

Médica. En sus ratos libres, escribe.

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