En su discurso de asunción en diciembre de 2019 —hace 10.000 años— un Alberto Fernández recién salido del concesionario proponía “superar los muros emocionales” y que “todos seamos capaces de convivir en la diferencia”. Era esencial, agregó, “suturar las heridas abiertas en nuestra patria”, dado que “apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que esas heridas sigan sangrando, actuar de ese modo sería lo mismo que empujarnos al abismo”. Aquel día, el entonces flamante presidente había logrado vender a la sociedad aquello que buena parte de los argentinos demanda más que el asado: la ilusión de un peronismo moderado. El profesor de Derecho de la UBA, hijo de un juez y experimentado justicialista porteño que la sabe lunga, domaría a Cristina Kirchner, pondría coto a las veleidades de La Cámpora y utilizaría ese hard power que en teoría sólo el peronismo asegura poseer para hacer todo lo pendiente y necesario.
Sobra decir que nada de esto sucedió. Estamos en las postrimerías de uno de los peores gobiernos de la historia reciente, durante el cual no se resolvió ningún problema y, en cambio, se multiplicó el drama económico, se liberó la delincuencia, se potenció la violencia narco y el declive social parece no tener piso. El kirchnerismo revuelve la olla del mismo guiso recalentado de confrontación que cocina desde 2008. Todos los días se van argentinos a vivir afuera, cansados de estar siempre empantanados. ¿Y el albertismo? Jamás arrancó, por mucho empeño en mostrar lo contrario que pusiera el conjunto de acólitos del presidente, sostenidamente reducido a la mínima expresión. El círculo que incluye a las personas que bancan hoy a Alberto Fernández se reduce quizás a su propio cinturón.
El discurso antigrieta vuelve a la carga, pero ahora enarbolado por uno de los candidatos a la presidencia por la oposición.
En este contexto, el discurso antigrieta vuelve a la carga, pero ahora enarbolado por uno de los candidatos a la presidencia por la oposición. El lanzamiento de la campaña presidencial de Horacio Rodríguez Larreta hizo foco en el tema de la grieta sintetizando que “Los únicos que se benefician son los que la abrieron, los que la usen son unos estafadores”. Seguidamente, me permito aquí enumerar lo que interpreto que son los errores del discurso antigrieta.
En primer lugar, una obviedad: el discurso antigrieta es también un discurso de grieta. La grieta que propone el discurso antigrieta pretende separar a los buenos que buscan superar las divisiones de los malos que —demasiado ideologizados, demasiado extremistas o demasiado oportunistas— siembran el odio y se aprovechan de él. Llamar estafa a la grieta equivale a tratar de estafadores a quienes, incluso desde el propio JxC, no creen que la grieta sea el problema. Es cuanto menos curioso que se pretenda generar consensos mayoritarios partiendo de acusar a los propios de promover una estafa política. Si la grieta fuese una estafa, el antigrietismo no lo sería menos.
Luego, si bien es cierto que las campañas —o la política en general— están algo saturadas de frases hechas, mesianismo y voluntarismo, el discurso antigrieta tampoco reviste mayor sofisticación. Apelar a un consenso mayoritario del 70%, sin explicar con quiénes, ni cómo y, sobre todo, para hacer qué, es un simplismo más. La cansada utopía de un Pacto de la Moncloa criollo que de pronto vuelva armónicos a intereses ferozmente contrapuestos, que vuelva cooperativos a arraigadísimos juegos de suma cero, que administre la desesperante puja distributiva de un bizcochuelo cada vez más chico, que desincentive a grupos de choque y calme a una sociedad harta de estar harta, puede sonar muy bien, pero es mera retórica.
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En tercer lugar, creo que ni el diálogo ni el consenso son valores en sí mismos. Poner al diálogo así, sin más, como valor político, es ubicar el carro por delante del caballo. “Para mí, el consenso parece ser el proceso de abandono de todas las creencias, principios, valores y políticas en busca de algo en lo que nadie cree, pero a lo que nadie se opone”, escribió Margaret Thatcher en Los años de Downing Street. Pero, además, en tanto que el diálogo es un medio para un fin, si el fin es espurio el diálogo no ayuda, sino que perjudica. También las mafias dialogan y los narcos llegan a consensos. O, sin ir tan lejos, en el pasado reciente vivimos un ejemplo de consenso casi hegemónico y nocivo en derredor de la pandemia que tuvo por objeto encerrarnos violando mandatos constitucionales muy claros. La injusta y desproporcionada reacción frente al coronavirus fue un ejemplo muy ilustrativo de cierre de grieta, de consenso político mayoritario. Hace poco llegó a mis manos el libro Una vacuna contra la decadencia, en el que los autores (Osvaldo Giordano, Carlos Seggiaro y Jorge Colina) plantean que el problema argentino ha sido menos la grieta que la existencia de férreos consensos alrededor de malas ideas que generan malas políticas tributarias, previsionales y de funcionamiento del Estado.
En cuarto lugar, el mensaje antigrieta luce, al menos para mí, como el discurso más endogámico que hay en el mercado político actual. Orientado a los dirigentes y no a la gente, que no ubica a la grieta entre los principales problemas del país. A la mayoría de los argentinos, estimo quizás equivocadamente, le importa relativamente poco que los políticos se peleen o se amen. Sospecho que el consenso como significante vacío no articula más demandas que las de la propia dirigencia. Además, cerrar la grieta se parece a una oferta de moratoria que la política se ofrece a sí misma. Sería proclamar que acá no ha habido corruptos, autoritarios, mezquinos, irresponsables o rematados idiotas (muchas veces los más dañinos). Que acá no hubo un kirchnerismo parado en el escenario durante cuatro mandatos, rompiendo todo lo que se podía romper en materia económica, política y social, y con el apoyo de varias bandas soporte. Que acá no hay un sistema corporativista tan enquistado que ya cuesta ver qué es pierna y qué gangrena. Que acá el problema es que la política no dialoga lo suficiente entre sí, que no se pone de acuerdo. Que hace falta más corporativismo, no menos. Un total disparate.
Cerrar la grieta es una oferta de moratoria que la política se ofrece a sí misma.
Continuando, creo que, si se materializase el ideal antigrietista y fuéramos todos para el mismo lado, probablemente sería porque estamos yendo hacia un lado equivocado. El país necesita urgentemente reformas que van a dañar a muchos intereses que incluyen al kirchnerismo, pero que de modo alguno se agotan en él. Y la idea de negociar con todos repartiendo favores y recursos se chocará con que no habrá mucho para repartir. Esto no es Borgen, donde demandas sofisticadas se transaccionan entre gente civilizada. Esto es África, diría el meme. Acá las reformas que hay que hacer son básicas y de supervivencia. Y habrá que hacerlas o morir en el intento. No hay margen. Quien se haga cargo tendrá que pechear al sistema, liderar y explicar. La opinión pública dará una ventana de oportunidad muy corta porque la sociedad la va a pasar mal antes que bien. Para que haya miel, antes habrá que tragar mucha hiel. El próximo ocupante del sillón de Rivadavia tendrá que vencer una resistencia insoportable. La marcha a Quito o los incendios de Santiago de Chile son el tráiler de lo que nos espera si la oposición gana las elecciones. Mal que nos pese habrá que usar tanto la razón como la fuerza legal. Hay una idea arraigada en buena parte de la política de que para mantener el monopolio de la fuerza hay que resignarse a no usarlo. Gobernar se ha vuelto imposible en todo el mundo y nadie parece tener la receta mágica, pero dudo que logre rodar mucho un proyecto político que tenga resquemor de asegurar el cumplimiento de las leyes más básicas. Justamente por esto, creo que es tiempo de valientes. “Siempre el coraje es mejor, la esperanza nunca es vana”, dice Borges y canta Rivero.
Finalmente, en sexto lugar, la grieta presupone dos bandos igualmente monstruosos. Confunde al que armó la bomba económica con el que no pudo desactivarla a tiempo. Al golpeador con el golpeado. Esto luce insultante para la base electoral de Juntos por el Cambio y para la gente “inmoderada” que se movilizó para darle sobrevida a la oposición luego de la derrota de 2019. Gracias a esa gente que no quiso cerrar la grieta hoy hay una oposición fuerte y competitiva que pudo resistir a varias intentonas de expansión kirchnerista. De la paciencia y ánimo de esa gente dependerá en gran medida que el próximo gobierno tenga una chance.
Un cambio de clima
El sentido común, ese “agregado desordenado de concepciones filosóficas” según Gramsci, hoy parece haber compensado un poco al barco que estaba demasiado escorado a babor. Weber decía que los intereses y los hechos son los que empujan los trenes de la historia pero las “imágenes del mundo producidas por las ideas” son las que operan como cambios en los cruces y hacen que el convoy vaya finalmente para un lado o para el otro. En su imperdible Políticamente Indeseable, Cayetana Álvarez de Toledo apunta que “la moderación ha dejado de ser una virtud política para convertirse en un defecto. Es el atributo que la izquierda y los nacionalistas te conceden cuando te portas bien. Es decir, cuando haces lo que a ellos les conviene. Una forma de sumisión”. En la actualidad, buena parte de la sociedad y de la dirigencia empuja el tren para el lugar correcto y se ha vuelto inmoderada contra algunas vacas sagradas del kirchnerismo y de la patria corporativa. No sabemos con cuánta intensidad ni cuán duradero será el fenómeno, pero hoy es un activo inestimable. Cerrar la grieta sería retroceder lo avanzado.
Para cerrar (el texto, no la grieta) quiero centrarme en las palabras de Ricardo López Murphy, un lujo de diputado que durante años fue cancelado por muchos de los que hoy claman cerrar la grieta. En un tuit que generó mucha polémica, el diputado dijo que nos encontrábamos en una pelea entre ellos y nosotros. Es muy interesante el contenido que luego dio a ambos universos. El “nosotros”, escribió López Murphy en el texto adjunto al tuit, está conformado “por todos aquellos que, sin importar su afiliación partidaria u orientación política, creen que la Constitución Nacional se respeta y dentro de su contorno se deben dar todos los debates políticos”, mientras que el “ellos” incluye a “quienes se creen legitimados por una razón superior a las leyes y que están dispuestos a cargar contra las normas y las fuerzas del orden público”. Y agrega: “Ellos son los diputados que juegan a revolucionarios cargando contra la policía, los patoteros gremiales que bloquean empresas, los sindicalistas que tienen secuestrada a la educación, los militantes que hacen política arrebujados en empresas públicas, los títeres de Cristina que se disfrazan de moderados, los ministros que nos mienten orwellianamente y el presidente, cuya impericia y patetismo nos complica domésticamente y avergüenza internacionalmente”.
Entre ellos y nosotros, bienvenido sea que haya una grieta.
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