Goya creía que España también podía expresarse con los delicados matices de un pastel de Watteau y entonces pintaba escenas felices en la pradera con tonalidades rosas, azules y verdes. Los juegos en el columpio y las fiestas campestres eran las formas que la Ilustración adoptaba, pero este leve sueño afrancesado estaba ahogado por una España atroz que Goya plasmó en aguafuertes llenos de ajusticiados, brujas, monstruos, toros alanceados, caballos destripados. Las dos fuentes de inspiración se sucedían en el ánimo del artista. Según se sucedían los propios avatares o la política de su tiempo, Goya pintaba una duquesa desnuda con carne de nácar o un ahorcado, cartones para tapices con escenas galantes o el garrote vil, un asno con levita y los capirotes de la Inquisición. Ambos mundos convivían en lienzos separados, aunque, sin duda, la España atroz tenía las raíces mucho más profundas. Cuando Goya se fue a vivir a la Quinta del Sordo, hacia 1819, era un viejo lleno de cólera y sabiduría. Durante los cuatro años de misantropía que estuvo allí enclaustrado luchando contra sus demonios se dedicó a cubrir 32 metros cuadrados de pared con 14 producciones al óleo que constituyen sus pinturas negras. Son visiones corrosivas, pesadillas esquizofrénicas, riñas a garrotazos, aquelarres presididos por un Neptuno que devora a su hijo. Pero los expertos saben que debajo de esas pinturas negras, Goya en algunos días felices había pintado majas y bocetos de dulces vendimias con colores pastel. Puede entenderse como una metáfora de la España de siempre. Debajo de la basura actual, de la corrupción política y de la caverna también existe una España limpia y moral que sustenta todavía un sueño ilustrado. Si los restauradores limpiaran las pinturas negras de Goya aparecería un delicado bodegón de frutas dentro de la cabeza de un ahorcado. Si hoy se raspara toda la suciedad que se ha instalado en nuestra política, saldría a la luz intacto aquel sueño de ética y libertad que un día nos había ilusionado.
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