MARISA LICATA
Domingo

Globalistas vs. patriotas

Los líderes de Occidente han quedado enfrentados en dos bandos cada vez más nítidos. ¿En cuál ponemos a Milei? La respuesta es menos clara de lo que parece.

En septiembre de 2019, en su último discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas, Donald Trump explicó con claridad y serenidad infrecuentes cómo veía la política global. “Si querés libertad, sentite orgulloso de tu país”, dijo, “si querés democracia, aferrate a tu soberanía y si querés la paz, amá a tu país”. Habló de un futuro con países “independientes y soberanos”, “especiales y únicos”, menos vigilados por organizaciones como la ONU y centrados en proteger los sueños y las aspiraciones de sus ciudadanos. Dividió a los líderes del mundo entre globalistas y patriotas y dijo que el futuro ya no les pertenece a los globalistas: “El futuro pertenece a los patriotas”. 

Me pareció importante rescatar esto porque desde hace tiempo siento que “globalistas contra patriotas” es un clivaje que explica mejor el escenario político de Occidente que “democracia contra extrema derecha”, el preferido por la mayoría de los analistas, la prensa y la política tradicional. El nuevo eje no reemplaza al histórico izquierda-derecha (200 años de éxitos), pero sí lo complementa y, en algunos rincones, ilumina mejor. ¿Qué diferencia a globalistas como Macron y Biden de patriotas como Le Pen y Putin? Va un intento, lleno de generalizaciones y simplificaciones, pero para hacer una idea. Los globalistas, para empezar, tanto de centro-izquierda como de centro-derecha, creen en fortalecer las burocracias internacionales, como la ONU, la Unión Europea y la Organización Mundial del Comercio, mientras que los patriotas, tanto de izquierda como de derecha, quieren debilitarlas. Los globalizadores tienden a ser cosmopolitas, liberales en lo social y seculares. Los patriotas, a ser nacionalistas, conservadores y religiosos. Los globalistas creen en los expertos, la racionalidad y las credenciales académicas; los patriotas desconfían de ellas. A los globalistas les gusta la diversidad y el multiculturalismo; a los patriotas, preservar la identidad y las tradiciones de sus países. Los globalistas creen que la inmigración no es un problema; los patriotas, que es un problema central. Los globalistas defienden la democracia liberal y apoyan a Ucrania frente a la invasión de Putin; los patriotas llaman a su modelo “democracia popular” y sienten simpatía por (o tienen lazos con) Putin, cardenal de los patriotas. Los globalizadores creen que la principal amenaza a la democracia es “la extrema derecha”; los patriotas creen que la principal amenaza es la burocracia tecnocrática que sólo se sirve a sí misma e impone a la mayoría agendas extrañas, como la ideología de género. Los globalistas buscan un mundo sin fronteras; a los patriotas les gustan las fronteras y creen que la soberanía nacional es algo muy importante. Los ídolos de los globalistas son Obama y Macron; los de los patriotas, Trump y Putin.

Los ídolos de los globalistas son Obama y Macron; los de los patriotas, Trump y Putin.

Dos noticias recientes le dan más nitidez a este marco. Por un lado, la semana pasada, partidos nacionalistas de 12 países se unieron en el Parlamento Europeo para formar un bloque de 84 legisladores al que le pusieron el nombre de Patriotas por Europa. Ahí están los españoles de Vox, los franceses de Agrupación Nacional, los húngaros de Fidesz y los italianos de la Lega, entre otros. En su manifiesto fundacional, dicen que Europa está amenazada por instituciones desconocidas, fuerzas globalistas, burócratas no electos, lobbies y grupos de interés “que desprecian la voz de la mayoría y de las democracias populares”. Y que buscan una Europa “de naciones fuertes, orgullosas e independientes”.

Por el otro, la elección de J.D. Vance como compañero de fórmula de Trump confirma el giro del Partido Republicano hacia el “conservadurismo nacional”, la nueva doctrina de un partido que hasta no mucho creía en el libre mercado, la austeridad fiscal y una política exterior halcona y ahora cree en el proteccionismo, no le molestan los déficits y busca una política exterior centrada en el interés nacional. Vance es Trump con marco teórico: articula mucho mejor estas ideas que su compañero de fórmula. Y su giro ideológico de los últimos años, por el que ha sido ridiculizado –pasó de anti-trumpista fanático a trumpista fanático y de conservador liberal pro-establishment a conservador nacionalista anti-establishment–, refleja también los cambios en el Partido Republicano, que ahora está mejor alineado que hace una semana con sus primos patriotas europeos.

Hoy la energía y la imaginación política parecen estar del lado de los patriotas, que expresan un hartazgo y dan voz a sectores abandonados por los globalistas, como los trabajadores blancos sin educación universitaria. Tanto en Estados Unidos como en Europa los globalistas les venían diciendo a estas personas que si les molestaba la inmigración eran unos fascistas. Lo mismo con la creciente islamización, sobre todo en Europa, o con la catástrofe inminente del cambio climático: quien dudara de estas cosas era corrido automáticamente de la conversación respetable. Con la pandemia y la cuarentena, esta situación llegó al paroxismo: élites protegidas en decenas de países forzaron a trabajadores sin representación a encerrarse y perder ingresos durante meses. Es posible que haya sido el catalizador que faltaba: aparecieron dirigentes que tomaron estos temas y, sin intentar volverse respetables ni parte del establishment, canalizaron la bronca creciente contra las élites globalizadas, que se quedaron sin discurso ni mística. A pesar de que la economía global anda más o menos bien y el bienestar material sigue aumentando (aunque más despacio) en los países ricos, al globalismo sólo le ha quedado el recurso de defender el statu quo y alertar contra la “ultraderecha”, pero sin una visión de futuro. ¿Cuántas décadas más podíamos seguir en piloto automático? Parece que estoy siendo duro con los globalistas, pero es porque me sigo considerando uno de ellos.

Dónde ponemos a Milei

En este nuevo panorama, entonces, esta creciente nitidez entre globalistas y patriotas, sin casi posiciones intermedias posibles, ¿dónde queda parado el gobierno de Javier Milei? Vengo acá a decir que la respuesta es menos clara de lo que parece. Y que la dirigente del Gobierno que mejor calza en el modelo patriota no es Milei, sino Victoria Villarruel.

En los dos años desde su irrupción política, lo más habitual ha sido colocar a Milei, con bastante lógica, en el bando de los patriotas, porque su ascenso también canalizó una bronca profunda y porque sus amigos internacionales han sido casi todos patriotas. Milei viajó este año a convenciones políticas nacional-conservadoras en América y Europa, donde fue la estrella del festival patriota de Madrid, en mayo. Milei es amigo de Bolsonaro, patriota sudamericano, tiene una gran relación con Trump y se la pasa a los abrazos con Santiago Abascal, patriota español. Además, en sus discursos ha criticado a las élites progresistas, nada menos que en Davos, el Lollapalooza del globalismo, y comparte con los patriotas un posicionamiento anti-establishment que en su caso es bastante genuino. Además, es opositor al aborto y crítico del activismo feminista, como la mayoría de los patriotas. Y, como la mayoría de ellos (la excepción es Trump), se armó su propio partido y rechazó los partidos tradicionales. ¿Cómo no lo vamos a poner del lado de los patriotas?

Y, sin embargo, creo que a Milei la camiseta patriota no le queda del todo cómoda, por varias razones. Para empezar, ha mostrado un apoyo total a Vladimir Zelensky, a quien se refiere como “mi amigo”, en la guerra contra Putin. Esto debe haber incomodado a Marine Le Pen, reina de los patriotas franceses, quien ya dijo que tiene “grandes diferencias” con Milei. La líder europea favorita del presidente argentino es la italiana Giorgia Meloni, también anti-putinista, a quien es cada vez más forzado calificar como “extrema” o “ultra”. A Milei es difícil encontrarle retórica nacionalista (en un país donde casi todos los políticos la usan) y no tiene un discurso contra la inmigración (en un país donde casi nadie lo tiene). Se sigue definiendo como un liberal libertario, cuando para los patriotas liberalismo es sinónimo de globalismo. Y cuando tuvo que elegir entre anotar a la Argentina en la OCDE (globalistas) o en los BRICS (patriotas y afines), eligió a la OCDE.

Cuando Milei tuvo que elegir entre anotar a la Argentina en la OCDE (globalistas) o en los BRICS (patriotas y otros), eligió a la OCDE.

Lo más importante de todas maneras son las diferencias en cuestiones económicas. En sus discursos internacionales Milei repite embelesado la historia del éxito del capitalismo en estos 200 años para multiplicar la riqueza de la humanidad: “El mundo de hoy es más libre, más rico, más pacífico y más próspero que en cualquier otro momento de nuestra historia”, dijo en enero en Davos. Su objetivo es brindar “prosperidad”, porque el capitalismo “es la única herramienta que tenemos para terminar con el hambre, la pobreza y la indigencia, a lo largo y a lo ancho de todo el planeta”. Todo esto puede ser verdadero o falso (yo creo que es bastante verdadero), pero no tiene casi nada que ver con el discurso de los patriotas, que hablan poco sobre economía y, cuando lo hacen, murmuran cosas sobre proteccionismo, subsidios y regulaciones. Milei, en cambio, está tan en contra de regular a las grandes empresas que no le parece mal que, si derrotan a sus competidoras, se conviertan en monopólicas.

Jamás ha salido de la boca de Milei una crítica a la globalización. Es cierto que tampoco es un promotor activo del comercio internacional, a pesar de que su gobierno, gracias a una de sus áreas más reformistas (la secretaría de Comercio), todas las semanas quita trabas para importar y exportar. Cuando Milei habla de la decadencia de Occidente, se refiere a las últimas décadas: su paraíso perdido son los ‘80, Ronald Reagan y Margaret Thatcher, dos personajes perfectamente ausentes del panteón patriota. El presidente es un abanderado de la austeridad macro, al punto de que transformó el equilibrio fiscal en la piedra angular de su programa económico y atribuye nuestros “cien años de decadencia” al déficit de las cuentas públicas. Ni Le Pen, ni Putin, ni Trump (campeón mundial de los déficits) son abanderados de la austeridad fiscal o de la reducción del Estado a su mínima expresión. Más bien al contrario.

Por eso el sueño de Milei no es crear un nuevo modelo económico sino transformar a la Argentina en uno de los países “libres” que ya disfrutan la prosperidad que brinda el capitalismo de libre mercado. Para eso no hay que inventar nada sino imitar a otros, o por lo menos a lo que eran antes de caer en las garras del “socialismo” o el “colectivismo”. El uso de estas dos palabras también revela que para Milei la discusión sigue estando en los ejes capitalismo-socialismo o izquierda-derecha, dos clivajes del siglo XX, y que no le sale natural el eje globalismo-patriotismo. Comparte con los patriotas el diagnóstico y los enemigos (la culpa es de las élites burocráticas progresistas), pero su receta es la de los viejos globalistas. El Consenso de Washington lee los diez puntos del Pacto de Mayo y les pone like a todos.

La receta de Milei es la de los viejos globalistas. El Consenso de Washington lee los diez puntos del Pacto de Mayo y les pone like a todos.

Cómo seguirá esto hacia adelante, no lo sé. Supongo que Milei mantendrá sus amistades con los Bolsonaro, los Abascal y, si le da bola, Trump, sobre todo porque comparten enemigos y el presidente siente debilidad por ir hacia donde lo elogian y lo tratan bien. Pero su ADN es libertario, un mundo donde el Estado no hace casi nada y donde la estrella de la sociedad, muy en la línea de Alberdi, es el sector privado, con el empresario como héroe y prócer. Alberdi quería más estatuas de William Wheelwright, pionero de los ferrocarriles, y menos de militares y abogados. A Milei seguramente le parecerá mejor dedicar estatuas a Marcos Galperín o a Elon Musk que a gobernadores, legisladores o sindicalistas. En ninguno de sus discursos se ve la retórica comunitaria, soberanista o tradicionalista de sus coequipers patriotas. Tendría más sentido acusarlo de “cipayo” que de “chauvinista”.

A quien sí le queda cómoda la casaca patriota es a Victoria Villarruel, que comparte más profundamente con sus colegas europeos la sensibilidad nacionalista, los símbolos tradicionales y la apelación al orgullo nacional. Su tuit del miércoles sobre Enzo Fernández, una exagerada diatriba soberanista, es el ejemplo más reciente de esto. Villarruel participa poco de la épica del ajuste y la desregulación que tanto excitan al presidente. Su batalla es otra, más cultural, más conservadora, menos desreguladora: más comunidad organizada, por decirlo en términos peronistas. Milei es rompedor, se entusiasma con un futuro solucionado con la tecnología; Villarruel es rompedora, pero hacia atrás, para ella antes de ir hacia el futuro hay que reescribir el pasado. Ambos encarnan las dos vertientes principales de la coalición de gobierno, la libertaria y la nacionalista, que hasta ahora vienen conviviendo razonablemente. Quizás en algún momento otros desafíos las pongan en tensión.

Con esto, por supuesto, no estoy sugiriendo que Milei es un globalista: así como en sus discursos se emociona con el capitalismo, rara vez habla de democracia o instituciones, y su manera de relacionarse con la oposición y la prensa lo acercan a los modos autoritarios de varios patriotas en cargos ejecutivos. Pero sí digo que no es un patriota clásico, sino, por decir algo, un cordero neoliberal con piel de populista.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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