La primavera democrática y alfonsinista me agarró en plena adolescencia y en un pueblo todo rodeado de campo y chacareros. Cero intelectualidad, en una casa sin libros, una casa radical típica de pueblo. En Santa Isabel sos hincha de Belgrano o de Juventud, sos radical o peronista. Si sos de Belgrano sos antiverde (la camiseta de Juventud es como la de Ferro) y si sos radical sos antiperonista.
Para cuando entré a la universidad, en 1988, la primavera ya había pasado. La carrera de Comunicación giraba entre un marxismo para principiantes y la teoría de la dependencia, el cine de Fernando Birri y los ilustrativos consejos para leer bien al Pato Donald. En mi facultad, los peronistas se preparaban para votar a Menem y querían cambiar la ley de radiodifusión; los radicales corrían a Alfonsín por izquierda y leían la “Contradicción fundamental“. En eso llegó a mis manos Montoneros, la soberbia armada publicado en 1984 por Pablo Giussani. Me lo prestó un amigo y el momento fue luminoso.
Para entonces había pasado por gran parte de los libros periodísticos que circulaban por esos años y había leído con horror los relatos y testimonios de las víctimas del terrorismo de Estado entre 1976 y 1983. Empecé a armar mi biblioteca con Todos somos subversivos (1983) de Carlos Gabetta; La última (1985) de Enrique Vázquez; y Crónicas del apocalipsis (1986), de Martín Granovsky y Sergio Ciancaglini. Pero lo de Giussani fue otra cosa. Ahí estaba de frente y sin complejos lo que decía el prólogo del Nunca más, aquel que empezaba: “Durante la década del ’70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países”.
Ahí estaba el espíritu de la política alfonsinista en derechos humanos, cuyo máximo emblema fueron los juicios a las juntas militares y a las cúpulas guerrilleras.
Sin hacerse explícito, en Montoneros, la soberbia armada estaba el espíritu de la política alfonsinista en derechos humanos, cuyo máximo emblema fueron los decretos de juzgamiento a las juntas militares y a las cúpulas guerrilleras. En 2006, para dejar en claro cuánto hemos retrocedido, el Gobierno nacional con Néstor Kirchner a la cabeza reescribió –literalmente– parte de la historia con un nuevo prólogo para el Nunca más: “Nuestro país está viviendo un momento histórico en el ámbito de los derechos humanos, treinta años después del golpe de Estado que instauró la más sangrienta dictadura militar de nuestra historia. Esta circunstancia excepcional es el resultado de la confluencia entre la decisión política del Gobierno nacional que ha hecho de los derechos humanos el pilar fundamental de las políticas públicas y las inclaudicables exigencias de verdad, justicia y memoria mantenidas por nuestro pueblo a lo largo de las últimas tres décadas”. Lo que en los ’80 comenzó a conocerse como Teoría de los dos demonios terminó de demonizarse por escrito.
Un libro urgente
El libro marcó una diferencia porque se metió de lleno con un tema tabú: la violencia armada que precedió al golpe y su organización más emblemática, Montoneros. Pablo Giussani es considerado una figura clave en la construcción del ideario alfonsinista. Se dedicó toda su vida al periodismo: dirigió la revista Che en 1960 y 1961, donde escribían Julia Constenla, Rodolfo Walsh, Ismael Viñas, Hugo Gambini y Francisco Urondo, entre otros. Y recorrió otras redacciones: era un intelectual de izquierda de aquellos años, en 1973 Urondo lo convocó a trabajar en Noticias, el diario de Montoneros, donde compartió espacio con Miguel Bonasso, Juan Gelman, Horacio Verbitsky, Sylvina Walger, Martín Caparrós, Carlos Ulanovsky, Leopoldo Moreau. En octubre de 1976 se fue del país, en el exilio siguió ejerciendo el periodismo, conoció a Alfonsín en Roma y, después de su triunfo, volvió a Buenos Aires.
Un libro urgente, parecía necesario para una democracia que no se pensaba en transición sino en plenitud.
Su pasado filo-montonero había quedado lejos. En 1984 se unió a un grupo de intelectuales que se reunía en un local de la calle Esmeralda, una usina de interpretación social que también elaboraba ideas para el discurso presidencial al modo de los speechwriters americanos de Roosevelt y los grupos que colaboraban con Mitterrand en Francia. Ese mismo año publicó Montoneros, la soberbia armada, el primer libro que puso en debate a la guerrilla, una crítica que alcanzaba a toda una generación, incluso al propio autor. Fue un libro urgente, parecía necesario para una democracia que no se pensaba en transición sino en plenitud.
Alfonsín lo había prometido en campaña: la CONADEP estaba en marcha, había investigación y habría juicios civiles sin injerencia del Poder Ejecutivo. En el terreno político, el mensaje era claro: la historia reciente debía debatirse, era el único modo de avanzar. Sin embargo la Argentina no es un país fácil, mucho menos previsible. Y acá estamos, 40 años después, sin debate, envueltos en consignas vacías y dando vueltas sobre lo mismo. Sólo que sabemos que siempre lo mismo, con el paso del tiempo, no es igual sino peor.
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Se supone que hace 40 años hubo un consenso democrático y fue en ese contexto en el que salió el libro de Giussani. Mostró a Montoneros como eran: hijos de la clase media católica y acomodada empeñados en escandalizar a la tía Eduviges, santones con ametralladoras y bombas de fraccionamiento, narcisistas enamorados del sonido de su propia voz replicada en proclamas y juicios sumarios, armadores de su imaginería heroica, fanáticos del saludo militar, el taconeo militar, la ropa militar, los rangos militares. Mesiánicos, paternalistas, teólogos de la violencia. A lo largo de 246 páginas las caracterizaciones son muchas, estas son sólo algunas.
Giussani cuenta una escena que estuvo en el origen de sus meditaciones sobre Montoneros. Mayo de 1973: con Cámpora en el poder, Montoneros y las FAR colman las calles con despliegue cinematográfico. Un periodista inglés busca ayuda en su colega argentino: “A ver si entiendo bien”, le dice. “En el espectro político interno del peronismo, Perón vendría a ser el centro. Luego está la extrema derecha fascista representada por los Montoneros, las FAR y la Juventud Peronista…” Giussani lo interrumpe, le dice que son de izquierda, son la “Tendencia” leninista de un movimiento complejo. El inglés no alcanza a entender: ¿cómo que los Montoneros no son fascistas? Esa imagen callejera él ya la ha visto en las adunati fascistas en la Italia de Mussolini. Veía el desfile, las proclamas, los cantos autolaudatorios. Giussani, en cambio, creía conocer a Montoneros por lo que decían de sí mismos, por sus documentos y definiciones.
El Giussani del 1984 reconoce haber caído bajo el dominio del discurso sobre la evidencia y dice que fue la distancia la que le permitió ver lo obvio: aquella celebración de la propia capacidad de matar era fascismo.
Duro, duro, duro, aquí están los Montoneros que mataron a Aramburu.
Oy, oy, oy, qué contento estoy, aquí están los Montoneros que mataron a Mor Roig.
Con el cráneo de Aramburu vamo’ a hacer un cenicero para que apaguen sus puchos los comandos montoneros.
Los montoneros no usaban la violencia: hacían culto a la muerte.
Los relatos
Escribo esto el jueves pasado y veo imágenes de un grupo de personas en Entre Ríos y San Juan de la ciudad de Buenos Aires conmemorando el Día del Montonero. Hay videos con cantitos y un señor pelado con bigote blanco arengando tímidamente al grupo con un megáfono. Los cantos en 2023 son más lavados que aquellos de los ’70, también el discurso que apela a un nuevo tipo de lucha: tenemos que hablar con uno y con otro, convencer. Leo una crónica en la web: “En tiempos de negacionismo y de intentar cambiar el verdadero relato de la historia contemporánea argentina por parte de la derecha, varias organizaciones populares recordaron, como todos los años, cuando el 7 de septiembre de 1970, un grupo policial asesinaba en la localidad bonaerense de William C. Morris a los militantes montoneros Abal Medina y Ramus”.
En otro momento habrá que hablar del uso y abuso del término negacionismo, coartada eficaz para referirse a todo pensamiento contrario al propio.
En otro momento habrá que hablar del uso y abuso del término negacionismo, coartada eficaz para referirse a todo pensamiento contrario al propio, pero lo significativo de este párrafo está en la naturalización con la que se asume que se ha impuesto un relato sobre la historia argentina: “el verdadero relato”. La locución latina para esto es contradictio in terminis, una contradicción en los términos. Un relato es siempre una versión, la elección de unas palabras por sobre otras, la amplificación de unos detalles, la omisión de ciertos aspectos, una organización temporal, un sentido de causa y consecuencia.
Siguiendo el razonamiento, el libro de Giussani también es un relato, parte del que propuso, sin éxito, el alfonsinismo. El relato del peronismo en el poder fue otro. Con Menem, el silencio, bajo la excusa de la reconciliación nacional (recordemos las palabras de Vaca Narvaja agradeciendo el indulto presidencial y pidiendo por el de los comandantes militares). Desde Kirchner hasta acá, los jóvenes idealistas y la generación diezmada. Ese es un relato que sí prendió.
La generación armada
Giussani desmenuza el funcionamiento de la organización Montoneros. Caracteriza a sus integrantes entre la psicología y la sociología, sigue su derrotero desde su presentación en sociedad con el secuestro y asesinato de Aramburu hasta la vida en el exilio de las cúpulas, pasando por la incómoda comodidad de los despachos en ministerios y secretarías durante los felices días peronistas de los ’70 hasta los múltiples y teatrales pasos a la clandestinidad. Hacia la segunda mitad del libro se mete en reflexiones filosóficas sobre las ideas de derecha e izquierda y sus variantes latinoamericanas y termina historizando al peronismo para hablar de la relación trágica entre Perón y sus seguidores armados. Se cierra el círculo que Giussani abrió al comienzo con un chiste: Mario Firmenich está a punto de ser asesinado por Perón junto a los demás integrantes de la cúpula y le dice a sus compañeros: “¿Qué me dicen de esta táctica genial que se le ocurrió al Viejo?”
El libro está dedicado a Adriana, quien murió una tarde de 1977 despedazada por una bomba que le habían mandado poner en una comisaría y le estalló en las manos. Ese día cumplía 16 años y desde hacía un año era montonera. En el epílogo, Giussani piensa en el final de Adriana y “en la personalidad de quien pudo haberla programado para esta inmolación”. Sabe que hay culpables, busca rostros y encuentra los de una generación: “Toda una generación que pregonó la dialéctica de las ametralladoras”.
En 2005 Hugo Soriani recordó la muerte de la chica en la contratapa de Página/12 y tuvo unas palabras para Giussani: “El periodista Pablo Giussani le dedicó un libro que ella hubiera repudiado, porque los 16 de Adriana eran los de toda una generación que decidió patear el tablero y jugarse a suerte y verdad por convicciones que no alcanzaba sólo con declamarse”.
Giussani advierte: ojo que Montoneros son la punta de un iceberg y Argentina no está inmune si el bloque de hielo no es expuesto completo y no queda a la vista.
El libro termina con el comienzo de la primavera democrática. El autor confía en el porvenir de la Historia: “Los Montoneros, afortunadamente, han quedado atrás en la historia argentina, en la conciencia de los argentinos, y acaso parezca superfluo o anacrónico a esta altura un intento de estimular aversiones contra ellos. Condenar a los Montoneros ya es en el país moneda corriente, casi una moda, por cierto más saludable que la moda precedente de ensalzarlos”.
Quedan aún dos párrafos que Giussani se guarda para una advertencia: ojo que Montoneros son la punta de un iceberg y Argentina no está inmune si el bloque de hielo no es expuesto completo y no queda a la vista. En las primeras páginas ya había hablado de dos modos contrapuestos de enfrentar la realidad. La del hombre racional y la del hombre primitivo. El racional se atiene objetivamente a los hechos, cifra los cambios del mundo exterior en relaciones de causalidad, confía en la ciencia y en los datos. La mentalidad primitiva descansa en la magia, detrás de las cosas perceptibles sólo ve enigma o hechicería. Este último modo de entrar en trato con el mundo tiene implicaciones importantes. La primera es la imposibilidad de aprender con la experiencia y la segunda es la necesidad de delegar en otros la facultad cognoscitiva: un dios, un santo, un mago, un líder.
Y acá estamos otra vez, con el iceberg a metros, a semanas de esquivarlo o estrellarnos, tal vez, definitivamente.
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