LEO ACHILLI
Domingo

Identidades sagradas

En 'Generación ofendida', Caroline Fourest denuncia las políticas identitarias, pero, atrapada en su propia identidad de izquierda, no puede evitar acusarlas de hacerle el juego a la derecha.

Es difícil elegir en qué página de Generación ofendida se cuenta la anécdota más ridícula de las tantas protagonizadas por los talibanes culturales a los que Caroline Fourest les dedica el libro. Hay una que seguramente no es la más dramática ni la más peligrosa como sí lo son la expulsión de profesores, la censura a las obras de arte y los actos de violencia física que denuncia la autora, pero ilustra el grado de absurdo al que pueden llevar las llamadas “políticas identitarias” que patrullan el pensamiento, las aulas y los espectáculos para eliminar no sólo al que exprese un pensamiento disidente sino al que se permita coincidir desde la piel o la cultura equivocadas. La anécdota en cuestión transcurre en el Oberlin College, una universidad de Ohio, y termina en una rebelión de los estudiantes a partir de un sándwich vietnamita llamado bánh mì. Una estudiante de ese origen descubre que el que le ofrecen en el comedor no responde al que ella solía comer en su país y eleva su protesta, acusando a los administradores del restaurante del gravísimo cargo de apropiación cultural. Alarmada, la directora del restaurante retira el plato de la carta y pide disculpas. Es que adaptar un bánh mì a la cultura local y servirlo distinto del original es considerado un delito y todo concluye en un escándalo. Pero resulta que el bánh mì deriva del “pan de miga”, introducido en Vietnam por los franceses en la época colonial, aunque los vietnamitas le ponen ingredientes propios. Es decir que lo que sin duda es producto de la fusión culinaria no puede ser vuelto a fusionar, so pena de que el responsable sea considerado un maldito colonialista.

Es decir que lo que sin duda es producto de la fusión culinaria no puede ser vuelto a fusionar, so pena de que el responsable sea considerado un maldito colonialista.

Hay otra anécdota que se parece a la anterior, pero es todavía más increíble. Aparece en un contexto en el que se prohíbe a los actores blancos hacer de negros o de amerindios, que una mujer hétero haga de transexual e, incluso, que alguien que no proviene de la cultura correspondiente se haga un peinado afro. La cantante Kathy Perry pide perdón públicamente por haberlo hecho y promete reeducarse para la próxima. La actriz Rosana Arquette va más lejos en términos de autodenuncia y tuitea: “Lamento haber nacido blanca y privilegiada. Me da asco. Siento tanta vergüenza”. Pero el delirio sobre las identidades llega a tal punto que no sólo para hacer de enano hay que ser enano, sino ser el tipo de enano que corresponde. Eso es lo que le ocurrió a Peter Dinklage, el actor que interpreta a Tyrion Lannister en Game of Thrones. Dinklage quería filmar la biografía de su amigo Hervé Villechaize, otro actor enano que fue el primero en hacer papeles no humillantes en Hollywood. Pero los protectores de la identidad pusieron el grito en el cielo, ya que Villechaize tenía rasgos filipinos y Dinklage no. La película sólo pudo realizarse cuando la familia de Villechaize declaró que no era filipino sino francés y que lo de su ascendencia filipina era un error en la Wikipedia.

Pero el momento más insólito y también más emotivo del libro es el que describe una visita a la Universidad de Collins, una institución de Ohio que sólo admite alumnas mujeres. Mientras los docentes le dicen en secreto a Fourest que la trajeron para que hable de lo que ellos no se animan para no perder el empleo, en el comedor de la facultad “las mesas se parecían a las de una cárcel. Las lesbianas comían entre ellas. A solas, las alumnas negras me reconocieron que no se atrevían a comentar la cuestión de la homosexualidad. Había alumnas blancas que se negaban a emitir opinión sobre el racismo, salvo para autoflagelarse. Las lesbianas, me contaron en confidencia, vivían aterrorizadas frente a la idea de aterrorizar a las transgéneros. Una de ellas había sido excluida de su dormitorio a pedido de una estudiante trans por haber osado decir que 10 años de edad le parecían temprano para realizar la operación, y que a esa edad uno no sabía si era gay o trans”. La idea general en Collins, igual que en otros lugares condicionados por estas políticas, era que nadie debe molestar al resto y que todos tienen derecho a un espacio safe, al abrigo de opiniones que puedan contrariarlo. Al menos en estos establecimientos en los que los estudiantes pagan 60.000 dólares anuales por la matrícula y, como dice Fourest, siempre tienen razón como clientes.

Francia resiste

Podría seguir transcribiendo las aberraciones en nombre de la protección de la identidad que Fourest relata con una mezcla de indignación y sorna. Pero el libro es mucho más que una recolección de anécdotas: es un manifiesto político que tiene un objetivo y un destinatario. Fourest es periodista, cineasta, militante feminista y expresidente del Centro Gay y Lesbiano de su país. Pero ante todo es francesa. El relato que articula Generación ofendida está orientado a evitar que las costumbres discriminatorias en nombre del antirracismo imperantes en las universidades y los medios culturales americanos se diseminen en Francia y se conviertan en la norma. Fourest empieza diciendo que “Francia resiste bien” y termina citando a dos historiadores, Francis Fukuyama y Mark Lilla, cuando coinciden en que la única salvación para los Estados Unidos, donde la unidad está destruida por culpa de la izquierda moralista e identitaria, es que esta se convierta en una izquierda republicana a la francesa.

Fourest, sin embargo, teme. Teme que su enemigo sea más poderoso de lo que ella misma sostiene en un principio y que la izquierda radicalizada proislámica sea el ariete para que la peste americana termine cooptando las instituciones culturales y educativas europeas. Fourest cita sus propias dificultades y las de otros colegas como conferencistas frente a las patotas que impiden por cualquier medio que usen la palabra los representantes del antirracismo universalista. Por otra parte, afirma que los excesos americanos, los actos de racismo invertido son el resultado de las lecturas hechas del otro lado del océano de la Teoría Francesa (sobre todo de las ideas de Foucault y Bourdieu) que ahora vuelven potenciadas en su virulencia al país de origen y se apoderan, como primer paso, de las cátedras universitarias. “Si no eres bourdieusiano y no tienes apetencia por temas de raza o género, realmente no tienes demasiadas posibilidades de obtener un cargo”, dice un docente joven francés que prefiere hablar desde el anonimato.

Cuando Fourest cita episodios de violencia en el campus, sabe de lo que habla. Ella misma fue redactora de Charlie Hebdo antes de la salvaje carnicería de 2015. Y no se olvida tampoco de recordar el apoyo entusiasta de Michel Foucault al régimen del ayatola Jomeini. La izquierda corre peligro de correrse hacia variantes sin retorno: “A la juventud izquierdista le da lo mismo. Al igual que sus predecesores, quiere vivir sus pulsiones sin pensar en las consecuencias” dice, y la frase resuena en el oído del lector argentino, aún alejado del mundo que la autora describe.

Pero en esa vacilación entre la impotencia frente a ciertas circunstancias y su invocación final a “volver a aprender a defender la igualdad sin dañar las libertades”, Fourest está atrapada en su identificación con la izquierda.

Pero en esa vacilación entre la impotencia que la invade frente a ciertas circunstancias y su invocación final a “respirar, a volver a aprender a defender la igualdad sin dañar las libertades”, Fourest está atrapada en su identificación con la izquierda. Así, repite como un mantra que los disparates de las identity politics le hacen el juego a la derecha, al patriarcado astuto, a los informativos de Fox News, a los partidarios de Donald Trump y de Marine Le Pen. Fourest ataca a quienes quieren prohibir el yoga para no apropiarse de una disciplina hindú y a las lesbianas negras que sólo aceptan juntarse con lesbianas negras, denuncia los negocios académicos que resultan de adjudicarse la representación de los grupos oprimidos pero, como para afirmar la lealtad a su bandera, apoya el #MeToo y, aunque hace una vaga mención a que “el tribunal de la opinión no debe convertirse en la justicia”, no parece tener mucho más que decir de la política de la cancelación o de las condenas al ostracismo sin pruebas.

Fourest advierte que “hasta tanto la izquierda identitaria siga poniendo en ridículo el antirracismo de manera tan liberticida y sectaria, la derecha identitaria ganará las mentes, los corazones, las tripas y luego las elecciones”. No se da cuenta (o no puede porque, en definitiva, la identidad de izquierda es lo último que un intelectual se anima a perder) de que cuando se trata de la libertad de los individuos frente a la tiranía de los regímenes políticos y las presiones sociales no se debe discriminar a quienes se indignan contra la injusticia y la combate en nombre de la identidad (política, en este caso). La batalla contra las políticas de la identidad empieza por casa. De lo contrario, el universalismo se reduce a la defensa de los propios.

GENERACIÓN OFENDIDA
De la policía de la cultura a la policía del pensamiento
Caroline Fourest
Libros del Zorzal, 2021.
160 páginas. $990.

 

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Quintín

Fue fundador de la revista El Amante, director del Bafici y árbitro de fútbol. Publicó La vuelta al cine en 50 días (Paidós, 2019). Vive en San Clemente del Tuyú.

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