BERNARDO ERLICH
Domingo

Izquierda y derecho

En su nuevo libro, Roberto Gargarella defiende una democracia descentralizada y participativa pero apenas menciona una de las mayores fuerzas descentralizadas y participativas: el mercado.

Manifiesto por un Derecho de Izquierda
Roberto Gargarella
Siglo XXI, 2023.
192 páginas, $12.590

Desde hace un tiempo abundan los libros de los cuales se dice que “podrían ser un paper”: 200 páginas gastadas en desarrollar ideas que se podían cubrir en 50. Manifiesto por un Derecho de Izquierda, el último libro del jurista Roberto Gargarella, es, en cambio un texto denso: sus 190 páginas comprimen un montón de temas que podrían ser tratados, cada uno, en un libro aparte. La brevedad se agradece pero tiene costos: quedan múltiples cabos sueltos y varios temas son tratados de manera superficial. Por eso mismo, esta reseña será incompleta. Aunque el libro amerita, por su seriedad y su amplitud, una discusión más extensa, me voy a concentrar en tres puntos que considero clave: su visión procedimentalista del derecho de izquierda —lo más interesante del libro, pero no necesariamente “de izquierda”–, algunas inconsistencias en las políticas propuestas —especialmente respecto al abolicionismo penal y el federalismo–; y la relación entre derecho y economía, por lejos la parte más floja del texto.

Lo más interesante del Manifiesto es la concepción procedimentalista del “derecho de izquierda”, cuyos dos elementos fundamentales, según el autor, son el respeto irrestricto a la autonomía individual y la democracia radical, es decir, la participación activa de los ciudadanos en la formulación, discusión y adopción de las leyes.

Lo primero, que se inserta firmemente dentro de la tradición liberal, excluye a todas las doctrinas que tratan al individuo como un medio para la construcción de una sociedad utópica, como el comunismo, el fascismo o el régimen de los ayatollahs. Lo segundo es más novedoso pero también queda menos claro. Gargarella insiste en que “democracia radical” no significa concentrar el poder en un líder supremo ni gobernar por plebiscito. Ni mucho menos consiste en delegar la interpretación de la ley en personas “especialmente calificadas” (abogados, jueces) o aumentar el rol de las legislaturas electas. Más bien, se trata de que el ciudadano de a pie juegue un rol activo en la elaboración y adjudicación de las leyes, que perciba que son sus leyes porque él (o alguien como él) participó en su elaboración. Al final del día, el derecho consiste en las normas que regulan la coexistencia común; por ende, su redacción e interpretación debe estar a cargo de todos, no de un consejo de sabios o iluminados.

Dado que se trata de una concepción puramente procedimental, es posible que las normas que estas sociedades adopten no sean, a pesar del título del libro, particularmente izquierdistas.

Esto, sin embargo, tampoco significa millones de personas deliberando en la plaza pública. Gargarella piensa más bien en instituciones como el juicio por jurados o la asamblea constituyente irlandesa de 2012-14, dos tercios de cuyos miembros fueron elegidos al azar. También elogia a aquellos procesos de legislaturas electas que van acompañados de amplia discusión pública y donde la ciudadanía se involucra activamente, como en el caso del aborto en Argentina en 2018. De hecho, Gargarella defiende menos instituciones concretas que la idea de procesos, donde la ciudadanía se involucra activamente en la discusión y elaboración legal.

Dado que se trata de una concepción puramente procedimental, es posible que las normas que estas sociedades adopten no sean, a pesar del título del libro, particularmente izquierdistas. En 1986, por ejemplo, el Congreso uruguayo amnistió a los militares involucrados en violaciones a los derechos humanos durante la dictadura; en 1989 y 2009, los opositores a la ley juntaron firmas para derogarla, pero perdieron sendos plebiscitos. En el caso “Gelman” (2011), la Corte Interamericana de Derechos Humanos falló contra el Estado uruguayo porque la ley violaba sus compromisos en materia de derechos humanos. Gargarella cuestiona esta decisión de la CIDH no porque le guste la ley de amnistía (probablemente no le gusta), sino porque había sido discutida y aprobada democráticamente. Un tribunal (y más un tribunal extranjero) debería tener esto en cuenta a la hora de fallar.

En el libro, Gargarella cuestiona el uso de penas de prisión por parte del Estado, o ciertos argumentos liberales a favor del derecho de propiedad. Pero, ¿hay motivos para suponer que una discusión realmente democrática desembocaría en el abolicionismo penal o una concepción radicalmente distinta del derecho de propiedad? De hecho, la visión “radicalmente democrática” de Gargarella sobre el derecho me resulta atractiva porque no es incompatible con la economía de mercado y el neoliberalismo. Al contrario, la idea de que los derechos no son “naturales” (es decir, a la espera de ser “descubiertos” por especialistas) sino que son construidos colectivamente es bastante consistente con la posición de liberales clásicos más consecuencialistas, como Hayek.

Otros federalismos

En todo caso, el libro dice poco sobre la posible contradicción entre los procedimientos requeridos por el derecho de izquierda y las políticas que pueden resultar de esos procedimientos. Gargarella no oculta su simpatía por políticas públicas (muy) radicales, pero sus argumentos no son siempre coherentes. Por ejemplo, al tratar el derecho penal argumenta que “en sociedades fuertemente desiguales, hay argumentos para negarle al Estado el monopolio de la violencia”. La preocupación por la aplicación desigual del derecho penal es entendible, pero un mínimo de atención muestra que el remedio sería peor que la enfermedad: eliminar el monopolio de la violencia es privatizar el derecho penal, dejar la interpretación del derecho en manos de los más fuertes y los más dispuestos a usar la violencia. En nombre de los más pobres, le da potestad a los ricos para que se defiendan como quieren. Es malo para los ricos –la sociedad se vuelve más pobre y violenta–, pero sobre todo para los pobres, que se convierten en carne de cañón. Y es especialmente malo para las mujeres, que están en desventaja a la hora de usar la fuerza. La posición de Gargarella me recuerda a mis amigos libertarios que quieren abolir el Estado (porque “los impuestos son un robo”) y luego carecen de argumentos (conceptuales; prácticos sobran) para explicar por qué lugares sin Estado como Haití o Somalia no son paraísos terrenales.

O consideremos el federalismo, al que Gargarella cuestiona tanto por razones prácticas –muchas veces protege a oligarquías antidemocráticas– como de principios: la igual representación en el Senado, dice, es una afrenta al principio de “una persona, un voto,” y en todo caso, se pregunta, “¿cuál es el sentido de considerar que una provincia o estado tiene un interés compartido por todos sus miembros? [La Rioja o Texas], ¿tienen un interés común sobre una mayoría de asuntos (que permita sostener, por ejemplo, “Texas está en contra del aborto”)?

Ambas críticas son pertinentes. En otras partes del libro Gargarella se expresa a favor de lo que podríamos llamar “medievalismo legal”: la práctica de establecer derechos, obligaciones y mecanismos de representación ad hoc para distintos grupos, corporaciones y comunidades específicas: “Mucho más importante es consagrar […] su derecho a ser consultados obligatoriamente cada vez que se deban tomar decisiones que los afecten en sus derechos básicos (por ejemplo, cuando se pretende instalar una empresa minera contaminante en las tierras que han habitado consuetudinariamente)”, escribe sobre los grupos aborígenes. O, sobre las mujeres: “Resulta mucho más importante si se obtienen sistemas de cuotas o de representación paritaria obligatoria”. Y, en la misma línea, sobre los inuitas y esquimales: “Resulta mucho más relevante si –como en Noruega– consiguen la creación de su propio Parlamento o –como en Canadá– obtienen derechos de veto especiales para cada oportunidad en que el Congreso pretenda decidir sobre asuntos en que sus intereses pueden resultar directamente afectados”. Todas y cada una de las críticas que Gargarella formula al federalismo “clásico” valen también para estos casos –que constituyen una suerte de “federalismo étnico” más que territorial–, y sin embargo el libro no contiene ni una sola línea sobre esta tensión.

Derecho y economía

La forma en que Gargarella aborda la cuestión entre derecho y economía –a la que considera clave y le dedica un capítulo entero– falla por partida triple. En primer lugar, la aseveración de que “hemos dejado de pensar las esferas económica y jurídica de manera interrelacionada” ignora el crecimiento que el análisis económico del derecho viene experimentando desde hace 60 años. Es difícil explicar esta omisión (ni “análisis económico del derecho” ni “law and economics” ni “derecho y economía” son mencionados una sola vez en el libro) en un texto para nada reacio a citar literatura académica reciente, especialmente de parte de una persona tan culta como Gargarella, que además es amigo personal de uno de los grandes exponentes contemporáneos de esta disciplina.

Y no es solo el law and economics. Gargarella frecuentemente menciona que las constituciones no deben meramente incluir declaraciones de derechos, sino que sus “salas de máquinas” –es decir, los artículos que regulan la distribución del poder político y el procedimiento de sanción de leyes– deben ser consistentes con dichas declaraciones de derechos. Desde hace más de 40 años, una profusa literatura en economía política se hace una pregunta similar: cuándo y cómo algunas sociedades logran limitar el uso de la violencia privada y construir sociedades inclusivas, en tanto que otras fallan sistemáticamente. El resultado han sido libros sobre la estructura de incentivos de los gobernantes, las consecuencias económicas de las constituciones, el frágil equilibrio entre sociedad civil y Estado o las condiciones que hacen posible la construcción de “pilares de prosperidad”, además de cientos de papers. De nuevo, en el libro no hay una sola referencia a esta literatura.

Segundo, hablar de constitucionalismo y economía sin entender cómo funcionan los mercados es como explicar la maravillosa capacidad de los animales para adaptarse a su entorno sin mencionar la teoría de la evolución. Por ejemplo, la discusión sobre la descentralización del poder ignora que pocos mecanismos son tan eficaces para descentralizar el poder y aprovechar la información dispersa como los mercados. Ciertamente, no hay mercados sin derecho, pero hay leyes que crean y sostienen mercados y otras que los obstaculizan, cuando no los destruyen.

Otro concepto económico clave es el de las consecuencias no deseadas de las políticas públicas: una norma puede tener las intenciones más nobles (por ejemplo, ayudar a los más pobres), pero si genera incentivos en la dirección opuesta, el resultado bien puede ser el inverso al buscado. Un ejemplo es la famosa ley de alquileres, que pretendía ayudar a los inquilinos regulando los contratos. Además de apuntar a un problema que no era tal (los alquileres venían bajando en términos reales desde 2007), al aumentar los costos de los propietarios hizo caer la oferta de viviendas, lo que subió los precios. Los ejemplos abundan, porque los humanos no somos buenos para entender los efectos indirectos de las políticas públicas. De nuevo, a pesar de su pertinencia el libro no dice absolutamente nada sobre el tema.

Por último, la discusión sobre las “condiciones materiales” para ejercer la ciudadanía oscila entre lo trivial y lo caricaturesco. Ciertamente, “ninguna persona puede ejercer sus libertades más básicas [si tiene que] mendigar por alimentos que le permitan sobrevivir o verse obligada a esclavizarse”. ¿Acaso Gargarella no es consciente que la proporción de personas obligadas a “mendigar o esclavizarse” viene disminuyendo sostenidamente desde hace dos siglos, y dicha disminución se aceleró en los últimos 50 años? El punto no es que está todo bien ni que siga habiendo mucha gente que vive en condiciones de pobreza terrible, ni que el Estado no pueda mejorar su situación. El punto es que Gargarella está invocando un muñeco de paja, y hacerlo tiene un costo de oportunidad (otro concepto económico clave) no trivial: ignorar qué es lo que realmente está pasando en el mundo. Si la gente se siente alienada del derecho y las instituciones no es porque vivimos en condiciones materiales terribles. Al contrario, nunca hemos tenido tanto tiempo libre ni tantas opciones de entretenimiento al alcance de la mano. El descontento con el mundo parece ser real (y preocupante), pero sus orígenes residen en otro lado.

Esa mejora en las condiciones materiales de vida se dio en todas las regiones del mundo, en casi todos los países y a pesar de que en los últimos 200 años la población mundial se multiplicó por ocho. Esto se ha logrado, al menos en parte, por la adopción de mejores constituciones, normas y políticas, algo que Gargarella haría bien en reconocer en lugar de ver al derecho como simple producto del interés de los más fuertes. Pero ello también es producto de la increíble capacidad transformadora del crecimiento económico, incluso en condiciones jurídicamente adversas. Un derecho más inclusivo debe ciertamente promover la autonomía individual y la participación igualitaria en los asuntos comunes. Pero en lo que respecta a la economía, el problema no es que seamos tan pobres que solo unos pocos están en condiciones de participar en la vida pública. Más bien, el problema muchas veces son las trabas legales que obstaculizan el funcionamiento de los mercados, limitando su capacidad para descentralizar el poder, multiplicar las opciones de florecimiento humano y generar las condiciones materiales para que podamos disfrutar efectiva y libremente nuestras vidas.

 

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Adrián Lucardi

Profesor de Ciencia Política en el ITAM (Ciudad de México). En Twitter es @alucardi1.

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