Negociaciones frenéticas, bloques ambiguos, innumerables líneas internas dentro de cada fuerza son algunos ejemplos de una política convulsionada. La última elección metió en una gran crisis a todas las fuerzas políticas, a tal punto de que ya no queda en claro quién lidera cada espacio. Este proceso incluye al PRO, donde desde hace rato son notorias sus discrepancias internas. Nacido hace 20 años con un plan y una estrategia definidas, hoy está en una encrucijada sobre su identidad y su futuro, que empezará a resolverse (o no) cuando renueve sus autoridades dentro de unas semanas.
Sacudido, como todos, por el aluvión de La Libertad Avanza, que le quitó votantes y la propiedad del “cambio”, el PRO deberá decidir si tendrá vocación de liderar o si se conformará con ser un actor de reparto en los años que vienen. Por lo pronto, hoy parece encontrarse con un desafío inédito: ¿cómo volver a involucrar a las nuevas generaciones en el proceso? Hay un trabajo serio a realizar en ese ámbito, generando un ida y vuelta en espacios de participación reales, sin hacer fulbito para la tribuna. Quizá el punto de partida ahí sea simplemente volver a escuchar las nuevas demandas. El PRO original entendía que el primer paso siempre era escuchar. Sería sano volver a prender el radar, porque cuando los espacios políticos no se renuevan tienden a languidecer. Debe encontrar una forma de armonizar su historia y la experiencia de sus dirigentes con actores nuevos y volver a ser un partido de puertas abiertas. El peligro para el PRO, después de casi dos décadas en las que se transformó en parte del statu quo, es envejecer y quedarse sin ideas.
El PRO vio la luz en los primeros años del siglo XXI en buena parte como una consecuencia de la crisis de 2001-2002: Mauricio Macri y un grupo de personas que provenían de otros colores políticos y de empresas y fundaciones lo construyeron enfocando primero su mirada en la ciudad de Buenos Aires. Durante los mandatos porteños de Macri (2007-2015), el PRO construyó una identidad. El espacio se presentó como “la nueva política” –un recurso para nada novedoso, ya que había sido hartamente usado antes–, pero instalando en ese proceso dos conceptos que dieron en el clavo con las demandas de ese momento: la eficiencia del Estado en la búsqueda de soluciones a problemas concretos y la noción del político como un servidor público. Esto trajo de la mano un proceso virtuoso con profesionales que fueron acercándose al proyecto y, también, una camada de estudiantes universitarios que decidieron involucrarse en política. Además de muchas otras, el PRO se había convertido también en un semillero.
Contra la ideología
Con el kichnerismo en su máximo esplendor, el PRO planteó una narrativa de resultados en contraste con lo ideológico, lo que en aquel entonces se llamaba “el relato”. Si el kichnerismo buscaba ideologizar todo, el PRO buscaba lo contrario. La alegría (los globos, los bailes) y la no confrontación fueron también una disrupción de ese espacio que venía a oponerse al conflicto permanente, a la visión amigo-enemigo del kirchnerismo. Los “timbreos” ponían en crisis el imaginario popular del político gris de traje y corbata encerrado en su despacho. En la narrativa propuesta por el PRO, el ciudadano tenía mucho que decir, podía plantear sus problemas sin intermediarios, incidir en la agenda y ser parte. Tres palabras clave: protagonismo, cercanía y equipo, del que también eran parte los ciudadanos.
Durante toda esta etapa, Jaime Durán Barba y Marcos Peña lideraron una nueva forma de comunicar. El PRO fue pionero en el uso de las redes sociales como herramienta de comunicación política, algo que ya nadie discute pero que por entonces despertaba risas socarronas. Aquel vínculo directo entre el ciudadano, sumado a las transformaciones en las comunicaciones, se unieron a un fenómeno que ya venía configurándose en el mundo y que tenía que ver con la necesidad de las personas de dejar de ser simples espectadores. El PRO supo parar la antena y captar lo que pasaba. Así surgieron también los voluntariados posteriores.
El PRO fue pionero en el uso de las redes sociales como herramienta de comunicación política, algo que ya nadie discute pero que por entonces despertaba risas socarronas.
Con el correr de los años, la ciudad de Buenos Aires mostró una transformación evidente y un estilo de gestión que terminó por ser valorado incluso en el primer cordón del conurbano. Las millones de personas que viajaban desde la provincia de Buenos Aires a trabajar y estudiar a la ciudad también quisieron un poco de eso, de la propuesta política y de gestión más moderna de la Argentina. Medir, diagramar, concretar: modernizar la administración del Estado. El objetivo era mejorarle la vida a las personas, tan simple como eso. No había grandes reivindicaciones ni discursos. Quizá por eso, por esa época al PRO se lo llamaba el partido de la “anti-política”, algo que suena familiar hoy. Pero el mandato no era deslegitimar a la política, sino al revés: legitimarla ante la sociedad a partir de resultados concretos. Cambiar la política desde adentro, no denostarla. Y fue exitoso en eso: el estilo de gestión del PRO se abrió camino en diferentes distritos hasta el día de hoy.
Cuando Macri llegó al gobierno nacional, en 2015, la tarea de gobernar competía con la construcción del partido en todo el país. El gobierno en minoría buscó en muchos casos reforzar sus alianzas con otros colores partidarios, lo que dificultaba el crecimiento del propio espacio. En muchos casos, las autoridades partidarias locales terminaron por crear sistemas endogámicos de pocas personas que controlaban los sellos a puertas cerradas. Con la coalición en el Gobierno los partidos se diluyeron y el PRO se convirtió en un ingrediente más de un cóctel llamado Cambiemos. Y no estaba mal, porque seguía siendo esta coalición la herramienta más eficaz contra el kichnerismo. Luego de la derrota de 2019, el PRO continuó teniendo los candidatos más competitivos a nivel nacional, pero pocos tomaron nota del mayor game changer político reciente: la pandemia.
‘Game changer’
La cuarentena afectó profundamente la vida de las personas, con un Estado que intervino hasta en lo más intimo, y llevó a una nueva generación a interesarse en la política, porque era la política la que había intervenido en sus vidas como nunca antes. Todo se volvió más visceral. Una parte del electorado se endureció cuando se sintió asfixiado y encontró en Juntos por el Cambio a algunos sectores que no estaban tan dispuestos a confrontar con esa realidad ni a liderar el debate cultural que se imponía. La discusión pública dio un vuelco que pocos leyeron a tiempo.
En la crisis, en la bronca, los manuales de comunicación que habían funcionado antes mostrando el lado B más light de los políticos para humanizarlos quedaron fuera de contexto y empezaron a generar un efecto inverso: no eran creíbles, no eran auténticos. Apreció una palabrita para describir lo que producían: cringe. Por otro lado, el PRO no logró ver ni darle lugar a una camada de jóvenes que estaba activa en las redes y que inicialmente se había acercado al espacio. Ahí había talento, nuevos lenguajes y una antena interesante hacia lo que pasaba, pero no fueron bien contenidos y muchos de ellos terminaron aportando a la disrupción comunicacional de LLA. Hubo un fracaso rotundo del partido con respecto a los jóvenes. Tanto fue así que no existía nadie capaz de hablarles y entender sus preocupaciones. No se encontraban voceros y los dirigentes se quedaron hablando exclusivamente para la audiencia de La Nación +: la propuesta del PRO envejeció.
No se encontraban voceros y los dirigentes se quedaron hablando exclusivamente para la audiencia de La Nación +: la propuesta del PRO envejeció.
Más grave aún, el PRO dañó algunos rasgos profundos de su identidad. Cuando uno de los pactos básicos con los votantes era una política de servicio público y eficiencia, se agregaban dirigentes a las estructuras gubernamentales sólo por necesidades proselitistas. Cuando el PRO había promovido siempre el trabajo en equipo, ahora mostraba una interna rabiosa. Tanto llegó a desdibujarse el PRO que terminó por poner seriamente en riesgo su capital político más valioso: la ciudad de Buenos Aires.
El PRO necesita de forma urgente reordenar sus liderazgos. Más allá de los matices internos que existen, el internismo público es casi un sentencia al fracaso, un error en el que la UCR incurrió muchas veces.
Quien asuma la presidencia del partido deberá abocarse a ordenar, dar garantía de no usarlo para un proyecto personal y contar con experiencia para administrar los conflictos. Es preferible que el PRO tenga un líder que no se encuentre sumergido en una gestión pública, de modo tal que el partido no quede para lo último. Que además comprenda que hay una cantidad de cuadros intermedios que necesitan encontrar mayor protagonismo. El ex presidente Macri ha mostrado interés en recibir personalmente a dirigentes jóvenes del espacio y darles lugar en el debate. Parece entender que ahí hay un potencial. Ese, en definitiva, es uno de los aspectos más valiosos del partido: dirigentes y cuadros técnicos que hicieron escuela. La estrategia comunicacional debe también volver a ser una sola y estar actualizada a los procesos sociales. El PRO debe volver a ser disruptivo.
No parece inteligente convertirse en un apéndice libertario, más allá de ayudar al Gobierno a tener gobernabilidad. Debe tener su propia voz, ya que tiene una historia.
En estos días, el PRO se debate sobre cómo pararse frente al nuevo gobierno. No parece inteligente convertirse en un apéndice libertario, más allá de ayudar al Gobierno a tener gobernabilidad. Debe tener su propia voz, ya que tiene una historia en la que respaldarse. El PRO no representa la anti-política: es una vía para mejorar la política. Allí hay un desafío interesante para el espacio: recomponer el vínculo entre la política y la sociedad. Eso sólo se hace a través del ejemplo.
María Eugenia Vidal trae siempre una anécdota de cuando Macri perdió las elecciones contra Aníbal Ibarra en 2003. Cuenta que el lunes después de ese primer fracaso, Macri estaba ya desde temprano en su oficina trabajando. La oficina estaba repleta de dirigentes como ella, que por entonces eran jóvenes que hacían sus primeras armas en política viendo a su jefe arremangado. Quizá haga falta un poco de eso en este momento: un líder que se aboque a abrir camino a una nueva generación de políticos en todo el país. En definitiva, no hay mayor legado que ése.
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