Desde bastante antes del comienzo del mundial de fútbol han abundado en las coberturas periodísticas las referencias a la desastrosa situación de los derechos humanos en Qatar, el país organizador. Respecto de esto, es muy notorio el hecho de que en los medios extranjeros se suele repetir algo que en nuestro país se omite: que Qatar es el último de una larga lista de regímenes autoritarios que han hospedado el torneo de la FIFA, lista integrada por el México del PRI, la Italia de Mussolini, la Rusia de Putin y… la Argentina del Proceso. Creo que en nuestro país no se toma conciencia de lo que significa formar parte de esa lista. Puede que el lector atine a pensar, instintivamente, “es una vergüenza”, pero creo que es algo más complejo que eso.
Subsidiariamente a la cuestión humanitaria en Qatar, se ha planteado qué tan apropiado es que intente impartirse lecciones de moral al pueblo qatarí desde afuera. Como con casi todo, esta divisoria se ha formado para coincidir casi perfectamente con nuestra grieta política. Casi todos los que llaman a respetar la soberanía cultural de Qatar y sus tiempos políticos y sociales propios, sin entrometer nuestra visión occidental, presumiblemente imperialista o, cuanto menos, arrogante, se adscriben en el llamado “campo nacional y popular”, el peronismo y sus aliados. Lo que podríamos llamar el campo republicano, primordialmente Juntos por el Cambio, ha adoptado en su lugar una mirada más favorable a las protestas contra el statu quo del país árabe, en pro de la universalidad de los derechos humanos.
Nada raro, otra controversia exterior que se traspone sobre nuestras divisiones locales, desafiando los límites de la ya tenue coherencia interna de, sobre todo, uno de los bandos. Tratándose de militantes de un espacio que se ha apropiado de la causa de los derechos humanos, es curioso cómo los kirchneristas omiten mantener su presunta vocación humanitaria en este caso. Sería fácil achacarle esta actitud al relativismo selectivo que todo populismo suele exhibir para con aquellos que le caen simpáticos, pero creo que hay algo más profundo. Además de esa hipocresía estratégica, la postura “antimoralizante” requiere pasar por alto un hecho crucial: no somos un país colonial que vuelve a su ex colonia “a ver si estos salvajes ya aprendieron lo que intentamos enseñarles”. Somos un país del Tercer Mundo que, de hecho, estuvo en exactamente la misma posición que Qatar está hoy.
Somos un país del Tercer Mundo que, de hecho, estuvo en exactamente la misma posición que Qatar está hoy.
Les debemos la recuperación de nuestra democracia en parte a los deportistas, periodistas y turistas del mundo que se atrevieron a escuchar y dar voz a nuestros oprimidos y silenciados del ’78. Sin ellos, sin su testimonio, hubiera sido mucho más difícil eventualmente alcanzar verdad y justicia para las víctimas de la represión ilegal. Nuestra posición respecto al pueblo qatarí no es de pretendida superioridad, sino de hermandad en una experiencia común. Por esto digo que la circunstancia de ser un país que ha organizado una Copa del Mundo bajo una dictadura no tiene por qué ser sólo una vergüenza, puede ser una oportunidad para demostrar que existe un camino hacia la democracia y la libertad, uno que nosotros hemos recorrido y por el cual podemos ayudar a andar a otros.
Si éste es el caso, ¿por qué entonces la insistencia del kirchnerismo en discutir desde otro lugar? ¿Por qué no pararse en la posición de un país autoritario que encontró la vía de regreso a la libertad? La respuesta es simple: los kirchneristas, y francamente muchos argentinos, realmente no piensan que ocupan ese lugar. No asumen como propia esa parte de la historia de nuestro país. Esta negación se asienta en tres tipos de hipocresía propios de nuestra idiosincrasia, que nos permiten ignorar ciertos hechos incómodos para nuestra autopercepción.
Las dos primeras son inseparables, la oportunidad y la vergüenza. No podemos apropiarnos de la gloria de haber salido de un pozo sin admitir que primero tuvimos que habernos caído en él. Y eso abre la puerta a preguntas desagradables: ¿el pozo sigue ahí? ¿Yo tuve, aunque sea en parte, la culpa de habernos caído? ¿Seguimos corriendo el riesgo de caernos? Creo que esta actitud ambivalente respecto a nuestro pasado explica la disonancia que tiene gran parte de la sociedad argentina respecto a muchas cuestiones de nuestra historia y nuestro presente.
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Para alejarme de la polémica actual, daré un ejemplo algo más lejano. Hace unos días estaba revisando el canal de YouTube de un divulgador histórico cuando me crucé con un video en el que, hablando de la Guerra de la Triple Alianza, decía algo parecido a lo siguiente: “Los ejércitos aliados destruyeron al Paraguay. Y no uso la primera persona del plural, porque no asumo esa guerra como propia.” Curioso planteo, bastante común no sólo entre divulgadores y comentaristas sino también entre los políticos y la gente de a pie. Más allá de lo que uno piense de las motivaciones iniciales y grandilocuentes de la Guerra del Paraguay, la dimensión terrible y genocida que adquirieron aquellos eventos es innegable; y no es extraño que uno quiera tomar cierta distancia para poder juzgarlos con la dureza y el repudio moral que corresponde.
Lo raro es ver la facilidad con que se descarta cualquier reproche. Como si fuera evidente que son hechos ajenos y fuera de suyo que a quien habla no le cabe ningún vínculo con el tema en cuestión. Es una forma extraña de ver la atribución de causalidades y responsabilidades (si se quiere, el reparto de culpas y méritos) en la historia. ¿Podemos imaginar a un historiador ruso que con tanta soltura negara ser vinculado de cualquier forma con los crímenes del comunismo en la Europa Oriental? ¿Veríamos normal a un político español, inglés o francés que diga que no asume como propio lo ocurrido en sus ex colonias a manos de su Estado? ¿Aceptaríamos que un alemán, cualquiera fuera su condición y el lugar desde el que lo comentara, hablase en tercera persona de “lo que hicieron los nazis” en los territorios ocupados?
Y sin embargo es sumamente común, en el discurso público nacional, este modo tan desestimativo de acercarse al pasado. Hay una hipocresía ineludible cuando esta actitud procede de aquellos que se atribuyen el mote de “progresista” en nuestro país. Si de algo suele ser acusado el progresismo en todo el mundo es, justamente, de excederse en los mea culpas. Es casi enfermiza la necesidad de los militantes de la izquierda global de encontrar motivos para pedir disculpas. Brotan como flores del suelo los agraviados ante cuya presencia hay que postrarse y rogar perdón. El Primer Mundo le debe disculpas al Tercero por la colonización, los blancos a los negros por el racismo y la esclavitud, los hombres a las mujeres por el sexismo y la opresión de género, los heterosexuales a los LGBT+ por la discriminación sexual, etc. El esfuerzo por martirizarse llega a niveles caricaturescos.
En el caso de la Guerra del Paraguay, se trata de eliminar el poder de agencia de los argentinos en la masacre.
No sucede así con la progresía nacional. Al contrario, impera en ella la mentalidad conspirativa. En el caso de la Guerra del Paraguay, se trata de eliminar el poder de agencia de los argentinos en la masacre, aduciendo que todo el desarrollo del conflicto obedecía a maquinaciones de los imperios británico y brasileño. En todo caso, tendrían algunos cómplices locales, como el presuntamente ilegítimo gobierno de Mitre. Los argentinos de bien, que se presume siempre fueron una mayoría silenciosa (o silenciada, siguiendo la visión conspiracionista), siempre estuvieron en contra de lo que ocurría, y por lo tanto no deben disculpas, ¡de hecho también son víctimas! Todo muy conveniente. No cuesta imaginarse una línea de pensamiento parecida respecto a la última dictadura: nosotros, el pueblo argentino, no organizamos un mundial mientras desaparecíamos gente, no gritamos los goles con el llanto de los torturados de fondo, fueron los milicos. De hecho, los disidentes que hablaban con la prensa extranjera eran los argentinos de bien. La Junta Militar, al haber asumido el gobierno por las armas, como Mitre por el fraude, era ilegítimo y no era un reflejo de aquello que nuestra sociedad puede llegar a aceptar cuando cae presa del pánico y la antipatía.
Esto sería diferente en el caso de Qatar, una monarquía teocrática que impera sobre una población compuesta en un 90% de ilotas, que presumiblemente sí representa el auténtico espíritu nacional qatarí, y cuyos disidentes son malos o falsos qataríes. Acá se revela otra de las hipocresías del kirchnerismo y su supuesta vocación progresista: por un lado, no tienen problemas en reconocer el pluralismo político y la despolitización civil, si eso les sirve para exculparse de las acciones del Estado. Sí, el Estado argentino puede haber perpetrado un genocidio, pero entienda usted que esos no fuimos nosotros, los que éramos oposición y lo estábamos denunciando… O bueno, quizás algunos no, pero el miedo o el desconocimiento los llevaba a no hablar… Tampoco es que nos molestamos mucho en averiguar qué estaba pasando. En cambio, cuando somos oficialismo, todos deben adherir entonces de forma activa e incondicional al gobierno, que representa al pueblo verdadero. La simple pasividad es inaceptable y la disidencia es traición.
Siempre somos nosotros
Pero es en la tercera y última hipocresía en la que me quiero centrar por lo que resta de este texto. En cómo un partido que se llena la boca hablando de la soberanía nacional y el carácter propio del pueblo no es consistente con el principio fundamental de lo que implica ser una nación soberana: la unidad histórica del Estado. Parece que el Estado argentino, o su pueblo, sólo existe como entidad cuando lo quieren reivindicar. Cuando Argentina ha hecho algo que nos avergüenza o nos interpela, es mejor decir que fueron otros, que fueron influencias externas o enemigos internos.
Tomemos otro ejemplo paradigmático: el caso de la venta de armas a Croacia y Ecuador durante el menemismo. A pesar de la idea que quedó instalada con fuerza en el imaginario social, no fue el individuo Carlos Menem, circunstancialmente presidente de la Nación, quien les vendió armas ilegalmente a esos países, rompiendo el entonces vigente embargo de Naciones Unidas; fue Argentina la que lo hizo. Los eventuales reproches por rompimiento del orden internacional no los sufrió el ciudadano privado Carlos Menem, sino el Estado Nacional, así como también los agradecimientos que en 2004 nos prodigó el embajador croata, dirigidos no a una serie de personas con nombre y apellido, sino a todo el pueblo argentino, por haber ayudado a conquistar su independencia. Ambas cosas son inseparables, por lo que aceptar la una implicaría tener que lidiar con la otra. Y no es agradable tener que hacerlo, no es agradable pensar que todas las glorias de nuestro pasado han venido acompañadas de sendas miserias de las que hay que hacerse cargo. No es reconfortante pensar que, si en algún momento la Argentina cometió atrocidades, tomó decisiones controvertidas o adoptó reformas que con el tiempo probaron no ser las más convenientes, es porque una parte de la sociedad lo apoyó con más o menos alegría, otra lo aceptó pasivamente por inercia o desinterés y otra no tuvo la voluntad o la habilidad de impedirlo.
Esperamos que con un simple cambio de mandos sea suficiente para borrar el recuerdo de nuestros errores.
Pensarnos de este modo es endémico al sentir nacional, desde que la Argentina es la Argentina, pero se ha visto agravado por la grieta, que nos permite dividir con mucha precisión quiénes son los responsables de todos los fracasos y quiénes los autores de todos los éxitos. Qué tan a menudo hemos escuchado frases como “los planes que dio Cristina,” o “la deuda que tomó Macri”. En el fondo, todo ello responde a nuestra concepción voluntarista de la política. Esperamos que con un simple cambio de mandos sea suficiente para borrar el recuerdo de nuestros errores. Es sabido que nadie votó por Menem, ni nadie estuvo en la plaza de Galtieri. También suponemos que todos nuestros problemas se pueden arreglar castigando a la persona adecuada. Si metemos presa a Cristina y recuperamos todo lo que se robó, seguro podemos solucionar el déficit, dicen unos. Si encerramos a Macri y expropiamos todo lo que se fugó al exterior, podemos pagar la deuda, contestan otros.
Más allá de lo fácticamente ridículas que resultan estas afirmaciones, también son moralmente dañinas. El problema no es Cristina, Macri o el que haya estado ayer o esté mañana en su lugar. El problema es un legado histórico que seguimos sin revisar y que nos hacer seguir cayendo en ciclos de ilusión y desencanto, cual fumador que una semana deja el cigarrillo con entusiasmo y al siguiente vuelve a él con desesperación, en ambas ocasiones diciendo “nunca debí haber hecho otra cosa” con patológica sinceridad. Porque este constante estado de exaltación y recaída no puede ser descrito como algo más que una enfermedad. Elegir un camino y asumirlo como propio, mantenerse responsable de él incluso cuando la reflexión o las circunstancias nos llevan a cambiarlo, es lo propio de un pueblo que no siente inseguridad respecto de sus raíces ni incertidumbre sobre su futuro.
Es importante remarcar esto último: no se trata de mortificarse por nuestra historia, sino de no hacernos los boludos con ella. Aprender a vernos con los ojos con los que nos ven los demás, no tener una imagen distorsionada de nosotros mismos. Otro síntoma de nuestro voluntarismo es el engaño de que podemos convencer al mundo de que olvide quiénes somos en un abrir y cerrar de ojos. Las grandes potencias y los organismos internacionales no van a confiar en nosotros sólo porque cambiamos algunos rostros. Hablando de la larga memoria de los estados, Carlos Escudé decía que los embajadores, a la hora de decidir cómo van a actuar respecto de un país, no van a fijarse en las promesas rimbombantes ni las cualidades personales de sus contrapartes (olvidemos eso de las conexiones personales de Massa, la reputación de Guzmán o el acento de Béliz), sino que van a desempolvar los archivos de sus ministerios de Exteriores para comprobar cómo se ha comportado históricamente nuestro país. No importa lo bonito que le pueda parecer a Biden el bebé de Alberto, es improbable que eso baste para enmendar más de un siglo de boicoteos y promesas rotas entre nuestras naciones. Se requiere un cambio decidido y la vocación de respaldarlo con acciones durante décadas.
Debemos aprender a ver en nosotros mismos lo que ven los demás: el efecto del paso de la historia.
Debemos aprender a ver en nosotros mismos lo que ven los demás: el efecto del paso de la historia. No para flagelarnos o hacer gestos simbólicos de compunción, sino para corregir el rumbo. De nada sirve pedir perdón por cosas que ocurrieron en el pasado distante, cuyos perpetradores y víctimas ya hace tiempo han fallecido. Ni tampoco echarnos selectivamente en cara las desgracias ocurridas. Lo que sirve es dejar de fingir que cada vez que “los buenos” vuelven al poder, podemos retomar desde donde dejaron, esperando que el resto del planeta ignore el ínterin con la misma decisión que lo hacemos nosotros. Sirve revisar cuáles son los factores institucionales y culturales que siguen vigentes el día de hoy y tomar las medidas necesarias para entender el origen y la solución de las injusticias presentes. De lo contrario, todo acto de pretendida reparación no es memoria y justicia, sino una gracia concedida caprichosamente por un Estado que se desentiende sistemáticamente de los problemas que él mismo genera, y encima se arroga la facultad de quitarles a los supuestos victimarios para compartir el botín con sus víctimas predilectas, como una especie de mediador y ejecutor de la venganza.
En fin, el desafío de la Argentina del futuro es mirar hacia adelante, reconociendo que hay un camino muy andado por detrás. Se habla mucho de cómo el próximo gobierno necesitará generar consensos, pensar a largo plazo, cerrar la grieta. Nada de eso es posible si no se asume el país como propio, en su totalidad, con sus vicios y virtudes. Una Argentina que está en constante disputa consigo misma, en permanente negación de su identidad, no tiene nada para ofrecerle al mundo ni, peor, a sus propios habitantes. La consecuencia más terrible de haber negado (forcluido, diría Lacan) nuestra historia es la descomposición del tejido social, el surgimiento de generaciones enteras de argentinos que no se ven a sí mismos reflejados en su patria, que periódicamente les confirma que, efectivamente, no los quiere ni los reconoce como parte de sí. Sólo para luego volverlos a ilusionar y movilizarlos contra un nuevo enemigo. Ésa es una Argentina que usa, abusa y descarta a su gente. ¿Nos sorprende que ellos quieran descartar a la Argentina?
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