Cualquiera que haya intentado escribir un párrafo que diga con precisión lo que uno quiere decir, evitando los lugares comunes y sin hacerle perder el tiempo al lector, va a sentir que es abrumadora la cantidad de trabajo que hay puesto en una novela de Jonathan Franzen. Casi inhumano. Es prácticamente imposible encontrar una frase que tenga un cliché o un pensamiento que no merece ser escuchado. Según confesión suya, algunas de esas frases han sido revisadas (“estiradas y plegadas”) una treintena de veces. Se sabe que Franzen lleva una rutina de ocho horas diarias de escritura (incluidos los domingos), de las cuales las primeras dos a cuatro las usa para corregir lo que escribió el día anterior. Así por 600 páginas, en un promedio de seis años de producción por novela.
No sé cuánto impacto tiene la rutina de trabajo en el producto artístico final. Tampoco parece ser algo calculable. Pero hay algo en la rutina de Franzen que adquiere mucho sentido cuando uno está inmerso en alguna de sus novelas y sus personajes se revelan de una manera tan cuidadosamente ambigua y sus tramas resultan tan trabajadamente espontáneas. Esto último es un halago: el giro más inesperado de una historia es por definición el menos obvio y el que más trabajo requiere para aparecer.
Este esfuerzo se siente en Encrucijadas (2021), el último relato coral del norteamericano: la historia de los Hildebrandt, una familia que vive en un pueblo de las afueras de Chicago, a comienzos de los años ’70, y que está cerca de encontrarse con el día de su juicio. El matrimonio que hace de centro de la narración es el de Russ, un pastor protestante que ha perdido su atracción por su mujer y que desde el comienzo de la novela está inventando actividades que lo acerquen a una feligresa recientemente viuda, más joven y linda, que quiere ayudar con las tareas de la Iglesia Primera Reformada. Marion, la otra parte del matrimonio, es una madre y ama de casa esforzada que, para casarse con el clérigo, no sólo tuvo que resignar su capacidad intelectual y su formación universitaria –y usarlas principalmente para redactarle sus sermones–, sino que ha considerado apropiado ocultar un pasado de problemas mentales e internaciones en instituciones psiquiátricas.
Pocos seres ficcionales han sido tan queridos y comprendidos por su autor como los imperfectos Hildebrandt.
La novela presenta los puntos de vista de ellos dos y los de sus tres hijos mayores. Clem, un joven universitario que pisa los 20 años y quiere abandonar los estudios y, en contra de la militancia pacifista de su padre, ir a pelear la guerra en Vietnam. La segunda es Becky, que, aunque es una de las chicas más populares de la secundaria, todavía no es consciente del poder de su belleza. Becky decide entrar al grupo de actividades juveniles de la iglesia de Russ, llamado Encrucijada (dando así título a la novela), en el que se ejercita la honestidad entre pares y la tolerancia con el otro, porque se lo pidió Tanner Evans, un pintón, aspirante a músico folk (admirador de Donovan y Richie Havens) que, contra todo pronóstico, es un religioso empedernido y un buen tipo.
Perry, el tercero, tiene 15 años y parece ser un verdadero genio; es una de las creaciones más ambiciosas de la obra de Franzen. Perry es un chico extremadamente calculador en casi todos los aspectos de su vida (en el dinero, el prestigio y el poder), alguien que pareciera tener una voluntad filosa como un cuchillo y carecer de sentimientos reales para con nadie, pero que a la vez puede largarse a llorar como un niño en medio de una fiesta de adultos cuando se enfrenta a algún contratiempo menor. Se une a Encrucijada porque descubre que el estilo confesional del grupo le sienta fácil a su verborragia y le permite destacarse socialmente. Perry además vende marihuana y desarrolla una peligrosa relación con las sustancias a lo largo de la novela. El creciente dramatismo de su consumo será una de las sendas principales que guiará el descenso de todos los Hildebrandt hacia su infierno particular. Del cuarto hermano, Judson, que tiene apenas nueve años, no conocemos la perspectiva, pero es la breve presencia esperanzadora del destino colectivo.
Encrucijadas iba a ser originalmente una súper-novela que abarcaría la historia familiar por tres generaciones. Franzen, al final, se extendió más de lo esperado y decidió convertirla en la primera entrega de una trilogía que lleva el grandilocuente (y acaso irónico) título de Una clave para todas las mitologías. Individualmente esta novela es un elemento contundente en sí mismo. Más de la mitad de la historia ocurre en los dos días anteriores a la Nochebuena de 1971 y luego se extiende hábilmente en eventos que ocurren hasta entrado 1974.
Es interesante comparar a Encrucijadas con la primera “gran novela” de la carrera de Franzen, Las correcciones (2001), otra historia que gira en torno a un grupo familiar completo y cuyos eventos centrales ocurren también cerca de la época navideña. Encrucijadas tiene de sobra algo que su predecesora empezaba a mostrar: una insaciable vocación empática por los personajes. En una entrevista de 2009 Franzen decía que no podía escribir sobre personajes por los que no sintiera amor. Pocos seres ficcionales han sido tan queridos y comprendidos por su autor como los imperfectos Hildebrandt.
La novela a secas
En esta novela, por otra parte, Franzen hace algo que ya casi nadie más puede hacer: ser el novelista más liberal de nuestra época sin tener que dar respuesta a ninguna pregunta política. Encrucijadas no brinda conclusiones sobre ningún asunto público, como sí ofrecían, por dar dos ejemplos de novelistas consagrados recientes, Cinco esquinas (2016), de Mario Vargas Llosa, sobre el autoritarismo, o Número cero (2015), de Umberto Eco, sobre el periodismo. Encrucijadas es una novela política, pero en el sentido de que es una novela en estado puro, esto es: una novela liberal.
La novela es una forma de arte liberal, su calidad está intrínsecamente ligada a su capacidad de expandir, en los lectores, la empatía para con los otros. Las buenas novelas, como las de Franzen, tienen un carácter parecido al de las buenas políticas liberales (no las sentenciosas y sectarias que algunos toman por liberales): nos hacen ver a los otros, a todos, a cualquiera, más de cerca, más parecidos a nosotros mismos y nos ayudan así a vivir en la diversidad. Una novela, mientras brinda ficción, puede hacer eso por el conjunto de la sociedad, que es mucho, pero eso es todo lo que puede hacer. Pedirle algo más, como que nos enseñe doctrina o nos ilustre la realidad social, es convertirla en otra cosa.
La ficción cobra vida en ese momento en que nos hace sentir cerca y apropiarnos del interior de un ser humano distinto de nosotros. Muere, en cambio, cuando quiere explicarnos lo que debemos pensar sobre él. Se convierte en propaganda moral, que, no se me malinterprete, es útil y necesaria (y es lo que hacemos en revistas como ésta, en notas como esta misma), pero no existe para extender la empatía, sino para convencernos de argumentos y posiciones.
Pedirle a una novela algo más, como que nos enseñe doctrina o nos ilustre la realidad social, es convertirla en otra cosa.
La novela liberal (la novela a secas) es la que nos puede hacer sentir, controversialmente, cierta compasión por un pedófilo, como lo hace Lolita de Nabokov. O, menos polémicamente, pero con más sutileza acaso, también es la que nos muestra la dignidad (y no el oprobio) del hombre engañado que quiere sostener su matrimonio a pesar de todo, como lo hace Tolstoi con su Karenin. Esta forma de arte no tiene respuestas doctrinarias; tiene seres humanos, bípedos y sin plumas, habitando un mundo lleno de obstáculos, emociones y valores morales contradictorios. Para escribir una novela así, un novelista liberal no tiene que ser sólo endiabladamente creativo y original, sino que además debe tener una visión abierta y comprensiva para con sus creaciones.
Liberalismo y empatía
¿En qué sentido es esto liberal? ¿De dónde sale que la empatía tiene que ver con el liberalismo? Es una buena noticia que en la Argentina últimamente el término “liberal” haya tomado relevancia y esté en discusión. En este debate yo elijo una definición que tomo, en gran medida, del filósofo norteamericano Richard Rorty, pero que reproduzco acá en mis términos. Ser liberal, es decir, creer en la doctrina de las libertades o los derechos individuales es, para mí, creer que ninguna persona merece sufrir actos de crueldad. Traducido a términos políticos, los liberales aspiramos a crear una sociedad en la que sea muy difícil que algunos seres humanos le quiten capacidad de autodeterminarse a otros, autodeterminarse en la mayor cantidad de aspectos posibles, incluyendo el económico y el espiritual y progresivamente otros, como el sexual. Si somos liberales nos debería parecer cruel, nos debería resultar difícilmente tolerable, que alguien sufra de una privación en alguno de estos campos.
Si somos liberales nos debería parecer cruel que alguien sufra de una privación en alguno de estos campos.
Una sociedad así, para funcionar, necesita que en un número importante de sus miembros sea liberal en este sentido, es decir, que sea capaz de sentir indignación moral con respecto al sufrimiento ajeno. Que es lo mismo que decir que se ponga en el lugar del otro, que tenga sentimientos empáticos para con los demás.
En este camino lo primero con que nos encontramos es que no es tan fácil tener estos sentimientos de empatía por toda la sociedad. Es fácil, por supuesto, tenerlos con respecto a nuestros familiares y nuestros amigos: con ellos empatizamos fácilmente. Por ellos pelearíamos y daríamos mucho de nosotros para que no sufran. Pero la idea de la cultura liberal es que sea universal, que todos merezcan el trato que merecen nuestros hermanos.
Notamos, entonces, que es un poco más difícil sentir de esta manera con respecto a la gente con la que no tenemos ningún vínculo. Más dificultoso aún es hacerlo con aquellos con que, por ejemplo, estamos en desacuerdo sobre su forma de vivir la vida y su modo de tratar con los demás. Pero lo más difícil es sentirse así con respecto a la gente que comete actos de crueldad. Alguien que comete actos de crueldad puede merecer alguna reprimenda (legal o no), pero no merece crueldad: sentir como intolerable el hecho de que una persona así sufra es el acto liberal más desafiante y, probablemente, el más importante.
Los liberales rortyanos pensamos que promover la cultura liberal es sinónimo de extender la empatía humana.
Los liberales rortyanos pensamos que promover la cultura liberal es sinónimo de extender la empatía humana y creemos que una de las mejores formas de hacerlo es a través de las historias. Es mucho más efectivo que hacerlo mediante las explicaciones doctrinarias. De hecho, vamos un paso más y afirmamos que justamente las sociedades que abrazan estos ideales exitosamente son las que abren la puerta a la proliferación de historias y narraciones y no las someten a explicaciones doctrinarias. Por ejemplo, es muy posible que más gente se haya convencido sobre el derecho a no ser discriminado por motivos religiosos leyendo (o viendo) una historia contextualizada en el Holocausto que entendiendo, a través de una lección o un ensayo, la importancia de la división entre la Iglesia y el Estado.
La novela liberal, como la que escribe Franzen, es un vehículo para contar esas historias, uno que nos hace mirar muy especialmente el interior de las personas que viven en el mundo como nosotros. Personas que esperan cosas de él y que, como sufren frustraciones y engaños, pueden reaccionar haciendo cosas con las que no estamos de acuerdo, pueden llevar a cabo acciones que resulten crueles. Cuando leemos a Franzen empatizamos con los demás a través de sus personajes, llegamos a sentir que se merecen el trato que merecerían nuestros padres o hermanos. Lo que nos ocurre es que se nos revela que nuestros seres queridos también pueden, si se dieran las circunstancias, ser crueles, porque viven en el mismo mundo que todos los demás y tienen también deseos y obstáculos de un tipo muy similar al de cualquiera. Acortar esa distancia, acercarnos así al mundo de afuera es el éxito de la ficción.
Pero esa revelación no la logra cualquier tipo de ficción sino la novela liberal, la que verdaderamente se anima a indagar –sin prejuicios ni preconceptos– con profundidad y compasión en eso que podríamos llamar el alma de las personas. No estoy en condiciones de decir si, en la literatura contemporánea, Franzen está solo en esta empresa. Pero en esta época ávida de rótulos veloces y sentencias previas, su cruzada, su incansable empeño por encontrar la humanidad en cada frase, ciertamente parece solitaria y difícil de imitar.
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