ELOÍSA BALLIVIAN

Filosofía y arreglos baratos

Dos textos especiales de nuestros lectores: una respuesta a Federico Pinedo y alguien que nos cuenta por qué no quiere el dinero del presidente.

Sobre “Las tres caras de Byung-Chul Han”, de Federico Pinedo

Tradicionalmente, en la literatura clásica, cuando un pensador (filosofo, escritor) creía necesario alertar públicamente respecto de los peligros que podía correr su país, su estado o su ciudad en términos de libertad o ejercicio de derechos fundamentales, imaginaba un lugar, un territorio, un topo ficticio, una sociedad perfecta en sus normas y costumbres, que fuere la contracara de aquel eventual estado de cosas que quería denunciar. Es el caso de Utopía, de Tomas Moro, o de República, de Platón: frente a un escenario posible de descomposición social o política, el autor planteaba la posibilidad cierta de un mejor lugar, más perfecto.

Alternativamente, el uso de ficciones que extremaran un escenario de autoritarismo y persecución, planteando ficciones distópicas, fue el método elegido por Orwell en 1984 y Huxley en Un mundo feliz, para alertar de los peligros que involucraban los procesos político autoritarios o francamente dictatoriales del siglo XX.

También , un autor alarmado o preocupado por estados de cosas que considerare perjudiciales para el hombre o su entorno —natural o social— puede optar simplemente por denunciar, describir o exponer tales estados de cosas, sin sentirse moralmente obligado a ofrecer alternativas o soluciones a los mismos. Este es el camino ¿fácil? que han tomado tanto Byung-Chul Han como ¿su maestro? Giovani Sartori, éste en el Homo videns de 1997.

Mi amigo Pinedo ve en la crítica de Han un “ataque a ‘los poderosos’ neoliberales que diseñarían una sociedad opresora, y la defensa de unos supuestos buenos, que serían los débiles dominados, que casi no pueden hacer nada, sino sólo debatirse sometidos en un mar ajeno…” sin que el autor se pregunte o conteste “…tres cosas básicas: a) quiénes son los poderosos; b) cuál es la finalidad o el propósito de su dominio y diseños; c) cuáles son las reglas a las que están sometidos esos poderosos.”

Esto le molesta a Pinedo, y parecería que su molestia es legítima, ya que agitar monstruos o fantasmas opacos sin objetivarlos, al menos sucintamente, no parece ser el mejor camino para exorcizarlos.

Esto le molesta a Pinedo, y parecería que su molestia es legítima, ya que agitar monstruos o fantasmas opacos sin objetivarlos, al menos sucintamente, no parece ser el mejor camino para exorcizarlos. Coincido con Federico en que los extremadamente cortos libros de Han son “… un borbotón en el que se revuelven ideas, conceptos, palabras, visiones y observaciones…”; parecería que en las escasas 100 o 150 páginas de sus libritos (uso el diminutivo exclusivamente por el tamaño de los textos) el autor quiere exponer tal variedad y cantidad de problemas y pensamientos que merecerían mayor tiempo de reflexión tanto de su parte como del lector (y mayor cantidad de papel consecuente).

Y quedan ganas —al menos a mí me sucede— de que el autor se explayare y abundare en mayores reflexiones por cada una de las ideas desplegadas, ya fuere las de la ética y el buen vivir o las metafísicas, en El aroma del tiempo. Coincido también con Federico Pinedo cuando sostiene que la tercera faceta de Han es la más interesante ya que “Es un observador perspicaz de ciertos fenómenos y de sus consecuencias.”

Es precisamente en esta faceta en donde, a mi juicio, el filósofo demuestra su adhesión a la democracia, y su preocupación por los riesgos que el uso de la tecnología de la información y de la cultura dataísta pudieren generar en democracias no demasiado robustas. En la página 63 sostiene que partir que un sistema social alcanzare estabilidad y conformidad con el sistema “Los dataístas imaginan una sociedad que puede prescindir por completo de la política”.

Por eso no creo que quepa encuadrar a Han “en una suerte de posmarxismo”, como propone Pinedo, en el entendimiento que esta categoría involucraría el no comulgar con la democracia liberal.

Por eso no creo que quepa encuadrar a Han “en una suerte de posmarxismo”, como propone Pinedo, en el entendimiento que esta categoría involucraría el no comulgar con la democracia liberal, tal como la pensamos hoy en Occidente. Creo, por el contrario, que es un defensor a ultranza del libre albedrio del individuo y de la autonomía de la voluntad; es por eso, un enemigo de todo artilugio, de cualquier color o pelaje, que pudiere implicar un menoscabo a esta opción por su proyecto de vida.

En ese orden de ideas, y quizás exagerando un poco la nota, Han sostiene que “El big data y la inteligencia artificial ponen al régimen de la información en condiciones de influir en nuestro comportamiento por debajo del umbral de conciencia. El régimen de la información se apodera de esas capas pre reflexivas, instintivas y emotivas del comportamiento que van por delante de las acciones consientes” (página 23).

Es inevitable recordar en estos temas, el caso de Cambridge Analytica y las elecciones de Estados Unidos demostraría que la posibilidad de manipulación del electorado, prácticas obviamente reñidas con la democracia, no se trata de una delirante o marketinera fantasía literaria. Han sostiene en la página 40: “En las campañas electorales entendidas como guerras de información, no son los mejores argumentos los que prevalecen sino los algoritmos más inteligentes”.

Lo mismo cabe decir de sus comentarios respecto de la “caverna digital”, (página 91) —otra vuelta de tuerca de la matrix— estamos “atrapados”, “encadenados” al régimen de la información, que lentamente va ocupando el lugar de la verdad; decirla se transforma en un acto revolucionario. Los populismos evitan y disimulan la verdad: en el Estado totalitario de Orwell existía un Ministerio de la Verdad cuya función era anular las verdades de hecho y donde “la mentira pasaba a la historia y se convertía en verdad” (página 78).

Finalmente, en tiempos de post verdad y en los que “…las fake news concitan más atención que los hechos…”, una voz en el desierto del smartworld, en este caso un filósofo coreano, más allá de sus aciertos y de sus inexactitudes, siempre agrega valor a la discusión filosófica y política.

—Eduardo Tallarico

 

 

No queremos plata

Nos encerramos el 13 de marzo de 2020, día en el que se suspendieron las clases.

Cumplimos todas las normas y protocolos. Nos equipamos con alcohol, guantes, barbijos. Dejábamos los zapatos afuera, lavábamos la comida, rociábamos todo con alcohol, tal cual nos indicaban médicos, presidente y ministros, los mismos que después incumplieron lo que pregonaban y se rieron de nosotros.

Así y todo en julio nos enfermamos los tres en casa y también mi mamá que vivía cuatro pisos arriba. Rosa, así se llamaba ella, era una mujer de 84 años súper independiente que salía con sus amigas a tomar el té, a cenar y a jugar al burako en el Club Italiano. Le cortaron todas las actividades y la fueron secando de una manera tal que la angustia y la falta de comprensión de por qué no podía salir ni a la farmacia la sumergieron en la tristeza.

No voy a olvidar que, después de pensarlo y hasta pedirle consentimiento a mi hermano, la invité a almorzar el 25 de mayo porque mi hijo, su nieto, cumplía 20 años.

No voy a olvidar que, después de pensarlo y hasta pedirle consentimiento a mi hermano, la invité a almorzar el 25 de mayo porque mi hijo, su nieto, cumplía 20 años. Tenía que bajar por el ascensor, casi como una delincuente para que ningún vecino la viese y así después de rociarnos todos con alcohol y con barbijos puestos permitimos que se abrazaran esta señora gordita de 1,55 con su nieto de 1,90 que miraba hacia adelante para no respirar el mismo aire. Y lloró. Lloró porque no recibió mas besos ni abrazos que ese no porque no quisiéramos sino porque teníamos miedo de “matarla”, eso se nos inculcó. Sí, una locura. Mamá se enfermó de neumonía, tenía epoc, todos los años la internábamos por eso, sabía que era lo que no tenía que pasar y pasó igual, a pesar de los cuidados. A la semana hubo que internarla y esa fue la despedida. La de mi hermano al menos porque nosotros estábamos aislados con covid.

A los tres días logré que me dieran el alta gracias a un cambio de protocolo y a algún contacto que me la firmaría antes de esperar el llamado de la prepaga, y a base de insistencia conseguí ir a la clínica. También apoyándome en mi perseverancia, poder de persuasión o hinchapelotez conseguí que el médico se conmoviera con la historia y, bajo su responsabilidad, me presentó como médica y me consiguió un guardapolvo. Sí, me disfracé de doctora y entré a verla por última vez. Estaba sedada, nunca sabré si me escuchó o no cuando le hablé y le dije que estaba ahí, le hice escuchar los audios que mandaban sus amigas y sus sobrinas nietas desde Barcelona deséandole mejoría.

Sí, me disfracé de doctora y entré a verla por última vez.

Dos días más tarde recibí el llamado del doctor: mi mamá se había muerto. Lloré pero sentí que era lo que ella quería, que era no sufrir. Y agradecí después que así haya sido porque no hubiera soportado un año más encerrada. Como dijo antes de internarse apoyada en un marco: “no sé si voy a volver pero sepan que fui feliz”.

¿La despedida? No, no fue como la de Maradona. Sólo fuimos mi marido, mi hijo y yo porque mi hermano estaba con fiebre, con covid. No pudimos tocar el féretro siquiera porque cuando intenté hacerlo me pegaron un grito como si fuese a clavarle un cuchillo a alguien. A eso le siguió la internación de mi hermano y la posterior muerte de su suegro, a quien se había llevado a su casa en marzo de 2020 cuando había fallecido la mamá de mi cuñada. Y seguimos encerrados, cumpliendo. Cómo no hacerlo si a mi esposo lo paró un policía en la calle por pasear al perro una cuadra más de lo permitido.

Mi sobrino postergó cuatro veces su casamiento por la pandemia, yo me quedé sin trabajo porque soy organizadora de eventos y me creé una cuenta de Instagram para vender ropa online. Mi hijo cursó virtualmente porque por suerte pagamos una universidad privada y no perdió clases.

En marzo de 2021 internamos a mi cuñado de 54 años por covid y luego de veinte días, inexplicablemente, falleció. También solo. Pero mi cuñado falleció sin vacunarse porque las vacunas eran para los VIP. Los odié porque era un tipo lleno de vida y tan querido. Mucho mejor persona que todos ellos.

Y resulta que mientras la gente se moría las vacunas no llegaban por un capricho de la geopolítica, o por alguna coima que no se pagó, o quién sabe por qué.

Y resulta que mientras la gente se moría las vacunas no llegaban por un capricho de la geopolítica, o por alguna coima que no se pagó, o quién sabe por qué. Al menos no llegaban para nosotros. Y también resulta que mientras nosotros no podíamos juntarnos para festejar ni trabajar, ni siquiera un DJ podía pasar música en un balcón o una señora tomar sol en una plaza, el presidente podía hacerle un cumpleaños a su esposa en la Quinta, o recibir al adiestrador de su perro y Fabiola al peluquero y al profesor de gym.

Nosotros dejamos piedras en la Plaza y ellos quieren dejar 1.600.000 pesos (o, a lo mejor, le suman 1.400.000 más).
¿Cuánto dinero pensarán que valen las vidas que se perdieron por su negligencia?

Para mí las vidas no tienen precio, ni tampoco ellos tienen mi respeto ni mi perdón.

—Karina Micieli

 

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