PATRICIA BRECCIA
Domingo

El hombre en busca
del sin-sentido

Cómo sobrevivir a los relatos del fin del mundo.

¿Tiene un sentido la vida? Ésta es probablemente una pregunta que, consciente o inconscientemente, la mayoría de los seres humanos nos hemos hecho en algún momento. Pero, ¿qué entendemos por “un sentido”? Que la vida tenga un significado superior, una razón de ser, un destino preconcebido, una trascendencia. Que, de forma laica o religiosa, uno pudiera afirmar que la existencia humana no es una casualidad intrascendente en el tiempo y espacio, sino un designio consciente del mismo universo.

Lo razonable, a priori, sería pensar que responder afirmativamente esta pregunta trascendental conforma un acto de optimismo, incluso de amor por la existencia. Mientras que responder “no” es un acto de derrota, de nihilismo y, a veces, de desesperación. Pero, ¿qué pasaría si invirtiéramos el razonamiento y la respuesta fuese exactamente la contraria?

La hipótesis de esta nota es que dar por sentado que la vida humana tiene un sentido unívoco o trascendental se ha convertido en un problema práctico y grave para la mentalidad occidental. Que esta crisis de sentido está detrás de los principales problemas cotidianos (relaciones sociales, políticas, identitarias, tecnológicas) que enfrentamos como sociedad. Que esa misma crisis genera narrativas angustiantes que impiden imaginar un futuro mejor. Y que necesitamos un giro copernicano en nuestro punto de partida filosófico para repensar y reorganizar nuestras prácticas si queremos salir de la crisis en la que nos encontramos.

Dar por sentado que la vida humana tiene un sentido unívoco o trascendental se ha convertido en un problema práctico y grave para la mentalidad occidental.

A lo largo de gran parte de la historia de la humanidad la mayoría de las personas han tenido vidas atravesadas por la búsqueda o la imposición de un sentido único o trascendental de la existencia individual y colectiva. Ya sea las religiones animistas, los politeísmos o los monoteísmos, las ideologías o los nacionalismos, la mayoría de los seres humanos que ha existido en la tierra ha estado cobijado por alguna idea de trascendencia. “Estamos aquí para esto”.

No nos ocuparemos aquí de juzgar si esas ideas, religiones o posturas filosóficas fueron correctas o incorrectas, buenas o malas para el desarrollo humano. De hecho, muchas veces me he encontrado deseando que la fe acompañe a gente que quiero, porque creo en el efecto positivo que tiene sobre la gente creer en algo. Hasta me he encontrado a mí mismo rezándole a Dios para que el avión no se caiga en un trayecto Iguazú-Buenos Aires, o rogando para que un ser querido se salvara de una enfermedad. Permanentemente le busco el sentido a mis acciones y muchas veces quiero que tengan una razón más grande que mi propia existencia.

El problema no radica en querer que la vida humana tenga un sentido particular, sino en el hecho de que se está volviendo cada vez más difícil creer en esa particularidad de la existencia individual o colectiva sin entrar en tensión con la experiencia sensible cotidiana. La vida humana no tiene ningún sentido rector trascendente. Pero las tensiones internas y externas por tratar de mantener esas creencias de particularidad son el fundamento de nuestra crisis colectiva.

Cuatro causas de la ruptura del sentido

Los principales ataques a la capacidad de creer en un sentido ontológico superior de la experiencia humana no vinieron de guerras ni de diferencias ideológicas o religiosas entre bandos en pugna. Vinieron de cuatro fuentes inherentes e interconectadas del modelo filosófico-práctico occidental: la globalización, el desarrollo tecnológico-comunicacional, el “yo” y la explotación productiva de los recursos naturales.

Hasta hace pocos siglos las distancias geográficas, las barreras idiomáticas y culturales, el bajo nivel tecnológico de las telecomunicaciones y el transporte actuaban como salvaguarda de ese shock brutal de expectativas que significa darse cuenta de que hay tantos sistemas de creencias, lenguas, ordenamientos normativos, modos de producción, dioses o modelos de estructuración social como comunidades. Se podía mantener la ilusión de la ajenidad de lo desconocido y confiar en la garantía absoluta del propio concepto de sentido de la existencia, ya fuese laico o religioso, inconsciente o explícito.

La globalización generó la conectividad física de seres humanos y objetos de todo el planeta. La mayoría de las culturas tuvo que aceptar paulatinamente a través del comercio y el transporte que su espacio físico, temporal y social pertenecía en realidad a un espacio físico, temporal y social unitario que era el de todos los humanos del planeta Tierra. No hay un solo sentido del existir. Hay cientos de miles en pugna y superpuestos.

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El segundo factor disruptivo, contemporáneo, fue la ampliación de las tecnologías de comunicación que permitió la exorbitante revolución digital que vivimos en los últimos 50 años. Independientemente de que Mark Zuckerberg tenga razón o no en que vamos hacia el metaverso, las redes sociales y de comunicación globales han creado un nuevo ámbito de conexión no espacial. Nos pasamos el día mirando la pantalla y viendo cómo caen bombas en Kiev, cuelgan a alguien en Irán, hacen desfilar a las maras en El Salvador o cómo es la rutina de limpieza hogareña de los coreanos. Las imágenes nos transportan afectiva y emocionalmente a esos lugares porque el efecto visual de la transmisión de imágenes lo ha vuelto todo reconocible y familiar. Ya no son más historias lejanas: son portales a un multiverso de identidades y culturas humanas sucediendo en vivo. Los sentidos del mundo se han multiplicado, pero también desordenado. El mundo se ha vuelto inclasificable e inabarcable. Y aunque no podamos ver todo a la vez, aunque nos borremos de las redes sociales, ya descubrimos que ese todo está ahí latente, permanente e infinito.

Tradicionalmente los seres humanos necesitamos construir una ficción verosímil para enmarcar nuestras ideas y acciones. Es imposible construir un sentido para la existencia en el caos absoluto. Pero la madeja de información ha hecho que el significado del presente esté en constante disputa y que el pasado sea permanentemente modificado y reinterpretado. Se perdieron las anclas que permitían construir una historia, cualquier historia, que habilite proyectar el futuro. Y, consecuentemente, se ha vuelto cada vez más difícil imaginar un futuro o un sentido concreto para nuestras vidas.

La madeja de información ha hecho que el significado del presente esté en constante disputa y que el pasado sea permanentemente modificado.

Para mucha gente la solución fue reducir el nivel de complejidad de la realidad, buscar asilo en alguna comunidad de pertenencia que permita bajar el ruido circundante, convertir a algún sentido comunitario en el sentido de la existencia, aun a riesgo de perder autonomía. El auge de los fascismos, populismos y fanatismos son la respuesta lógica a esa confusión generalizada. Lo mismo sucede con el crecimiento de las religiones como el Islam o el evangelismo. No hay que confundir a priori esas identidades como ideologías taxativas. Como muestra el documental de Netflix, los terraplanistas lo que quieren es afecto y un sentido para su existencia. Renunciar a la ciencia por un abrazo en un mundo hostil es mucho más común de lo que parece.

Eso nos lleva al tercer problema de Occidente: el “yo”. Como el mundo es incomprensible y está desordenado, hay una pregunta constante y asfixiante que exige definir “quién es quién” y, por ende, “quién soy yo”. Ante tanto ruido y desorden, queremos un Braille cultural que nos permita entender con los ojos cerrados “quién es de los míos y quién no”. ¿Sos progresista o de derecha, LGTBQ+ o cis-heteronormativo, he/she/him/her, evangélico, musulmán o judío, de River o de Boca? Como si esas categorías lo definieran todo. Como si esas categorías aportaran automáticamente un manto de sentido totalizador.

Esta ilusión de que tener una orientación política o sexual, ser de determinada raza, etnia o religión, haber nacido en alguna geografía o clase social, es un proxy de nuestra superioridad o bajeza moral, está separando cada vez más los espacios de confluencia social y volviéndonos tribales. Con una condición agravada: estamos definiendo nuestros sentidos sociales a partir de la negación del otro. La ecuación nos invita permanentemente a definir si somos parte del bando que está destruyendo el mundo o del que lo está defendiendo.

La ecuación nos invita permanentemente a definir si somos parte del bando que está destruyendo el mundo o del que lo está defendiendo.

El cuarto elemento, la crisis climática, vino a sacudir también los cimientos de la subjetividad occidental: “Hemos destruido el mundo”. A ese no future propio de la complejidad de entenderlo se le sumó la culpa de haber destruido el Paraíso. Hay un hilo muy directo entre el sentido personal y el del hábitat en el que vivimos. Un sentido de la vida laico muy común es pensar en dejar un mejor futuro a nuestros hijos. La idea, real o no, de que ya hemos atravesado el punto de no retorno para restaurar nuestro ecosistema vital lleva al quietismo. Y la idea de que este tema también se divide en víctimas y victimarios lleva a más trincheras.

Como si fuera poco, la crema y la frutilla del postre: la pandemia y la guerra en Europa. Si a todo este camino le faltaba algo era la sensación de que ya ni la vida está asegurada. Que un virus o una bomba pueden borrarnos de la tierra a nosotros o a nuestros seres queridos en un parpadeo. ¿Qué sentido puede tener la vida en un mundo que no entiendo, que se me ha vuelto infinitamente inabarcable, donde todo lo externo me parece una amenaza, donde el hábitat está en proceso de destrucción y donde mi vida y la de mis afectos está en riesgo? Como resultado, estamos inmersos en una época en la que predominan las micro y macro narrativas del fin del mundo.

Elige tu propio fin del mundo

Dada la atomización de actores que buscan darle respuestas a esta crisis de sentido, hay un torrente incesante de distopías en la conversación pública: algunos pensadores quieren acelerar las contradicciones del capitalismo y ver la explosión desde adentro como en el final de Fight Club; otros apuestan a crear narrativas positivas sobre el avance de la humanidad, como Steven Pinker y Yuval Harari, demostrando con datos que la humanidad nunca ha estado mejor; los populismos de izquierda y derecha buscan darles a la identidades nacionales el peso que tuvieron en el siglo XX; las religiones están en ascenso después de un impasse en la segunda mitad del siglo pasado; otros creen que el problema se soluciona combatiendo las fake news, chequeando noticias y regulando las redes sociales; hay quienes creen que el futuro es el veganismo; los neo-reaccionarios quieren dominar la muerte; los bigtech rockstars quieren que conquistemos el espacio; los cryptoliebers creen que el objetivo es descentralizar el poder financiero; Yuk Hui sostiene que tenemos que aprender a discernir entre la multiplicidad de tecnologías y quedarnos con las que tienen una alineación cultural y social con un determinado conjunto de valores.

Todos tienen un poco de razón, un poco de enojo, un poco de miedo, un poco de exceso, un poco de creación de esperanzas y un poco de necesidad de acotar la realidad a algo mensurable. A algo manejable. Levantarse a la mañana y hacer algo con el día. Algo que tenga el tamaño de una acción humana. El problema entonces se vuelve más complejo aún que simplemente volver a ordenar el mundo o darle un sentido a la existencia. El desafío del siglo XXI pareciera que es no enloquecer. En La piedra de la locura, Benjamin Labatout sostiene que esta vez “la magnitud de la crisis es diferente porque es infinita y simultánea”.

Es romántico pensarlo así. Siento la tentación de hacerlo todo el tiempo. De hecho, lo hice en la primera versión de este texto hasta que me lo marcó Eugenio Monjeau. Pero la humanidad ha tenido este problema infinitas veces, sólo que esta vez nos toca en nuestro tiempo/espacio. Pero, ¿qué habrá pensado del sentido de la vida un azteca tras la llegada de los europeos? ¿Los contemporáneos de Galileo cuando se empezó a correr la bola de que la Tierra no era el centro del universo? ¿Nuestros abuelos el 2 de septiembre de 1945, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial? Lo que sí parece distinto esta vez es la sensación de que buscarle un sentido unívoco a la vida parece ser disonante con la experiencia cotidiana. Que buscar sentidos terminantes y totales nos está encerrando cada vez más en un laberinto.

Cima de Camus, tren de Frankl

Albert Camus comienza El mito de Sísifo con una trompada en la cara. Dice que la única pregunta filosófica relevante es la pregunta por el suicidio: si la vida no tiene sentido y es un absurdo, ¿por qué no nos suicidamos? ¿Por qué empujamos una piedra cuesta arriba por la montaña empinada si va a volver a caer? Su respuesta es que hay un instante, cuando llegamos a la cima y la piedra todavía no rodó cuesta abajo, en que llegamos a ver el paisaje. Y que ese instante, ese momento, justifica todo el esfuerzo.

Victor Frankl por su parte escribió El hombre en busca de sentido, un libro en el que el psiquiatra austríaco cuenta sus experiencias y reflexiones después de haber sobrevivido a los nazis, a Auschwitz y Dachau. Es un tratado sobre lo terrible que puede ser el ser humano y al mismo tiempo, de cómo el arte de encontrarle un sentido a la vida, un propósito, es el mecanismo fundamental para convertir a un cuerpo en una persona. Frankl dice: “Si alguien hubiera visto nuestros rostros cuando, en el viaje de Auschwitz a un campo de Baviera, contemplamos las montañas de Salzburgo con sus cimas refulgentes al atardecer, asomados a los ventanucos enrejados del vagón celular, nunca hubiera creído que se trataba de los rostros de hombres sin esperanza de vivir ni de ser libres”.

A primera vista podría parecer que el tren de Frankl y la contemplación en la cima de la montaña de Camus son experiencias análogas. Pero en realidad sus filosofías son diametralmente opuestas: Camus acepta que la vida no tiene sentido y decide vivir igual. Frankl, por su parte, está convencido de que la vida tiene sentido y es cuestión de encontrarlo. La diferencia es sutil y abismal.

Partir del sin-sentido es aceptar que no hay una forma final a la que aspirar. Es un sistema filosófico abierto.

Creer que la vida humana tiene un sentido ontológico implica lógicamente tratar de encontrarle una forma definitiva, una forma final. Al igual que en la idea de Destino, hay una camino a recorrer y en el trayecto habrá una conclusión. Es un proceso que busca cerrarse, que busca afirmarse sobre sí mismo. En cambio, partir del sin-sentido es aceptar que no hay una forma final a la que aspirar. Es un sistema filosófico abierto. Un sistema donde importan menos los fines que los medios. Decidir entre estas dos posturas está en el corazón del futuro de la mente occidental.

El problema de un sistema abierto, es que requiere muchísimo más esfuerzo. Requiere un esfuerzo que no muchos estamos dispuestos o podemos hacer. En otro de sus libros, El hombre rebelde, Camus sostiene que hay que construir un sentido indefinido, fuera de la moralidad del bien y del mal, fuera de la divinidad o las ideas absolutas. Es decir, hay que construir un sentido de la existencia humana en permanente tensión.

Hoy estamos re-descubriendo que las instituciones más hermosas de Occidente (la igualdad ante la ley, la democracia, la educación laica, gratuita, de calidad, universal) no estaban dadas. Estaban sostenidas por esa tensión permanente. Por la acción de volver a construirlas a cada paso. Por la idea de que éramos una comunidad siempre en formación. Que no alcanzaba con ponerlas en un presupuesto o explicarlas en las clases de cívica. Que requerían un esfuerzo activo y permanente de la sociedad, de cada uno de sus miembros, para salvaguardar sus límites. La democracia liberal no era un estado de la materia, no era algo que se lograba de una vez y para siempre, era un músculo que se nos fue atrofiando. Vemos todas las semanas como una de esas instituciones se rompen o vulneran y creemos que es una disputa política local. Y lo es. Creemos que se ordena si uno u otro partido gana las elecciones. Y un poco se ordena. Pero ¿no está pasando en todos lados al mismo tiempo? ¿Puede ser que el problema sea mucho más profundo?

Una práctica del sin-sentido

Pero entonces, ¿por dónde se empieza? ¿Cómo se construye desde el sin-sentido? El principal problema de la búsqueda de un sentido es su estructura cerrada. Las narrativas actuales del fin del mundo se nutren de eso. Buscan parecer absolutas y explicarlo todo. Una filosofía del sin-sentido, en cambio, parte de tres premisas: el mundo de las experiencias humanas no tiene ningún fin trascendental, todas las acciones son efímeras y la cantidad de experiencias sucediendo al mismo tiempo son únicas, infinitas e irrepetibles. Y un corolario: los sentidos los creamos los humanos y Occidente ha creado en los últimos 400 años sentidos como la libertad, la igualdad, la democracia y la felicidad que son, hasta ahora, la cima de la experiencia humana.

Una filosofía del sin-sentido o una filosofía del infinito podría tener respuestas para nuestros problemas estructurales. Desde el sin-sentido podemos soltar nuestra cultura de origen y nuestras identidades taxativas y entender que podemos construir evolutivamente nuestras ideas y costumbres a partir de las prácticas y los sentidos que más se acomoden a nuestra felicidad. Podemos dejar las discusiones distópicas de lado y concentrarnos en usar el potencial de las herramientas que la tecnología y la producción nos dan para construir un mundo mejor y más justo en concordancia con el ambiente. Esto no es abstracto. Pasa todos los días. Sólo un ejemplo entre millones: hay gente quejándose de que la globalización y las formas de producción están destruyendo el mundo y basan su identidad en esa personalidad; y hay gente utilizando la mejor tecnología del mundo para llevar adelante la limpieza del océano más grande de la historia.

El problema de este tiempo, entonces, no es tanto las narrativas del fin del mundo, sino que todos aquellos que están construyendo un futuro mejor no están logrando hilvanar una conversación que los agregue y los contenga. Principalmente porque están orientados a las prácticas antes que a los relatos. Esto no significa que haya que caer en un optimismo irracional a base de un par de anécdotas o personajes. Significa que, entre todo el ruido, en vez de buscar una tribu a la cual aferrarse, hay un camino metodológico alternativo. Más largo y con menos migas de pan con las que guiarse, pero así y todo se puede intentar dibujar un mapa con todos aquellos que están haciendo algo distinto y ver si ese mapa se convierte en una nueva forma que nos impulse hacia adelante.

Podemos intentar que ese infinito latente se convierta en la oportunidad de decirle que no a todo lo que no nos da esperanzas y seguir buscando en el resto del espectro.

Podemos elegir que la idea de que el mundo es inabarcable nos parezca terrorífica y paralizante y quedarnos criticando lo que no nos gusta de nuestra visión inmediata; o podemos intentar que ese infinito latente se convierta en la oportunidad de decirle que no a todo lo que no nos da esperanzas y seguir buscando en el resto del espectro. El ejercicio más rebelde que se me ocurre contra las circunstancias actuales es negar que las conexiones más obvias sean las únicas posibles y salir a ese infinito a buscar otras que nos permitan cambiar el panorama.

En resumen, Occidente está atravesando una crisis de sentido. Esa crisis no es circunstancial. Está basada en el quiebre de su modelo filosófico-práctico. Como consecuencia, las ficciones que nos contamos, las narrativas que estamos creando, nos están rompiendo la capacidad de imaginar un futuro posible.

Contra las narrativas del fin del mundo postulo humildemente y sin entenderlo del todo, una filosofía del infinito o una filosofía del sin-sentido. Una filosofía que parta de que el único centro de gravedad permanente, lo único inmutable, es que la realidad es inabarcable e infinita (que no le tenga miedo a eso, que lo asuma de frente como una condición dada); que sigue admitiendo que el ser humano es una excepcionalidad en el espacio-tiempo y que no somos el centro de la creación; que acepta que, como consecuencia, la existencia del ser humano no tiene un sentido trascendental; que los sentidos posibles son creados por nuestras ideas y nuestras prácticas; que crear sentidos y prácticas positivas y colectivamente agradables es la mejor herramienta que ha creado la humanidad en su historia. Y que esos sentidos, esas ideas, esos proyectos, esas innovaciones, esa solidaridad, esas instituciones, existen hoy y es nuestro trabajo más humano intentar que la mejor versión de cada una de ellas prospere. Con eso alcanza para vivir, aunque la vida no tenga sentido.

 

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Matías Fernández

Ex Jefe de Asesores del Ministerio de Producción de la Nación Argentina (2015-2019). Socio en una empresa que brinda servicios de estrategia y comunicación en América Latina.

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