ZIPERARTE
Domingo

Papel falsificado

Peripecias monetarias de un turista en Argentina: cuevas, cotizaciones por Whatsapp, billeteras virtuales y contar fajos de billetes en un baño del Alto Palermo.

Una de las polémicas micro-climáticas de esta semana en Twitter se concentró en un par de comentarios que hizo Ernesto Tenembaum sobre un video originalmente publicado por Eduardo Bolsonaro, quien, de visita en Buenos Aires, se había mostrado contando alrededor de 80.000 pesos en efectivo con el aparente fin de pagar la cuenta en un restaurante. Da en el clavo Tenembaum cuando dice que la acción de Bolsonaro era meramente un acto de campaña: el tweet original que contiene el video (que no es el citado por Ernesto) es autoevidente en este sentido. Incluso la pieza termina cuando le preguntan al mozo, testigo de la contaduría, a quién hay que votar en Brasil: “Bolsonaro, no volver al pasado”, responde, algo dubitativo, tras recordar el libreto. Con una cuota de subjetividad, prejuicio y memoria histórica, podemos adosar a la denuncia una carga emotiva: a Tenembaum, asumimos, más que el truco o la artificialidad le molestó la gastada brasileña o, más específicamente, de la derecha brasileña y cómplices vernáculos, quienes filmaron el video y probablemente aportaron a engrosar esos fajos.

Hace tres meses, esta etapa de nuestra histórica rivalidad fraternal tuvo un episodio entre colorido y patético cuando hinchas de Corinthians lanzaron pedacitos de billetes de 1000 pesos desde la tercera bandeja de La Bombonera. Lo patético, en cualquier caso, es que la broma les salió apenas unos pocos reales. Técnicamente es delito destruir billetes, pero a la larga cada cual termina haciendo con su dinero lo que le place. Donde se equivocó Tenembaum, y la razón por la cual recibió miles de comentarios negativos, fue en su obstinación en que la imagen de alguien contando 80 lucas en efectivo es artificial y provocadora. Porque esta escena no sólo sucede cotidianamente: entre turistas extranjeros, y a veces incluso entre locales, es la norma.

Fajos de billetes

En septiembre estuve en la Argentina por primera vez desde que me radiqué en Israel hace tres años. Por supuesto, no fui un turista tradicional; además de estar pendiente de Twitter y de los medios locales, conservo cuenta bancaria, seguí de cerca la cotización del blue durante las semanas previas, sabía que no tenía que usar tarjetas extranjeras, conozco el submundo de cuevas, Pago Fácil y Western Union. Llegué tras el fin de semana alargado por el feriado espontáneo del “atentado contra la democracia”.

Ese viernes los mercados permanecieron cerrados, por lo cual el lunes recayó sobre el blue todo el peso del dólar soja, forzándome a cambiar sólo lo mínimo indispensable para moverme hasta que el precio se acomodara a mi favor. Llegué a la cueva recomendada, que me había pasado una cotización por WhatsApp, que por supuesto ya no corría. La operación me pareció de película: tras dejar en claro en ventanilla que quería vender dólares, mágicamente se abrió una robusta puerta de metal que daba a un espacio de medio metro cuadrado hacia otra ventanilla idéntica a las otras. A pesar de ser un día primaveral, tomé la precaución de llevar una campera con muchos bolsillos. Los fajos no me entraban en el pantalón sin hacer unos bultos que tal vez nadie más notaba, pero que a mí me quemaban. Es aquí donde para cualquier persona de visita en Argentina la connotación de relax que conlleva el verbo vacacionar entra en suspensión.

Los fajos no me entraban en el pantalón sin hacer unos bultos que tal vez nadie más notaba, pero que a mí me quemaban.

No es ajeno para nadie que vivir en Buenos Aires dota de reflejos y de un cierto instinto de supervivencia, cosas que a mí me fueron útiles para estar alerta de todo lo que pasaba alrededor mientras circulaba por ciudades o barrios árabes de Tel Aviv o Jerusalén en tiempos de conflicto abierto. Pero tres años es suficiente para acostumbrarse a vivir con la guardia baja. No hace mucho que dejé de esconder rápido el celular cada vez que me pasa cerca una moto o bicicleta, y la puesta del sol ya no es un fundamento para pensar dos veces antes de salir. Sin ir más lejos, la noche anterior a volar saqué los dólares para viajar de un cajero a la calle, de un banco del que no soy cliente, en el conurbano de Tel Aviv, pasada la medianoche, sin tener que mirar por la nuca. El tipo de cambio fue razonable y no hubo comisión para pasar de mi cuenta de shekels a dólares.

Caminando por Santa Fe, no precisamente la más insegura de las avenidas, la incomodidad de los fajos en cada bolsillo se me hizo intolerable. Me metí en el Alto Palermo con el objetivo de conseguir un chip local para no sentirme incomunicado y desnudo, y para ordenar ese descalabro nominal. Fui directo al baño y dentro del cubículo del inodoro me senté con la tapa baja a contar y separar. Cuando me di cuenta de lo ridículo de la situación me reí de mí mismo, volví a meter todo en varios bolsillos y seguí viaje como si nunca me hubiese ido de Argentina, alerta pero no perseguido, sosteniendo el teléfono fuerte, del lado opuesto a la calle.

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Por comodidad, fui pasando parte de la plata a medios virtuales. Tal vez Tenembaum tampoco lo sepa, pero no son pocos los negocios y restaurantes que sólo aceptan efectivo o Mercado Pago y, muchas veces, sobre todo si no se consiguen billetes de mil, moverse con el efectivo justo implica que la billetera literalmente no cierre. También me sorprendí varias veces separando fajos de billetes en la mesa antes de salir, en una imagen digna de un operativo contra narcos.

Luego llegaron los verdaderos impactos. Comprar cuatro o cinco cosas básicas en el súper, pasar holgadamente las cuatro cifras, comprobar que casi no existen productos de menos de 300 pesos y sacar cuentas. A dólar, shekel o cualquier otra moneda estable, casi toda la comida vale poco menos de la mitad que afuera. Pero lo traslado a los valores de los sueldos y el poder de compra local, y le digo a varios grupos de amigos que no entiendo cómo hacen. La respuesta fue siempre la misma: “nosotros tampoco”. El clima primaveral ayudó a que Buenos Aires estuviera ideal para caminar y pudiera disfrutarla y apreciarla más linda que nunca. También percibí que durante la semana hay bastante menos movimiento de lo que acostumbraba a ver en el Centro, Palermo y Once, pero más, en esas mismas zonas, los fines de semana. Palpé esa teoría colectiva de Twitter de que los restaurantes están llenos porque salir a comer es la única manera de disfrutar los pesos antes de que se autodestruyan a fin de mes.

Naturalizar las limitaciones

En tren de observaciones subjetivas, siempre había sentido en el aire de la Capital una mezcla de resignación y resquemor por todo lo que no fue o no será, y una necesidad de explicar al mundo la larga sucesión de pequeñas desgracias que desencadenaron nuestros padecimientos. Una ancestral creencia de que todo debería ser diferente, que intuía como una característica innata del porteño. Pero esta vez fue distinto. La resignación implica añorar algo que fue o pudo haber sido, tener presente que hay una alternativa, y que la actual realidad alguna vez no fue inevitable. Pero ya ni siquiera me topé con la resignación. Deambular por Buenos Aires hoy es percibir una especie de naturalización ingenua a vivir con limitaciones y privaciones, cortes de calle y tomas de escuela, feriados declarados 15 minutos antes de la medianoche, y un hábito de recibir cada tanto una batería de nuevas arbitrariedades que modifican la planificación personal y familiar.

Llama la atención la gran proporción de locales vacíos y la alta rotación de algunos comercios. Cuesta entender la prontitud con la que algunos emprenden, como si no contemplaran que en breve algún nuevo decreto o ley los forzará a replantearse el modelo de negocios por completo. Las piedras en el camino se asentaron y ya no se percibe más la obsesión de explicar hacia afuera, o de preguntarnos cómo nos miran. Somos así porque somos así, y las cosas están como están porque no existe otra manera. A eso lo llamo ingenuidad, no de manera peyorativa sino como una forma de vivir menos culposa, sin sentirse afectado por factores externos.

Deambular por Buenos Aires hoy es percibir una especie de naturalización ingenua a vivir con limitaciones y privaciones.

Hay en estos apuntes una nota particular, de un costado que desconocía por completo. Me asombró la cantidad de veces que escuché en diálogos ajenos en calles, plazas y bares menciones al COVID-19, al tiempo prepandemia, la cuarentena, el aislamiento. Tuve la impresión de ser testigo de un síndrome postraumático colectivo, el cual no termino de comprender por haber vivido ese periodo en un país que tomó cien abordajes distintos y contradictorios, pero siempre buscó el sentido común y la apertura de las escuelas. Por ello captó mi atención la cantidad de barbijos, que asumo estarán en baja desde que hace unas semanas se quitó su obligatoriedad en colectivos. El día en que eso sucedió en Israel, hace varios meses, fue el día en que empezamos a poner al coronavirus en el cajón de los malos recuerdos. Hoy podemos estar días enteros sin pensar en eso siquiera un minuto.

En el par de decenas de reuniones sociales y reencuentros con amigos en Buenos Aires me consultaron varias veces sobre “mi impresión desde allá” y sobre en qué se nota diariamente que la calidad de vida es distinta viviendo afuera. Por algún motivo recordé una anécdota que no tenía muy presente hasta viajar y haber sido arrinconado para contar algo. Durante once días de mayo de 2021, Hamás y la Yihad Islámica Palestina lanzaron con dirección a Israel más de 4.000 cohetes. Uno de ellos cayó un sábado al mediodía a unas 20 cuadras de mi casa, en Ramat Gan, y mató a un hombre mayor que no quiso correr hacia la habitación segura de su edificio cuando sonó la sirena. Fui al lugar de los hechos para cubrirlo para la televisión argentina. Llegué unos 45 minutos después de la caída del cohete y ya no quedaban ambulancias. Los bomberos estaban empacando para irse y terminando con las pericias. A los pocos minutos nos hicieron mover del lugar para que pase un camión hidro lavador que limpió los vidrios rotos de los locales de la esquina. Menos de dos horas después de que haya caído un cohete que generó muerte y destrucción, la intersección estaba liberada y la vida continuó. Las comparaciones correrán a cuenta del lector.

El billete en el mundo no existe más

Basta con ver las miles de respuestas a los tuits de Tenembaum para acceder a un fiable muestrario de todas las maneras en las que el grueso de la población se acostumbra a convivir con la arbitrariedad. La solución más pragmática al tema, la que cortaría de cuajo parte de los problemas cotidianos, sería emitir billetes de mayor denominación. Hace una década, y 2.000% de inflación atrás, el problema era tan evidente que se convirtió en moda intervenir el circulante artísticamente. Imagino que afrontar esta quimera imposible hoy sería claudicar en la guerra contra la inflación, y por eso sólo se barajan nuevos diseños para los billetes existentes.

Días atrás compartí en Twitter algunas de estas impresiones sobre lo engorroso de cargar los bultos de billetes, de que te quieran dar diez pesos menos por dólar si en lugar de un Ben Franklin tenés de 50 o de 20, y de lo confuso y estresante que puede ser para un turista extranjero. Como todo tuit que levanta en interacciones, hubo catarata de respuestas de un lado y del otro: empatía de quienes tuvieron que pagar el alquiler con Evitas y contratar un Juncadella para firmar un boleto de compra, y probablemente merecidos comentarios despectivos por mis problemas de hombre blanco del primer mundo.

En Israel, como en prácticamente todo el mundo, el efectivo se volvió una anécdota. Las billeteras pasaron a ser porta tarjetas, y hasta las tarjetas están en las últimas con los sistemas de pago por celular. Porque así es más fácil, más seguro, más conveniente y porque es más sencillo prevenir todo tipo de delitos. Nos evita miles de potenciales dolores de cabeza, desde el estrés de salir de un cajero con lo ganado en un mes de trabajo, hasta lidiar con las inclemencias climáticas y la propia torpeza. Todo esto es verdad de Perogrullo, pero funciona como el guardarropa monótono de Einstein: un tema menos del que preocuparse, una posibilidad de enfocarnos en lo que nos importa.

En Israel, como en prácticamente todo el mundo, el efectivo se volvió una anécdota. Las billeteras pasaron a ser porta tarjetas.

No es que en Israel no haya incoherencias o situaciones ridículas. Los bancos locales son tristemente célebres por sus arbitrariedades y cobran fees por cada “actividad”. ¿Depositar dinero? Fee. ¿Retirar o transferir? Por supuesto, fee. ¿Compra con débito? Fee. Generalmente son de centavos de dólar, y las cuentas incluyen una cantidad mensual bonificada. Por esto muchos optan por tener sólo tarjeta de crédito y no débito: sólo hay fee una vez por todas las compras, al momento de pagar la tarjeta. Así proliferaron también en Medio Oriente aplicaciones de transferencia rápida de dinero entre particulares, basadas en el sistema de crédito.

No es ninguna revelación que en el rubro del ingenio para esquivar las arbitrariedades los argentinos pican en punta. El universo de billeteras virtuales y parches financieros es avanzado, fácil de usar y barato. Hecha la ley, hecha la trampa, y promulgada la resolución arbitraria, desarrollada la app para esquivarla. Tanto nos recostamos en eso que nos acostumbramos a que el mercado encuentre este tipo de remedios para atarlo con alambre virtual. La paradoja es que las grandes soluciones argentinas no terminan de ser exportables porque funcionan sólo en un ecosistema de la excepción. Las criptomonedas, de poca utilidad práctica para el consumidor de a pie en el mundo libre, en Argentina son una herramienta atractiva.

Lo engorroso de cargar con fajos de billetes, cuando hay probadas soluciones funcionando en todos lados, es simplemente una alegoría que se puede proyectar a todo lo que hace a la Argentina. El problema es de fondo, y requiere abordajes simultáneos, el de raíz (la inflación) y el inmediato (imprimir billetes más grandes). El impedimento, entonces, es esa inédita apatía que marida con la sumisión a los parches, las excepciones y la afición por el círculo vicioso. Lo que espero ver en mi próxima visita, fuera de billetes más grandes, un único dólar, o poder irse a dormir sabiendo qué día será mañana, es que primero regrese la resignación que anhela, y que eso encienda la chispa del inconformismo. Que la voluntad de solucionar los problemas de fondo acabe con las excepciones y con la capitulación ante el parche.

 

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Diego Mintz

Periodista y analista de inteligencia viviendo en Israel. Trabajó para KAN, la radio nacional de Israel, Radio Nacional Argentina y La 1110.

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