En diciembre de 2019, en un evento organizado por la Americas Society/Council of Americas y la Cámara Argentina de Comercio y Servicios, en el Hotel Alvear, Felipe Solá anunció cuál iba a ser el estilo de su gestión al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores. Dijo que el nuevo gobierno no se dejaría llevar por la nostalgia, que las relaciones con Estados Unidos estarían marcadas por el pragmatismo y que la Argentina debía relacionarse con los países, no solamente con los gobiernos amigos, de acuerdo con sus obligaciones e intereses. Su mandato, dijo Solá una semana antes de asumir como canciller, era desideologizar la política exterior argentina, sin perder su identidad pero sin dejarse arrastrar por ella. Incluso, el nuevo ministro aseguró que la Argentina seguiría en el Grupo de Lima, ya que era allí “donde debemos dar el debate de lo que pensamos”.
Nada de esto se cumplió. Argentina salió del Grupo de Lima y la política exterior hacia América Latina, Estados Unidos y China parece haber estado más orientada por las ideas del núcleo kirchnerista del Frente de Todos, que por la verità effettuale. O al menos fue así hasta mediados de 2021, cuando comenzó a producirse un giro pragmático que aún estamos tratando de comprender. Para ello, y aprovechando el reciente cambio de canciller, en los párrafos siguientes intentaré hacer un balance de estos casi dos años de política exterior de Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
1. Una política exterior kirchnerista
La polarización de la política exterior en Argentina no es un fenómeno aislado en América Latina. Tampoco es un producto exclusivo de políticos exaltados, sino que a ella contribuye la fragmentación de la región en intereses nacionales poco conciliables. Como dicen Andrés Malamud y Luis Schenoni, los estados latinoamericanos han perdido peso en los organismos internacionales, tienen poco que ofrecer al mundo y su inestabilidad política y social recurrente no constituye una amenaza preocupante para los países centrales. Este declive político en el orden internacional ha sido acompañado de su desinserción económica-tecnológica respecto a la etapa actual de la mundialización y de la reprimarización de sus economías, con orientación china. Esta nueva dependencia de los países sudamericanos para con el gigante asiático, según Esteban Actis y Bernabé Malacalza, tiende a la desintegración comercial y la fragmentación política, acentuando la asimetría y la disonancia preexistentes.
Considerando este contexto, durante su primer año y medio de gobierno Alberto Fernández practicó una diplomacia presidencial cargada de retórica latinoamericanista y sobreactuó definiciones categóricas sobre la situación política de la región. La nostalgia de Alberto por supuestas épocas doradas, como el peronismo clásico o el romance latinoamericano de Néstor Kirchner, chocó con un contexto regional de otro color político, una globalización que no ha sido benévola con la “Argentina peronista” y una actualidad económica que no permite cumplir con las altas expectativas creadas por el Frente de Todos en 2019. A la memoria selectiva del peronismo se agrega el hecho de que son los miembros del círculo de la vicepresidenta Kirchner los que han ejercido la mayor presión interna a la hora de determinar la política exterior, siendo portadores de antiguos lazos con los regímenes autoritarios en Venezuela, Nicaragua y Cuba. También fue importante la identificación de Donald Trump como el enemigo superior, el mandamás de la internacional de derechas, a pesar de ciertas coincidencias que pueden hallarse entre el trumpismo y el kirchnerismo. Con todas sus diferencias, ambos son expresiones de un nacionalismo antiliberal hostil a la globalización y al orden económico internacional, ambos denuncian la sinarquía del lawfare entre los medios independientes y la Justicia y ambos apelan al proteccionismo industrial y a la nostalgia por sus respectivas edades de oro.
En su primer año y medio Alberto Fernández practicó una diplomacia presidencial cargada de retórica latinoamericanista y sobreactuó definiciones categóricas sobre la situación política de la región.
En cualquier caso, hasta mediados de 2021 el gobierno argentino ejerció una diplomacia heterodoxa, mediante el retiro de su apoyo a las demandas contra Nicolás Maduro en la Corte Internacional de Justicia, las abstenciones a votar en la OEA en contra del régimen chavista y del gobierno de Daniel Ortega, las críticas a la respuesta militar de Israel a los bombardeos de Hamas y la preferencia manifiesta por Rusia y por China en la “diplomacia de las vacunas”. El gobierno de Alberto Fernández también se opuso, junto a México y Chile, a la designación del estadounidense Mauricio Claver-Carone para la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), un cargo históricamente reservado para un latinoamericano y que Trump ha forzado a ocupar con uno de los suyos.
A su vez, como buena parte de sus predecesores, Alberto no comprendió que, desde su rol de jefe del Ejecutivo, no debería tomar posiciones declaradas en las cuestiones domésticas de los países vecinos. El presidente ha expresado su apoyo a Lula da Silva, opositor acérrimo del gobierno brasileño, y ha reclamado a la izquierda chilena unirse para hacer frente al actual oficialismo, además de sus manifiestas preferencias por los candidatos Pedro Castillo, Andrés Arauz y Luis Arce, en Perú, Ecuador y Bolivia, respectivamente. A todas estas políticas o gestos se deben agregar las continuas alocuciones presidenciales contra el capitalismo como lo conocemos, anunciando la necesidad de reformular el orden económico mundial, junto a expresiones patrioteras a la hora de exaltar el “modelo argentino” para combatir la pandemia.
Si este conjunto de decisiones se trató de una estrategia consciente o de un conjunto de acciones individuales, es difícil de decir. De hecho, no se debería subestimar un alto grado de improvisación de la diplomacia presidencial argentina, como pareció demostrar el propio Fernández en junio de este año, cuando quiso congraciarse con Pedro Sánchez al decir su ya célebre frase sobre los orígenes de mexicanos (indios), brasileños (selva) y argentinos (barcos).
Las preferencias internacionales siguieron la lógica de Cristina Kirchner, quien ha gravitado en la política exterior a favor del acercamiento con los gobiernos de Vladimir Putin y Xi Jinping.
Frente a la fragmentación regional y el escenario de competencia entre Estados Unidos y China, las preferencias internacionales siguieron la lógica de Cristina Kirchner, quien, como mater familias del Frente de Todos, ha gravitado en la política exterior oficial a favor del acercamiento con los gobiernos de Vladimir Putin y Xi Jinping. En “La geopolítica de las vacunas en el espejo de la política internacional”, Esteban Actis y Nicolás Creus sostienen que las pretensiones de China y de Rusia de erigirse en los proveedores mundiales de vacunas fue parte de una estrategia global de penetración “blanda” para presentarse como líderes a escala planetaria, en momentos en que Estados Unidos priorizaba la inmunización de su propia población.
En ese marco, el gobierno argentino se la jugó a fondo por la producción local de Hugo Sigman de la vacuna AstraZeneca y se comprometió con Rusia y con China para la provisión de sus respectivas vacunas. Aunque las alternativas a la opción atlantista o americana no son una característica nueva de la política kirchnerista, el alineamiento con las autocracias orientales puede haber sido poco prudente, dadas la necesidad de llegar a un acuerdo con el FMI y las dificultades que luego presentaría la geopolítica rusa de las vacunas. En todo caso, como es habitual para nuestros parroquiales dirigentes, la preferencia por endurecer el discurso hacia sus propias filas y fingir músculo diplomático en el ámbito doméstico pareció más importante que la racionalidad de la política exterior.
Poner a América Latina de pie
Verse rodeado de gobiernos de derecha o liberales, en América del Sur, no fue fácil de asimilar para el gobierno kirchnerista. En un seminario en la Universidad de Buenos Aires, en junio de 2020, el Presidente dijo sentirse solo en la región, ya que no contaba con los mandatarios progresistas de la década del 2000 para “poner a América Latina de pie”. Solamente Andrés López Obrador, lamentó, lo acompañaría en su misión de “cambiar el mundo capitalista”. Aunque el presidente mexicano es un hombre de viejos pergaminos de izquierda que ha criticado duramente el giro neoliberal realizado por su país en las últimas décadas, cabe preguntarse si realmente es un aliado idóneo y necesario para la Argentina. Al respecto, en un artículo publicado un día después de la asunción de Fernández y Solá, Juan Tokatlián escribió que “México puede ser un buen socio, pero no es (ni debería ser) un nuevo eje compensatorio” para los verdaderos desafíos que presenta América Latina. Las diferencias de etiquetas políticas de Fernández con Jair Bolsonaro, Sebastián Piñera o Luis Lacalle Pou han sido una línea roja para la gestualidad progresista del kirchnerismo. De ahí la invención del eje de izquierda con México, un país que el electorado argentino conoce poco, pero que puede funcionar para aparentar autonomía.
De hecho, Roberto Russell dijo hace unos meses que “pensar en construir una Patria Grande con México, en el lenguaje del kirchnerismo, es una incomprensión absoluta de qué es México y cómo se posiciona México en América Latina”. Según el politólogo mexicano Jorge Chabat, los presidentes mexicanos sobreactuaban en el siglo XX sus discursos latinoamericanistas y de distanciamiento con Estados Unidos para sostener la legitimidad ante un electorado permeable a la retórica antiamericana. La participación de México en los organismos regionales ha sido muy limitada y la relación económica con el conjunto de la región, débil. A pesar de su retórica, López Obrador no ha modificado, en lo substancial, las relaciones con Washington, una auténtica política de estado para México. De hecho, como presidente, no ha viajado más que al vecino del norte y suele repetir que “la mejor política exterior es la política interior“. Su correspondencia amistosa con los discursos milenaristas de Alberto Fernández sobre el fin del capitalismo financiero no debería ser tomada muy en serio. En los hechos, el presidente mexicano ha adoptado una posición colaborativa con Donald Trump, comprometiéndose con la reforma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y con la securitización de los pasos fronterizos para controlar la migración centroamericana. En síntesis, sean cuales sean las intenciones argentinas al insistir con el eje mexicano, la prioridad de México está en el norte.
2. El giro pragmático
Hace unos meses, el politólogo norteamericano Steven Levitsky dijo a Perfil que, a pesar de su nacionalismo de cuño latinoamericanista, el peronismo tiene mucho en común con Estados Unidos y puede ser su socio en la región. De hecho, tras un año y medio de una política exterior heterodoxa, desde julio de 2021 han tomado más protagonismo otros cuadros del Gobierno que intentan trazar una labor más racional con los Estados Unidos, conscientes de las necesidades financieras argentinas y de las fallas del esquema de provisión de vacunas predilecto del gobierno. Como explicó Inés Capdevila, Rusia ha mostrado ser un “gigante con pies de barro”, una potencia de ambiciones planetarias pero con un PBI más similar al de Brasil o México. Aunque su vacuna sea de buena calidad, su capacidad de producción no ha estado a la altura de sus promesas y la escasa transparencia de sus instituciones han inducido a los organismos multilaterales, como la Organización Mundial de la Salud o la Agencia Europea de Medicamentos, a retrasar su aprobación. De este modo, el incumplimiento de Putin, a pesar de todos los caminos allanados por el gobierno argentino, ha forzado a volver la mirada a Joe Biden. El nuevo presidente estadounidense esgrime un renovado discurso progresista, en la tradición de Franklin Roosevelt y Lyndon Johnson, y ha declarado que “America is back” y que está lista para proveer al mundo en desarrollo de las vacunas y los fondos necesarios para la recuperación pospandemia.
En este sentido, el embajador argentino en Washington, Jorge Argüello, ha sido, según Carlos Pagni, un hombre capaz de “extraer agua de las piedras” para acercar al gobierno de Fernández a Estados Unidos, que para agosto ya había enviado unas 3,5 millones de dosis a la Argentina. Además, Argüello ha sido una ficha clave para lograr la visita a Buenos Aires de Jake Sullivan, encargado del Consejo de Seguridad Nacional. Durante la visita, Alberto agradeció públicamente al presidente Biden el envío de vacunas y Sullivan parece haberse llevado la impresión de un gobierno argentino que puede hacer de interlocutor latinoamericano para Estados Unidos. América Latina no entrará dentro de las prioridades actuales de la política exterior de la Casa Blanca y Biden habrá cambiado la diplomacia arrogante de Trump por la cordialidad hemisférica, pero, aun así, la gran preocupación de Washington en nuestra región continúa siendo la misma: la penetración china. Mediante el comercio, las inversiones de infraestructura y la reciente dotación de vacunas, Beijing ha incrementado su influencia en América Latina y hace grandes promesas, como el aterrizaje de la tecnología 5G. De hecho, en 2020 Cristina había negociado la inclusión de Argentina a los acuerdos para la implementación de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, megaproyecto de infraestructura para conectar a China con el resto del mundo. Sin embargo, a pesar de estas gestiones y de las adhesiones de la mayoría de los países latinoamericanos, Alberto mantiene la firma del acuerdo en suspenso, precisamente, para no ofender a Joe Biden.
Alberto mantiene la firma del acuerdo en suspenso, precisamente, para no ofender a Joe Biden.
Debe tenerse en cuenta que Biden no cuenta con aliados firmes en una América Latina que, hasta el inicio de la pandemia, presentaba síntomas de convulsión social e inestabilidad política. En comparación con sus vecinos, Argentina ha sido una excepción. Además, Alberto Fernández demuestra las mismas sensibilidades de Biden por la justicia social y por la agenda climática, instrumento de soft power para restaurar la diplomacia americana e incomodar a China y a Rusia, respectivamente, la gran fábrica del mundo y uno de los principales productores de hidrocarburos. Como lo ha demostrado en sus declaraciones en la Cumbre Climática de las Américas y en el Foro de las Principales Economías sobre la Energía y el Clima, Fernández busca acercarse a las democracias liberales de Occidente y, con la mirada puesta en su gravitación en el FMI, se presenta como un aliado latinoamericano mucho más confiable que el exaltado Bolsonaro.
Aunque este giro hacia el Atlántico Norte parece desmentir todas las imágenes convencionales del kirchnerismo, la política exterior argentina continúa presentando un lastre, que se explica por las propias contradicciones internas del Frente de Todos. En primer lugar, están las negociaciones pendientes con el FMI. El kirchnerismo exige benevolencia al Fondo, al mismo tiempo que critica la gestión negociadora de Martín Guzmán y se niega aceptar la racionalidad presupuestaria que el organismo requiere para la firma de los acuerdos. Además, Alberto Fernández no puede o no quiere aún despegarse del gobierno de Nicolás Maduro, ni se atrevió a cuestionar abiertamente las violaciones humanitarias del sandinismo y el castrismo. Por otro lado, si las relaciones con Rusia se han enfriado, la importancia de China para la Argentina es innegable e imposible de revertir. El Gobierno debe hacer el equilibrio entre la relevancia económica de las relaciones chinas y la necesidad de su conexión estadounidense. De acuerdo con los datos provistos por Leandro Marcelo Bona y Sergio Martín Páez, la inversión china en Argentina, entre 2003 y 2018, alcanzó los 12.500 millones de dólares, mientras que, según el INDEC, los intercambios comerciales entre los dos países alcanzaron los 16.000 millones de dólares en 2019.
3. Los lastres del Mercosur
Las relaciones a distancia entre Alberto Fernández y Bolsonaro no han sido las más cordiales, por decirlo suavemente. Si bien el argentino carece de tacto diplomático y gusta de entrometerse en asuntos domésticos ajenos, lo cierto es que el presidente brasileño se ha destacado por sus insultos y sus chicanas a más de un jefe de estado y ha acusado al kirchnerismo de ser la causa de todos los males argentinos. Con estos antecedentes, en noviembre de 2020, en una videollamada por el Día de la Amistad Argentina-Brasileña, Alberto pidió a Bolsonaro dejar atrás las diferencias del pasado y potenciar los puntos de acuerdo entre sus dos países para relanzar el Mercosur. Este tipo de gestos diplomáticos serían más que necesarios, teniendo en cuenta el distanciamiento ideológico entre ambos mandatarios, en términos de política económica y política exterior. Desde 2019, el “Trump de los trópicos” ha radicalizado la diplomacia brasileña, mediante un alineamiento acrítico con Estados Unidos y una reivindicación de la soberanía en clave nacionalista, en rechazo del globalismo y de la cooperación multilateral. Además, ha permitido la reinserción de las Fuerzas Armadas en ciertos sectores del Estado, reivindica la obra de la dictadura militar brasileña, sostiene valores conservadores y religiosos, rechaza la identidad latinoamericana y ha realizado una “caza de brujas” en el Palacio de Itamaraty. De este modo, Bolsonaro ha podido abandonar la UNASUR y la CELAC y adoptar una actitud de llano enfrentamiento con lo que él llama el “eje bolivariano” de Venezuela y Argentina.
Ahora bien, la indisposición actual entre Brasil y Argentina no es solamente el producto de la diplomacia presidencial, sino también de la retracción de las relaciones comerciales en el seno del Mercosur. En líneas generales, el aumento del comercio con los mercados de Asia-Pacífico ha producido un efecto centrífugo y el inicio de un acalorado debate que enfrenta al gobierno peronista, partidario de mantener al bloque como una fortaleza para proteger el entramado industrial argentino, contra Paulo Guedes, ministro de Economía de Brasil, y el presidente Lacalle Pou, que consideran que el Mercosur debe ser flexibilizado para alentar la llegada de inversiones, insertarse en las cadenas globales de valor y concretar tratados de comercio individualmente. De hecho, Lacalle se ha referido al proteccionismo argentino como una suerte de lastre y, a principios de julio, “pateó el tablero”, al anunciar que su país buscaría comercializar con otros países por fuera del Mercosur, algo que requiere el consenso unánime de los miembros. A su vez, el 27 de septiembre, en un evento de la Cámara de Comercio Internacional, Guedes afirmó que el “Mercosur es una plataforma de integración en la economía global. Si no cumple esa función, lo vamos a modernizar y los que estén incómodos que se retiren”. Por su parte, Daniel Scioli, embajador en Brasilia desde junio de 2020, no se ha dejado arrastrar por la retórica presidencial y ha construido una buena sintonía con el presidente brasileño. El propio Bolsonaro ha felicitado a Scioli por su gestión y, a través de él, ha comunicado que está más que dispuesto a superar la crisis de relaciones argentino-brasileñas. Scioli ha tenido una actividad intensa como embajador y ha declarado que su misión es recuperar la agenda positiva con Brasil y atraer inversiones de dicho país a la Argentina para “generar dólares genuinos”. Es más, el 30 de septiembre, en una entrevista con Gustavo Sylvestre, en Radio 10, el embajador dijo que, en el último año, las exportaciones argentinas a Brasil crecieron un 60%, alcanzando niveles superiores a 2019.
Lo cierto es que, hoy en día, la Argentina necesita a Brasil mucho más de lo que Brasil necesita a la Argentina.
Lo cierto es que, hoy en día, la Argentina necesita a Brasil mucho más de lo que Brasil necesita a la Argentina. Los números aportados por la CEPAL, en 2019, indican que, entre 2007 y 2015, los intercambios en el bloque se redujeron un 30% y que, entre 2011 y 2019, las exportaciones argentinas a Brasil bajaron un 40%, mientras que las brasileñas en Argentina, un 50%. Además, Brasil es el destino del 20% de las exportaciones de Argentina y el origen de un 19% de sus importaciones, mientras que la Argentina representa apenas el 4,7% de las ventas externas de Brasil y el 7,2% de sus importaciones, según un trabajo de Julieta Zelicovich. De esta manera, la tendencia contractiva acentúa la interdependencia asimétrica entre los dos países y la irrelevancia creciente de la relación bilateral.
Al enfrentamiento ideológico y las fallas estructurales del Mercosur se ha agregado el Covid como factor de desunión. A través de la caracterización peligrosa del extranjero y de las metáforas bélicas para referirse al virus, la Argentina se ha inclinado por situaciones de estado de excepción, medidas de vigilancia y aislamiento internacional. Según Alejandro Frenkel, la pandemia provocó la resurrección de una concepción de seguridad sobre las fronteras, que ve en ellas una barrera material que protege el territorio nacional, en lugar de concebirlas como puntos de partida para la integración. Al despertar los discursos soberanistas, las medidas de confinamiento y de aislamiento del gobierno nacional desnudaron los problemas estructurales de las relaciones sudamericanas y de su modelo de integración “desde arriba”. Por el contrario, Bolsonaro se ha destacado a nivel mundial por una actitud altanera y ligera para con los efectos de la pandemia, lo cual ha alimentado las diferencias con el modelo de Alberto Fernández y su cuarentena larga.
Vistos los limitantes externos, no resulta tan extraño que, desde un principio, desesperado por encontrar puntos de apoyo, Alberto Fernández haya intentado adaptarse a la diplomacia heterodoxa del Instituto Patria. Ahora bien, según Tokatlián, la politización de la política exterior al modo kirchnerista dificulta enormemente la consistencia de una estrategia internacional. El propio Tokatlian, que integra, junto a Alberto Fernández, un consejo asesor de Cancillería sobre asuntos relacionados con Malvinas, dijo a La Nación en julio de 2020 que la realidad actual de la región y del mundo exigía una diplomacia argentina modesta y flexible. No es una época para la sobreactuación, las definiciones morales o la lógica de la confrontación. Un país como Argentina –periférico, endeudado y poco inserto en la economía mundial– necesita tender puentes, no dinamitarlos. Contra lo que piensan muchos halcones peronistas, la Cancillería y la presidencia podrían practicar una política exterior autónoma, progresista y ecuánime, como parece haber comenzado a hacerlo desde julio de este año.
Por otro lado, reparar las relaciones con Brasil y los gobiernos en Chile y Uruguay no puede ser postergado. Una evaluación realista de las limitaciones argentinas y de la situación regional que deseche el patrioterismo surrealista del kirchnerismo, un sinceramiento sobre los intereses a largo plazo y una Cancillería centrada en objetivos y no en principios ideológicos, serían parte del camino para superar los límites de la diplomacia argentina. Algo no muy distinto a lo enunciado por Felipe Solá en diciembre de 2019. El reciente acuerdo con Brasil para la reducción del Arancel Externo Común en un 10% (para la mayoría de los bienes importados) parece demostrar que Alberto habría aceptado que no puede continuar peleándose con sus socios regionales. Quedará por ver si las consecuencias de las elecciones de noviembre fortalecen o debilitan al Presidente y si le permiten al nuevo canciller, Santiago Cafiero, cumplir con el delicado equilibrio entre Estados Unidos y China y recomponer el vínculo brasileño o si la Argentina quemará todas las naves en pos de una épica recuperación de su soberanía económica, financiera, presupuestaria y cuantas otras soberanías entren en la semántica kirchnerista.
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