ELÍAS WENGIEL
Domingo

Más que una batalla cultural

Si las opciones siguen siendo Seúl o Pyongyang, no queda otra que ganar la disputa política para poder, por fin, dedicarnos a las cosas que realmente queremos.

Hace ya más de dos años, Seúl hizo un número especial para preguntarse sobre la necesidad de disputar el sentido. “¿Existe un dominio del populismo-kirchnerismo sobre el sentido común argentino?”, era la pregunta inicial y la respuesta podría haberse resumido en un sí, rotundo e innegable. Seguía otra pregunta: “¿Cómo se debe impulsar un cambio?”. Las reflexiones y opiniones de ese número, entonces, giraron sobre la llamada batalla cultural.

Dos años después, la hegemonía del discurso kirchnerista no parece tan sólida. Sí se mantiene inquebrantable entre periodistas, académicos, intelectuales, artistas; pero, definitivamente, ése no es el sentido común. No parece, en cambio, que haya pasado lo mismo con el populismo, que sí forma parte de nuestro ADN nacional desde hace casi 80 años. El kirchnerismo pasó (está en eso) del mismo modo en que pasó el menemismo, que se terminó yendo en fade out tras una última elección con el 24% de los votos hace 20 años. El mismo día en que nació la versión siguiente. Mientras tanto, el populismo de origen no sólo pervive, sino que ha ido en ascenso mientras todo lo demás caía.

En su momento, la idea de la batalla cultural me pareció interesante, sin detenerme a pensar demasiado en la figura, pero lo cierto es que no soy soldado, no me gustan la jerga castrense ni la militancia ni la orga ni la jefa ni los comandantes ni las órdenes ni los encuadramientos. Aquello de que la guerra es la continuación de la política por otros medios no sé si es cierto pero sí elocuente: si ha de haber batallas, son en el terreno de la política. Y lo que pasó en Jujuy ha demostrado que hay gente dispuesta a llevarlas adelante más allá de la metáfora. Con piedras, fuego, palos, armas: eso no es una batalla cultural.

En su momento, la idea de la batalla cultural me pareció interesante sin detenerme a pensar demasiado en la figura, pero lo cierto es que no soy soldado.

Recuerdo el aporte de Juan José Sebreli para aquel número especial. Impecable, como siempre, y sin embargo cuando lo reviso para escribir esto, hay algo que no me cierra. No sobre lo que él dice, sino sobre lo que yo leo. Dice Sebreli: “La batalla cultural en el período 2015-2019 la ganó, lamentablemente, el populismo desde la oposición. La trampa consistió en lograr el predominio de lo emotivo sobre lo racional, el relato sobre la realidad, el presente inmediato sobre el cambio profundo, el cortoplacismo sobre el proyecto, la hegemonía estatal sobre las libertades individuales y el asistencialismo sobre la cultura del trabajo”. No hay dudas sobre esto. Tampoco sobre la constatación de que el poco apego a lo racional, a la realidad, a los cambios de largo plazo, al respeto de las libertades individuales, a la cultura del trabajo, exceden con mucho el período 2015-2019. Eso prima en la sociedad argentina desde hace décadas.

El caso emblemático sobre el que se detiene Sebreli es el caso Maldonado:

La foto de un muchacho de clase media, con el pelo desordenado y ropas de andariego que vagaba por rutas de Latinoamérica, al estilo del Che Guevara, un nómade reivindicando instancias contrarias al poder, parecía ser la imagen misma de la rebeldía. Añadido a ello acababa de participar en una manifestación a favor de los mapuches en la que Gendarmería tomó intervención. Si a eso se sumaba que el joven había desaparecido, y que la palabra desaparecido tiene en nuestro país una historia y un peso siniestros, ya el cuadro estaba completo. La foto circuló y se propagó. Se infiltró a través de los docentes en todos los colegios, públicos y privados. No había sitio que no fuera colonizado por esa imagen icónica de un Cristo vernáculo sobre una cruz que adoptaba la forma de “gendarmes asesinos”.

Más de 50 peritos confirmaron lo que pasó con Santiago Maldonado. Pero el “caso Maldonado” es otra cosa, el ejemplo paradigmático de una narrativa. Porque, más allá de las pruebas, más allá de la verdad, hay quienes eligen quedarse con esa imagen que abona a su historia de héroes y villanos. Ahí no hay ninguna batalla para dar. Ya decidieron.

Sigamos el razonamiento, sin fallas, de Sebreli. Si la imagen del joven idealista perseguido por gendarmes era conmovedora, ¿no lo es también la de una mujer tirada a los chanchos? ¿No es suficientemente fuerte? No alcanza para salir con carteles en la tele y en las redes, no impacta como para pasar lista en los salones y que cada niño del país se pregunte dónde está Cecilia. ¿No es suficientemente impresionante, patético, inquietante, turbador? No se trata de una batalla cultural sino política. Y en ese terreno es donde se libra.

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“Todo es político”. Hace 20 años que venimos escuchando el mantra mientras experimentamos lo contrario e intentamos vivir nuestras vidas. Sabemos, clara y contundentemente, que sí es político que un grupo de candidatos vinculados con un gobernador estén acusados de matar a una mujer y no escatimar en prácticas mafiosas y truculentas para hacerla desaparecer. De la misma manera que sabemos que es político desembarcar en una provincia opositora para evitar su reforma constitucional, recordar lo que saben hacer y avisar que volverán a hacerlo. Lo que no sé si es político, ideológico, canalla o pueril, es callar frente a una provincia y gritar por la otra, aunque la explicación puede ser más simple y para muchos no se trata más que de mantener estables las finanzas: el subsidio, la beca, la pauta, el carguito, la oenegé. El asistencialismo del que hablaba Sebreli en su versión palermitana. No siempre es la política. A veces es la economía, como dijo el viejo Bill.

Sabemos qué es político y que no lo es. Ni lo que comemos ni lo que menstruamos ni lo que leemos ni lo que compramos ni los modos en los que nos divertimos. Pero parte constitutiva de nuestro storytelling nacional es jactarnos de que en este país todo el mundo todo el tiempo habla de política (somos una sociedad muy politizada, no como los suizos que se conforman con votar) cuando en realidad de lo único que se habla es de nuevos nombres para viejas asociaciones, de candidatos y aspirantes a candidatos. Personas detrás de las cuales otras personas se encolumnan. Creo que no siempre nos damos cuenta pero gastamos gran parte de nuestras vidas hablando de funcionarios: si no fuera tan kafkiano, nos daría risa.

El agobio constante

Argentina es agotadora. Quisiera no participar de ninguna batalla cultural. Me gustaría que el proceso electoral fuera una habitual, sosa, repetitiva costumbre democrática que nos lleve a la alternancia. Me gustaría que, después del consenso democrático del ’83, hubiera quedado claro que un partido político no es “la Patria” sino una agrupación de ciudadanos entre otras. Me gustaría que fueran a elecciones para ver cuántos los votan y, cuando termina el escrutinio, si pierden saludan y se dedican a representar a una parte de la ciudadanía desde la oposición y, si ganan, se dedican a gobernar para todos.

Me gustaría que los políticos se dedicaran a hacer su trabajo de servidores públicos en el marco de una república. Que ningún partido se considere el único legítimo para gobernar, que no se sienta dueño del Estado. Que hacerlo no esté naturalizado. Me gustaría que eso formara parte de nuestro sentido común compartido y que no haya que dar batallas. Porque eso sería totalitarismo y, frente a los totalitarios, las batallas no son culturales. Son políticas.

Frente a los totalitarios, las batallas no son culturales. Son políticas.

Hace casi dos años publiqué mi primera nota en Seúl. La escribí para otro medio cuyo editor consideró que su premisa no le “terminaba de cerrar” y la rechazó. Se trataba del humor y también del espíritu de los tiempos que prescriben lo que se puede decir y lo que no, de qué cosas nos podemos reír. Alguien me sugirió enviarla a Seúl, conseguí un contacto, envié mi texto, a los editores les gustó, eligieron un título mejor que el que yo había propuesto y, desde entonces, escribo acá. Matcheamos. Fue una coincidencia feliz, aunque improbable.

Claramente, Seúl tiene a la política como el centro sobre el que gravita la mayoría de sus contenidos y a mí no me gusta la coyuntura, no me atrae la política, me parece una actividad loable pero aburrida. Prefiero los libros, las historias, los personajes. “Otra nota de rigurosa actualidad”, bromeamos con el editor cuando le mando algo sobre El matadero de Esteban Echeverría, el nacimiento de la revista Sur de la mano de Victoria Ocampo o el perfil de Mansilla sobre su tío Rozas, el estanciero restaurador. Y resulta que esos relatos también nos hablan del presente: hordas de hambrientos descuartizando vacas en la ruta al lado de un camión, las opciones universalistas de los intelectuales contra el nacionalismo, el trabajo literario y periodístico frente a un poder que se sueña total.

Esta revista nació con un nombre que es un chiste sobre otro chiste y también una declaración de principios. Fue en enero de 2021 y rápidamente creó comunidad: los lectores sentimos que venía a llenar un hueco. Como el país imaginario del centro no existe y enfrente está Pyongyang, la opción es Seúl. Perdón por la cursilería, pero ése es un lugar soñado en el que vivir y del que nuestros hijos no se quieran ir, uno en el que no haga falta estar permanentemente batallando, sin tener que salir a decir cada vez que la patria no son ellos, que un subsidio no es un empleo, que piquetero no es un oficio, que oponerse no es discurso de odio, que el amor no es una categoría política. En ese lugar que puede ser un país, vivimos la vida sin más, comemos y tomamos un vino, nos demoramos en charlas sobre libros, películas, series, discos, sin sentir que hay algo urgente allá afuera que nos reclama.

 

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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