BERNARDO ERLICH
Domingo

Libros en la pira

La invitación a quemar los libros de Sarlo fue un episodio menor, pero permite reflexionar sobre la censura, la libertad de expresión y la valentía de la escritora frente al 'establishment' intelectual.

El convite a quemar libros de Beatriz Sarlo, hace unas semanas, me pareció de mal gusto, imprudente, intolerante, agresivo, torpe, estúpido. Me pareció. A mí. A la gente de Kokoro Libros, una librería transfeminista de Almagro, le pareció que invitar a quemarlos “en vivo” era expresar, oportuna y legítimamente, su alto grado de fastidio con Sarlo.

Antes de avanzar en el tema, quiero advertir que el incidente aquí comentado es per se trivial e intrascendente. Sus 15 minutos de bombo mediático pasaron sin pena ni gloria. Pero una antigua práctica de abogados enseña a aprovechar asuntos menores, sin peso específico propio, para analizar cuestiones conceptuales. En este caso ciertos aspectos de la libertad de expresión.

Primera conclusión: quemar voluntariamente un libro de la propia biblioteca no es promover la censura. La censura requiere, como mínimo, una posición de poder del censor sobre el censurado. Es absurdo comparar la gaffe de Kokoro con la quema compulsiva de libros por parte de autoridades gubernamentales o religiosas. Aunque resulte efectista como descalificación dialéctica.

No hay ningún “discurso de odio” en la intensa invitación de la librera incineradora. Su tono acaso sea ‘freaky’, pero no ‘creepy’.

No hay ningún “discurso de odio” en la intensa invitación de la librera incineradora. Su tono acaso sea freaky, pero no creepy. No promueve el secuestro, la requisa ni la confiscación de libros de Beatriz Sarlo. Ni el exterminio de la autora, de su obra o de sus lectores. Tampoco pretende prohibir que Sarlo escriba, publique, sea leída o se difunda su pensamiento.

Por otra parte, los libros como objeto no tienen ninguna protección especial. Son bienes muebles, inanimados y no sintientes. Su dueño puede hacer con ellos lo que le dé la gana. Cada librería decide qué libros exhibir y vender y cuáles no. Como cada lector elige los libros que quiere en su biblioteca y los que no. La libre y caprichosa exclusión de obras y autores es un derecho tan fundamental como la inclusión de otros (hablamos siempre de espacios privados). Y la decisión de qué libros conservar y de cuáles deshacerse es continuamente mutable y depende del humor y la buena, o mala, voluntad de su dueño.

La libertad de expresión y sus límites

Aunque asociamos la libertad de expresión con el derecho a decir o escribir desinhibidamente lo que queramos, su tutela es mucho más amplia y cubre cualquier modalidad expresiva. Salvo cuando, no importa el formato empleado, lo expresado tiene como consecuencia directa un daño real. Es decir, sus restricciones no son por forma ni contenido sino por resultado dañino (la pornografía infantil, prohibida siempre, es la única excepción convencional en la materia).

Así, la libertad de expresión no protegería la transmisión de instrucciones para perpetrar un delito concreto y determinado (ni un robo, ni una violación, ni un asesinato, ni un pogrom, ni un golpe de estado). Tampoco dar una falsa alarma de incendio en un teatro repleto o dirigir engañosamente hacia puertas cerradas a una multitud que sale de un estadio. Ni, menos tremendista, que un espectador toque la trompeta durante un concierto. Ni siquiera que converse a los gritos o utilice el celular durante el espectáculo.

El límite a la libertad de expresión sería, entonces, el daño a otros: un daño objetivo, directo e inmediato. Quemar simbólicamente algo destruye al símbolo, no lo simbolizado. Y la ofensa que puede causar una expresión provocadora no es daño.

Ser ‘ofendidizo’ no es un derecho ni cuenta con protección especial (sí la tiene el honor de las personas, que es otra cosa).

Ser ofendidizo no es un derecho ni cuenta con protección especial (sí la tiene el honor de las personas, que es otra cosa). Ofenderse o no por lo que dice o hace otro encierra una enorme subjetividad y bastante susceptibilidad. Y en una democracia republicana se prioriza asegurar la libre expresión y circulación de ideas, aun si son potencialmente ofensivas. Por eso, incluso en una sociedad tan patriotera como la estadounidense, la libertad de expresión ampara quemar la bandera como forma de protesta política.

Este derecho no exige ni implica buen gusto, prudencia, tolerancia, cordialidad, carisma ni inteligencia. Ni su ejercicio garantiza acierto, buenos resultados ni satisfacción posterior alguna. 

Aunque no se retractó ni se disculpó públicamente por el faux pas, Kokoro Libros no parece tan copada con las repercusiones de su exagerada reacción, ya que habría borrado el posteo y privatizado su cuenta de Twitter. Además de aclarar, con contumaz y más fina ironía, en su perfil: “No quemamos libros” (aunque anuncien hacerlo).

El agudo Mark Twain lo dijo por boca del simplón Wilson: “Es por la gracia divina que en nuestro país tenemos tres cosas preciosas: libertad de conciencia, libertad de expresión y la prudencia de no ejercer nunca las dos primeras”.

Librera cocorita

Hipérbole gestual para ganar el aplauso del nicho de barrabravas kiciloveros en la tribuna puanera, exabrupto ofuscado por el despecho, sarcasmo mordaz convertido en chasco: se complica precisar lo que esconde el iracundo arrebato expresivo de la librera de Kokoro.

Pero el contexto temporal del posteo hace fácil adivinar que lo que encendió la mecha corta de la librera no fue nada expresado por Sarlo en las obras candidateadas a la fogata, sino el rechazo público de la autora a un ofrecimiento anómalo para vacunarse anticipadamente contra el covid-19 y su posterior declaración, ante un requerimiento judicial, sobre cómo y quién le hizo la oferta declinada.

Proclamar la quema de sus libros para expresar hartazgo tuvo una potencia simbólica muy difícil de alcanzar con palabras. Como echar al fuego cartas de amor o fotos de alguien que fue amado: tanta contundencia demostró la intención de romper, quemando naves y libros, un vínculo previo y fuerte con la autora.

Proclamar la quema de sus libros para expresar hartazgo tuvo una potencia simbólica muy difícil de alcanzar con palabras.

Tal vez hubiera sido más sobrio, elegante y conveniente postear que Kokoro Libros eliminaba de su catálogo –y la anónima librera, de su biblioteca– todos los títulos de Sarlo y los reemplazaba con la obra de Soledad Quereilhac (ideóloga de la vacunación avant la garde de una decena de influencers como ejemplo, estímulo e iluminación vanguardista para la población de a pie que no entiende nada). Pero ni la sobriedad, la elegancia o la conveniencia son obligatorias; ni el exceso, la vulgaridad o la inconveniencia están proscritas. 

Las variantes para expresar hastío eran innumerables. La utilizada, aunque extrema y descortés, es acorde a derecho. 

Mercado libre de ideas

Como con magistral elocuencia expuso John Stuart Mill, el único tribunal de ideas, opiniones y expresiones es el debate público. Mercado libre de ideas lo bautizó Oliver Wendell Holmes, cuando –antes de Auschwitz– los liberales ilustrados creían que la verdad siempre se imponía por sobre la mentira, lo que ahora nos parece un poco naíf. Pero lo cierto es que todavía podemos sostener que en general la discusión pública de cualquier expresión, por repudiable o guaranga que sea, siempre es más saludable para la sociedad que su censura.

Quizás exista un núcleo duro de barrabravas culturosos, apparátchiks pluricontratados y becarios de municipalidades del conurbano –su tamaño y entusiasmo dependerá de cuántos planes y subsidios haya habido en juego– cuyo compromiso con la revolución justicialista les haga vitorear el desplante y celebrar la estética punkie de la quema.

Y probablemente exista también una enorme mayoría silenciosa –sin vacuna ni contención, ajena a las refriegas palaciegas en las torres de marfil– que se hubiera amargado, irritado o espantado de haberse enterado de la hoguera literaria propuesta (paradójicamente, no suelen ser muy populares las incineraciones públicas promovidas por cierta variedad de populistas empoderados, cuando tienen la ocasión). 

Conviene recordar que la destrucción por el fuego (locales opositores, iglesias, ataúdes políticos) se inserta en la más primigenia tradición justicialista y forma parte de su liturgia folklórica.

Incluso, la misma librera incendiaria, una vez desahogado su inicial rencor contra Beatriz Sarlo, acaso haya reflexionado sobre la gracia y la oportunidad de su propuesta simbólica y abandonado la caza de brujas literarias. Los debates más provechosos son con uno mismo y pegarse un tiro en el pie acostumbra ser una lección inolvidable.

Para no cargar las tintas sobre el arranque individual de la intolerante librera, conviene recordar que la destrucción por el fuego (locales opositores, iglesias, ataúdes políticos), así como el menosprecio por el pensamiento crítico y los escritores independientes –la promoción de Jorge Luis Borges a inspector de aves y conejos es un buen botón de muestra–, se insertan en la más primigenia tradición justicialista y forman parte de su liturgia folklórica. “Alpargatas sí, libros no” era el jactancioso apotegma con que el primer peronismo se plantaba frente a cualquier Ilustración.

Mientras que el respeto por la ejemplaridad pública, la independencia intelectual y el coraje cívico nunca integraron el imaginario de la facción ideológica desde la que partió el simbólico llamado a quemar los libros de Sarlo y otros espasmos intimidatorios (cartas abiertas, cartas documento, vituperios mediáticos) que aún padece la autora. 

El majestuoso vuelo de la lechuza intelectual

Más significativo, reconfortante, irreverente y alentador que la boutade de Kokoro Libros resulta el gesto que la provocó. Beatriz Sarlo, cuya brillante trayectoria académica así como su compromiso con la democracia republicana, los derechos humanos y la equidad de género la hicieron merecedora de un respeto social extendido, es además una referente obligada para los egresados de la carrera de Filosofía y Letras.

Este posicionamiento, legítimamente adquirido y consolidado con los años, sumado a cierto donaire cool en su porte, la situaron en una zona de confort amplia, grata y relajada. Sarlo piensa lo que quiere, escribe lo que piensa, publica lo que escribe, vende lo que publica, leen lo que vende. Desde la antigüedad clásica existen pensadores, auténticos o impostados, que adulan al poder y otros –menos y mejores– que lo critican. 

Filósofos cortesanos antes, intelectuales de Estado hoy día, buscan el calor del poder –presencia y precedencia en palcos de autoridades y despachos ministeriales, canonjías y sinecuras gubernamentales o paraestatales– como premio consuelo a su mediocridad, adocenamiento y baja autoestima. 

La impertinencia de Sarlo al patear el tablero del ‘establishment’ intelectualoide resultó mucho más audaz, transgresora e irreverente que la invitación a la barbarie de la anónima librera cocorita.

Pero la mejor tradición del pensamiento occidental –Sócrates, Spinoza, Voltaire, Unamuno, Orwell, Camus y Bertrand Russell, por hacer un mínimo name dropping– se encolumna tras la figura del intelectual disruptivo con el statu quo que desafía la sabiduría convencional e incomoda al poder establecido. 

En esa dirección, las mesuradas, prudentes y afiladas declaraciones de Beatriz Sarlo, haciendo público que había declinado una propuesta de vacunación acomodada que la primera mujer bonaerense le había hecho llegar, cauta y enfáticamente, a través del editor de ambas, fueron una refrescante expresión de dignidad, autonomía y libertad.

La impertinencia de Sarlo al patear el tablero del establishment intelectualoide, iniciando una polémica sobre las implicancias éticas de ofrecer y aceptar privilegios vacunatorios por debajo de la mesa (la expresión coloquial utilizada me parece feliz, adecuada y precisa), resultó mucho más audaz, transgresora e irreverente que la invitación a la barbarie de la anónima librera cocorita.

La relación preexistente entre Sarlo y el comedido editor que operó de mensajero hacía improbable que la indecente propuesta trascendiera, aunque la autora no se prestara al juego ideado por Quereilhac. Sin embargo, Sarlo –pese a su edad y situación– no solo no se dejó tentar por el irregular privilegio que protegería su salud, sino que tampoco se dejó silenciar por falsos “códigos” de lealtad, sobreentendidos bajo la mesa ni extorsiones emocionales. Ni se refugió en su cálida y cómoda zona de confort editorial. 

Sin pelos en la lengua, pero sin exponer datos superfluos para el debate ético, expresó su posición contestataria, igualitaria y democrática.

Sin pelos en la lengua, pero sin exponer datos superfluos para el debate ético, expresó su posición contestataria, igualitaria y democrática. Solo después, ante un requerimiento judicial en la causa del vacunamiento VIP de los amigos del ministro Ginés y el presidente Fernández, brindó circunstancias y nombres. 

Esta declaración judicial fue la gota que colmó el vaso y provocó que Quereilhac, Kicillof, Kokoro Libros y otros progres orgánicos reaccionaran poniendo el grito en el cielo y rasgándose las vestiduras, disgustados y escandalizados por la ingrata insolencia de la vieja profesora.

La majestuosa dignidad de la dama, su impecable comportamiento (ni respondió al ultraje de Kokoro Libros) y la alegre gallardía con que, a los 78 años cumplidos, se plantó y enfrentó, solita y sola, la prepotente seducción del poder y la disciplinada intelligentsia cortesana, confirman que Sarlo es uno de aquellos espíritus selectos que con la madurez alcanzan la sabiduría. “Es en la penumbra de la vida cuando la lechuza de Minerva levanta vuelo”, en las célebres palabras de Hegel.

La refrescante conducta independiente, inteligente, lúcida, límpida, transparente, disidente y valiente de Beatriz Sarlo merece más que aplausos: una ovación.

 

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Fabián Rodríguez Simón

Abogado y parlamentario del Mercosur (PRO-Cambiemos).

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