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Aerolíneas no somos todos

Las empresas públicas no son "de todos", son de los funcionarios y sindicalistas que las manejan y cuyo objetivo principal es su propia supervivencia. Por eso lo mejor es privatizarlas.

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En la década del ’90, luego de que fuera privatizada Aerolíneas Argentinas, y del proceso de deterioro de la compañía que devino posteriormente, se hizo muy conocida una consigna difundida por algunos de sus gremios: “Todos Somos Aerolíneas”.

La privatización de Aerolíneas fue una mala privatización, sin competencia real, cuyo ganador fue un consorcio liderado por la entonces también estatal española Iberia, a su vez acosada por muchos problemas. Probablemente por esa razón, la consigna “Todos Somos Aerolíneas” tuvo –en aquella época– cierto consenso, frente al evidente mal manejo de la compañía por parte de los compradores. Era frecuente leer en los medios que el nuevo propietario (fue cambiando de manos, en realidad) canibalizaba los aviones de Aerolíneas, o los vendía en un proceso denominado “sale and lease-back” para hacerse de fondos para pagar la propia venta.

El adjudicatario de la empresa aérea, en julio de 1990, era un consorcio integrado por Iberia y Aeronac, un grupo empresario argentino cuyo miembro más importante era Cielos del Sur S.A., propietario de Austral Líneas Aéreas. La oferta por el 85% de la compañía fue por US$ 529,6 millones, que se comprometieron a pagar de la siguiente manera: 130 millones al contado, 130 millones financiados a diez años y el resto en títulos de deuda pública por valor nominal de 1.610 millones, que a precio de mercado equivalían a lo necesario para completar el pago.

También se asumieron compromisos de renovación de flota (bastante ambiciosos), entre otros. Incumplieron tanto los compromisos de pago como los de inversión, y la compañía entró en un túnel complicado, que incluyó la venta al operador turístico español Marsans, que siguió el camino descendiente.

Con lo que puso en Aerolíneas, el Estado argentino podría haber sido el accionista mayoritario de American Airlines, la mayor línea aérea del mundo.

Años después, y luego de una oscura historia de idas, vueltas, líneas aéreas estatales con empleados pero sin aviones, y vericuetos que dan hasta para una novela, el gobierno de Cristina Kirchner envió al Congreso un proyecto de expropiación y estatización de la compañía que fue aprobado con los votos del oficialismo y con la oposición de lo que años después sería Juntos por el Cambio: el PRO, la UCR, la Coalición Cívica y el peronismo no kirchnerista.

El Estado argentino perdió en el CIADI un juicio por esta estatización y debió pagarle a Marsans 320 millones de dólares. Pero lo más impactante es lo que el Estado le transfirió a la compañía luego de la estatización: 7.600 millones de dólares entre 2009 y 2023, de acuerdo a lo estimado por Chequeado. Es decir, 165 dólares por habitante. Un pasaje ida y vuelta a Mendoza, pongamos. O, para dar otro ejemplo, lo necesario para comprar el 80% del grupo American Airlines, esto es la compañía madre y todas sus subsidiarias. American Airlines (la línea aérea más grande del mundo) transportó el año pasado a 218 millones de pasajeros, 17 veces más que los 13 millones que llevó Aerolíneas.

En resumen, el Estado argentino, con lo que puso en Aerolíneas, podría haber sido el accionista mayoritario de la mayor línea aérea del mundo, que además ganó dinero el año pasado: 48 millones de dólares de acuerdo a Bloomberg.

Si ponemos el foco en el negocio, fue sin dudas pésimo para el Estado. Invirtió en una compañía (entre el valor de compra y lo que le dio año tras año para operación y mantenimiento) más de diez veces su valor esta. Pero aceptemos como lícito –en principio– plantear que quizás el valor de una compañía pública no está en lo que se gana, sino en alguna externalidad. Beneficio social, de desarrollo, geopolítico o algún otro.

El verso de la soberanía

Lo primero que habría que decir al respecto es que esa externalidad o beneficio secundario debería estar claramente identificado, con métricas que permitan mensurarlo. Cosas como “soberanía” y “orgullo” no deberían ser un motivo para invertir recursos de los contribuyentes. Nunca, pero mucho menos en un país que tiene serios problemas fiscales.

Dicho esto, repasemos un poco los motivos por los cuales se justifica que una empresa sea pública: “Es estratégica”. En lo personal, al término “estratégico” le aplicaría la “doctrina Barrionuevo”: dejemos de usarlo al menos por dos años. Pero aceptándolo, y suponiendo que una razón estratégica significa que el país ganará algo en el mediano o largo plazo, se debería mensurar correctamente eso, y responder a la sociedad, que está invirtiendo en algo que verá una generación posterior. No está mal en sí, hay países que lo hacen. Pero sacar recursos presentes para un beneficio futuro debe ser algo posible de ser medido y –cómo no– auditado.

“Genera un beneficio social, atiende sectores vulnerables, fomenta el desarrollo de un sector clave”. Es un argumento que se utiliza mucho para defender el subsidio a Aerolíneas. En el caso de esa compañía, ese argumento no se sostiene. Aerolíneas vuela a Miami, Roma, Nueva York, Río de Janeiro. No a Las Ovejas, en la cordillera patagónica. Igual alguien podría decir: “Bueno, pero con lo que gana volando a Miami fomenta el vuelo a…”. No pasa, ya vimos.

Si el Estado decide fomentar una ruta puede hacerlo licitando un subsidio, una pre-compra de tickets o un mecanismo similar entre empresas privadas.

Pero aceptemos el supuesto. En primer lugar, Aerolíneas no ha podido demostrar que gana dinero con las rutas de largo ratio. Compite contra tanques que trabajan con grandes volúmenes y bajo margen. Por ejemplo, American (¡la que podríamos haber comprado!). Pero si ganara, nunca sería lo suficiente como para sostener una ruta a pérdida de manera permanente. Debería sacar recursos de otro lado, desinvertir. Esa cuenta, en general, no cierra. Si el Estado decide fomentar una ruta (por una razón que debería estar muy bien fundamentada) puede hacerlo licitando un subsidio, una pre-compra de tickets o un mecanismo similar entre empresas privadas. Transparente, mensurable y seguramente mucho más eficiente.

“Posiciona a Argentina en un lugar privilegiado en el concierto internacional, implica poseer un recurso en términos geopolíticos, nos permite no depender de terceros en la provisión de…”. Puede ser, pero debería ser el resultado de un profundo análisis, midiendo nuevamente los beneficios para el país. Porque los casos relevantes en este sentido deberían ser contados con los dedos de la mano. Si todo es importante, nada lo es.

Un buen ejemplo de esto son los combustibles nucleares. Fue relevante contar con capacidades propias en la Guerra Fría, porque el riesgo de quedarse sin combustibles era real. Y hoy puede ser relevante si pensamos que desde Argentina se pueden exportar reactores nucleares. Habrá que ver si esto hoy sigue siendo así y, aun en ese caso, fabricar combustibles puede perfectamente no ser una actividad a cargo del Estado.

“Pierde plata, pero brinda un buen servicio”. Otro ejemplo que se usa para el caso de Aerolíneas. Y, efectivamente, en los vuelos de un único pasillo (cabotaje y regionales) brinda un buen servicio, es puntual, tiene buenos horarios, los aviones son relativamente nuevos y su mantenimiento es óptimo. Pero ese no puede ser, en sí, un argumento. Que tengamos trenes de larga distancia que demoran más que cuando se inauguraron en tiempos de Julio Argentino Roca no habla bien de Aerolíneas, habla muy mal de los trenes.

Por último, un argumento muy escuchado dice que determinada empresa pública “gana dinero”. Es el más interesante de todos los argumentos. Por un lado, sería importante analizar claramente por qué gana dinero, y bajo qué condiciones. Si a una empresa le doy condiciones predatorias, monopólicas y ultraprotegidas quizás gane dinero. Pero eso más que una buena noticia es el resultado de una captura de renta. Pero supongamos por un rato que gana dinero porque compite, es eficiente y por lo tanto rentable en forma sana. En ese caso, ¿para qué es pública? Un privado seguramente lo hará mejor, será más eficiente y –sobre todo– tomará riesgos empresarios con sus propios recursos. El Estado no vive de tener empresas rentables (algo que, por otra parte, no sabe hacer, en general) sino de cobrarle impuestos a quienes producen, para lo cual lo que mejor puede hacer es crear las condiciones para que produzcan y agreguen valor de la mejor manera posible.

Puede, a mi criterio, haber empresas públicas. Pero deben tener una razón de ser. Su existencia debe estar fundada en un motivo claro, medible, evaluable.

En Argentina hay una empresa que suele ser mostrada como un ejemplo de empresa pública eficiente y rentable: INVAP (que no es del Estado nacional, sino de la provincia de Río Negro). Pero sobran las evidencias que muestran que INVAP no es la regla sino la excepción, producto de que en un momento se alinearon los planetas en un campo tecnológico (el nuclear) en el que Argentina tenía cosas para mostrar, que permitió que gente muy idónea, con ideas muy claras y con muchas capacidades creara una empresa excepcional, literalmente. Por algo no hay veinte empresas como INVAP.

En resumen, puede, a mi criterio, haber empresas públicas. Pero deben tener una razón de ser. Su existencia debe estar fundada en un motivo claro, medible, evaluable. Y deben tratar de, o ser rentables o costar lo mínimo posible al fisco. Y, por otra parte, lo que tiene sentido en un momento puede no tenerlo 50 años después.

Cuando se fundó Aerolíneas, los mercados aéreos eran nuevos, incipientes y muy regulados. Muchos países tenían empresas de transporte aéreo “de bandera” estatales. Ahora esos casos se cuentan con los dedos de la mano y, en general (en Occidente, al menos), funcionan bastante mal, o han quebrado, o debieron ser rescatadas. Brasil y Chile, dos países comparables al nuestro, están mucho mejor comunicados por aire que nosotros de acuerdo con cualquier indicador, y no tienen línea pública de bandera. Chile no la tiene desde hace décadas y Brasil nunca la tuvo.

En Argentina, menos que menos

En algún punto, de todas maneras, esa no deja de ser una discusión conceptual. Si estuviéramos en Suecia, Noruega o Canadá, el debate sobre la existencia o no de empresas públicas se podría dar en los términos que describí hasta acá. Pero estamos en Argentina, y entonces hay que agregar otro tema, relacionado con la calidad de nuestras instituciones. El Estado argentino es poroso, débil, de baja calidad, grande en tamaño y pequeño en los bienes públicos que brinda. Es fácilmente “capturable” por intereses sectoriales. Mucho se ha escrito sobre este tema, y hay literatura para todos los gustos.

Las empresas públicas no escapan a esa condición que afecta al Estado nacional. Con honrosas excepciones (que las hay) suelen estar conducidas por un staff permanente que no está obligado a tomar riesgos propios cuando toma decisiones, y que tiene como objetivo principal su propia supervivencia. Pueden, además, hacer muy bien su trabajo desde el punto de vista técnico (una cosa no quita la otra). Pero el carácter “público” de las empresas públicas nacionales, en un contexto institucional débil, se desdibuja.

La empresas públicas suelen estar conducidas por un staff permanente que no está obligado a tomar riesgos propios y que tiene como objetivo principal su propia supervivencia.

Toda empresa estatal, en tanto agencia, está integrada por un grupo con intereses específicos, que no necesariamente son los de la sociedad. Y en un contexto institucional débil, este grupo debe reportar a directorios que duran poco, que no siempre son idóneos, y que no siempre cuentan con la información ni las capacidades. En un marco así, el “agente” tiende a imponer su propia agenda. Esto no es un tema moral, no estamos hablando de gente buena o mala (que, por supuesto, la hay). Es sistémico.

Lo público, entonces, se transforma en algo muy relativo. La empresa no “somos todos”. Son algunos, cuya actividad no siempre conocemos; ni tampoco conocemos cómo invierten, en qué gastan el dinero, cuáles son sus objetivos. “Somos todos” en este marco real es una consigna bastante vacía de contenido.

En el contexto de estos dos grandes marcos conceptuales (la necesidad de mensurar claramente la pertinencia de una empresa pública, y el marco institucional débil) no surge que ninguna de las 33 empresas públicas argentinas deba automáticamente seguir siendo pública. Puede que haya algunas que sí lo demuestren, pero en principio yo sugeriría atrevernos a revisar por completo el paradigma.

En lo personal, tiendo a pensar que la gran mayoría cumpliría mejor sus objetivos con otro formato. Privado, mixto, abierto a los mercados de capitales, u otras opciones. Entiendo, en definitiva, que es un buen momento para revisar para qué, en qué sector y con qué objetivos, el Estado necesita ser propietario de empresas.

 

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Julián Gadano

Sociólogo. Profesor de la UBA y la Universidad de San Andrés. Ex subsecretario de Energía Nuclear.

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