ISABEL AQUINO
Domingo

El principio del fin
de Alberto Fernández

¿Cuándo se terminó la autoridad política del presidente? Si hubiera que elegir un día, el 4 de julio de este año no sería un mal comienzo.

¿Cuándo fue el principio del fin? Algunos decían que hubo un designio inevitable desde el mismísimo 14 de mayo de 2019, cuando Cristina Fernández de Kirchner anunció vía Twitter que Alberto Fernández sería precandidato a presidente y ella a vicepresidenta en las famosas PASO

Quienes pensaban de ese modo razonaban que Cristina nunca quiso que el Gobierno de su ex Jefe de Gabinete funcionara, y ansiaba en forma inconscientesu fracaso. Su obsesión por mostrarle al mundo que no solo era una buena política, sino también una eficiente gestorafue, desde el inicio, la opinión de un sindicalista que conoce bien a ambos.

Mostraban como prueba el arrepentimiento que vivió en El Calafate el 11 de agosto de 2019, al conocer los números de las primarias. En esa jornada, el Frente de Todos obtuvo 49,49% de los votos y Juntos por el Cambio apenas el 32,94%. Al final, si me hubiera candidateado yo, ganábamos igual, fue una frase de Cristina que circuló esos días. 

Tan molesta estaba que no viajó a participar de la fiesta que los militantes de la coalición realizaban en la Ciudad de Buenos Aires y prefirió que se pasara un video que había enviado temprano, grabado cuando creía que ganaba pero por una diferencia exigua, lo que requería de su parte un discurso medido y austero, para garantizar la victoria en la elección general.

Pero la percepción generalizada dentro del oficialismo es que ese principio del fintenía otra fecha, igualmente precisa: el 4 de julio de 2022, cuando Alberto designó a Silvina Batakis como reemplazante de Martín Guzmán, quien el día anterior había renunciado intempestivamente, sin avisarle al Presidente, segundos después de que Cristina lo mencionara en un discurso que daba en Ensenada y lo comparaba con el economista Carlos Melconián, juzgado en el kirchnerismo con el peor insulto posible: neoliberal. El todavía ministro no pudo tolerar lo que consideraba otra ofensa.

Tan molesta estaba que no viajó a participar de la fiesta que los militantes de la coalición realizaban en la Ciudad de Buenos Aires.

Claro que la partida de Guzmán era esperada. Pero ni siquiera el Presidente imaginó que la concretaría ese sábado y en ese momento, opacando el discurso de Cristina, un desplante al que Alberto jamás se animaría.

La historia central de ese fin de semana fatídico se conoce. Cuando Guzmán posteó en Twitter que renunciaba, el Presidente estaba en la casa-quinta de Fabián De Sousa, el socio de Cristóbal López en C5N, en Puerto Panal, y allí se quedó hasta las 20, cuando emprendió el regreso a su casa. 

Era el 2 de julio y pretendía descansar, pero la buena nuevalo obligó a realizar llamados urgentes a su equipo más cercano, la secretaria Legal y Técnica Vilma Ibarra, el canciller Santiago Cafiero y la portavoz Gabriela Cerruti. Con él estaban el secretario general, Julio Vitobello, y Julián Leunda, el joven abogado nacido en Comodoro Rivadavia, donde conoció a Cristóbal López y se transformó en su hombre de confianza, tanto que el empresario del juego lo recomendó para que lo acompañara a Fernández en su equipo de asesores. En un gesto de acercamiento hacia el Grupo Indalo, el Presidente lo designó como vicejefe de asesores, inmediatamente por debajo de Juan Manuel Olmos, jefe del peronismo porteño y amigo de Alberto desde hacía varias décadas.

Fuente habitual de Casa Rosada en C5N, Leunda se transformó en el proveedor de informaciones del canal en ese fin de semana, demostrando como pocos la gran confusión que reinaba en ámbitos presidenciales. Él quería ayudarlo, pero el caos informativo interno no le facilitaba el trabajo. Lo que se daba por cierto en un momento podía cambiar abruptamente y descolocar hasta los más allegados. 

Otra pastilla

Alberto contó, después, que el cuerpo le tembló en el momento en el que tomó consciencia de lo que se venía con la renuncia de Guzmán y tuvo la tentación de acudir a otra píldora del tratamiento antidepresivo que venía realizando, pero pensó que necesitaba estar lo más lúcido posible, dentro de la complejidad de la situación, y solo le pidió a su anfitrión un vaso de whisky.

Con Guzmán, se sabe, no quiso hablar. El funcionario renunciante había intentado hacerlo esa misma tarde y no tuvo suerte: el Presidente no lo atendió, como tampoco lo hizo el día previo. 

Alberto tenía claro que carecía de reemplazante, que todos los esfuerzos por encontrarlo durante los últimos meses habían sido vanos y lamentaba no haber sido un poco más empático con Guzmán la última vez que conversaron. ¿Será que perdí mi capacidad de convencimiento?, pensó, quizás. Aunque no pudo evitar enojarse. Es un hijo de puta, nos recagó”, dicen que dijo.

Hasta ese momento, el Presidente había usado el único método que conocía para esas circunstancias. En medio de una debilidad que no desconocía del todo, hacía meses que buscaba un nombre con el que reemplazar al ministro de Economía en un pase que le otorgara mayor legitimidad en el mundo K, mientras trataba de que Guzmán aguantara.

Se enteraba de que tal o cual hablaba con Cristina y lo citaba a Olivos. Conocía un nombre que había circulado por los despachos de Máximo Kirchner, y allí lo convocaba.

Se enteraba de que tal o cual hablaba con Cristina y lo citaba a Olivos. Conocía un nombre que había circulado por los despachos de Máximo Kirchner, y allí lo convocaba. A falta de poder, buscaba pistas con las que mantener los platitos chinos girando, en un malabarismo de éxito dudoso.

Fue el caso, por ejemplo, de Santiago Montoya, quien llegó a conversar primero con Máximo y luego con Cristina a través de Sergio Berni. El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires era un habitual proveedor de figuras extrañas al círculo tradicional K, por pedido de la misma Vicepresidenta, que sabía que uno de los grandes errores que cometió en sus dos presidencias fue cerrarse en su mundo conocido, lo que se llama la zona de confort, evitando escuchar opiniones distintas de las suyas.

Ex director de ARBA y responsable del Grupo Financiero del Banco Provincia en tiempos de Daniel Scioli, Montoya llegó a mantener buena relación con Néstor Kirchner, quien le pidió en 2009 que se presentara como candidato testimonialpara darle volumen a las listas oficialistas, a lo que el economista se negó. Kirchner le dijo a Scioli que le pidiera la renuncia y Montoya fue obligado a partir.

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Con Montoya, como antes con Martín Redrado y Emanuel Alvarez Agis, y después con Carlos Melconián, le quedó claro al núcleo K que no había opciones fuera de un esquema productivo exportador, lo que fue bien recibido.

El problema es que para ordenar las cuentas proponía un ajuste del gasto público y el cumplimiento del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, un rumbo que ponía en jaque las chances electorales del Frente de Todos en 2023, que ni siquiera garantizaba la victoria en la provincia de Buenos Aires.

Por esos días, cerca del Presidente trascendió la información de que Guzmán le había avisado varios días antes que iba a concretar su renuncia si no se le despejaba el área de Energía. De hecho, hizo mucho ruido su ausencia en la reunión de Gabinete que realizó Juan Manzur el miércoles 29 de junio de 2022. Desde la Rosada aseguraron que el Ministro de Economía tenía una reunión importante para preparar su próxima visita al Club de París, y hasta dieron como dato preciso que había sacado el pasaje para el encuentro que tenía planificado para el 6 de julio.

La decepción de Guzmán

Con la renuncia aceptada y la nueva ministra en el cargo, el ex ministro se animó a dar detalles de las últimas conversaciones que tuvo con el Presidente y de la imposibilidad de avisarle en tiempo y forma que se iba. Alberto no quería atenderle el teléfono porque sabía qué encontraría del otro lado. Ganaba tiempo, confiado en que no se animaría a dar el paso sin antes volver a hablar con él. Fernández no entendió, en ningún momento, que el economista se sentía profundamente defraudado por sus inconsistentes promesas y había tomado la decisión de renunciar si las cosas seguían como siempre.

Hasta último momento, Guzmán creyó que la debilidad de Alberto le jugaba a su favor y estaba convencido de que llegaría a demostrar que había tomado el camino correcto. Pero ante la constatación de que sería imposible poner en marcha sus decisiones, solo, tomó la decisión de que haría la gran Lavagna, un gesto claro de que dejaba el cargo disgustado. 

Sabía que estaba rompiendo las reglas de la política, como en su momento lo hizo el ya veterano economista, pero necesitó hacer una salida digna, tal como lo explicó para este libro alguien de su entorno. Lo conversó incluso con Matías Kulfas, el otro funcionario descastado del Gobierno.

Para Guzmán era tan importante evidenciar independencia en su último gesto que la noche anterior a su renuncia escribió una carta de siete páginas. Para Alberto también era importante demostrar que no había sido ninguneado por Guzmán. El Presidente trataba, en definitiva, de no perder más autoridad frente a la opinión pública y sostener un relato apropiado con el rol institucional que se espera de los presidentes en la Argentina. Pero nadie ignoraba que la renuncia de Guzmán, realizada de esa manera, ponía en tela de juicio su capacidad de liderazgo. Ni la llamada mesa ratona(ironía por lo chica que era) lo ponía en duda.

Nadie ignoraba que la renuncia de Guzmán, realizada de esa manera, ponía en tela de juicio su capacidad de liderazgo.

Por esos días circuló a través de un portal de neto corte escatológico, Agencia Nova, un supuesto chat entre la designada ministra de Economía, Silvina Batakis, y alguien de su entorno íntimo. Recordemos que el chat que supuestamente enviaba la designada ministra trataba de modo tan despreciable a Alberto Fernández, que lo grave es que llegó a ser creíble. La investidura presidencial había caído al fondo.

Lo insólito es que la tarea de aniquilamiento la habían iniciado personas vinculadas a Cristina. Desde la economista Fernanda Vallejos hasta la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, pasando por la ex embajadora en Venezuela Alicia Castro y ministros bonaerenses como Berni y Andrés Larroque, asestaron duros golpes sobre la imagen presidencial.

Era evidente que Cristina legitimaba esas intervenciones a través de conversaciones personales que no dejaba que se filtraran, porque amaba el secretismo en la política. Pero además de discursos en los que fue esmerilando a los funcionarios provenientes del riñón albertista, la Vicepresidenta puso en dudas las fotos y videos que tenía el Presidente en su celular, dando a entender que mantenía conversaciones íntimas con mujeres que, a su vez, le enviaban materiales no aptos para todo público.

Hasta le tomó el pelo porque al entrevistar a la gente de La Garganta Poderosa habló de “Garganta Profunda”, haciendo alusión a una película porno por lo visto bastante conocida. 

¿Por qué nadie, ni siquiera la portavoz, Gabriela Cerruti, dijo que se confundió con el famoso personaje del libro de Bob Woodward y Carl Bernstein, Todos los hombres del Presidente, que reveló el escándalo de Watergate?

¿Por qué Cristina Fernández de Kirchner aludió a la vida privada del Presidente? ¿Por qué eligió ese camino? ¿Por qué denigrarlo frente al público? ¿Tanto odio había entre ellos?

Inseguridad personal

No se necesita ser muy perspicaz para notar que al iniciarse esta nueva etapa de Gobierno, en ese julio fatídico, Alberto Fernández padecía una grave inseguridad personal que combatía con un tratamiento psiquiátrico que lo dejaba fuera de juego. Creía que moviendo hilos por detrás podría dominar el carácter de Cristina, pero cada día que pasaba ella se animaba a enfrentarlo más, y de frente, sabiendo que sus discursos serían reproducidos hasta el cansancio por todos los medios de comunicación y las redes sociales, porque siempre ella generaba un interés en la opinión pública, aun entre quienes la detestaban o la despreciaban. 

Alberto pasaba de la euforia a la depresión, su estado era incierto y no había forma de que llevara normalmente sus obligaciones.

Un dato curioso de esos días, que no trascendió, fue lo que sucedió con un edecán presidencial en la fatídica tarde del domingo 3 de julio, cuando la Argentina seguía sin ministro. Después de ruegos, gritos y presiones de las más diversas (hasta de parte de Estela de Carlotto, que llamó a pedido de Daniel Filmus, que seguía los acontecimientos desde Rosario), Alberto llamó y logró que Cristina lo atendiera. Fue ahí cuando pidió “déjenme solo. Y los que lo acompañaban se retiraron a un salón contiguo, en lo que se llama Jefatura, uno de los chalets de Olivos, el más utilizado para el trabajo en equipo porque tiene varias salas, donde el Presidente tiene un despacho.

Cinco minutos después, un edecán se acercó a Massa y le dijo, al oído, que el Presidente necesitaba hablarle.

Cinco minutos después, un edecán se acercó a Massa y le dijo, al oído, que el Presidente necesitaba hablarle. El presidente de la Cámara de Diputados se trasladó hacia otra habitación, henchido de importancia, convencido de que participaría del diálogo y formaría parte de la próxima solución.

Ya en otro cuarto, solo, Massa esperó. Esperó y esperó. La conversación avanzaba pero nunca, nadie vino a buscarlo. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Media hora? ¿Una? Él siente que pasaron dos horas hasta que se dio cuenta de que había caído en una trampa. Parece demasiado. Como sea, el tigrense se fue de Olivos sin saludar a nadie, enojado y deprimido.

Es verdad que el periodismo se enteró por él que el primer encuentro telefónico entre el Presidente y la Vice se estaba produciendo y que, preocupada por las filtraciones, Cristina le había pedido a Alberto que retirara a Massa de la sala donde los demás funcionarios esperaban noticias que, seguramente, llegarían a los medios. 

Por eso se entiende que una actividad que estaba planificada para el día siguiente, donde Massa y diputados del Frente de Todos serían protagonistas (reducción del mínimo no imponible para monotributistas), se cambió por una foto en su despacho. No había ánimos para ninguna actuación. 

Demasiado hizo Sergio al estar presente en la asunción de (Silvina) Batakis, dijo alguien de su riñón. Frente a él, Alberto ni se animó a dar un discurso de expectativas ante la llegada de la reemplazante de Guzmán.

Lo suele contar entre los suyos el ex ministro de Planificación y Obras Públicas, Julio De Vido, para quien Alberto es un panquequeque produjo una crisis en la construcción de poderque no se vio durante toda la historia del peronismo. No hay épica, no hay gestión, no hay candidatos para enfrentar las elecciones, se quejaba el arquitecto oculto por el kirchnerismo paladar negro. 

Cristina y Alberto coincidían en que si Sergio Massa le encontraba la salida al laberinto, su propio destino estaba igualmente sellado. No le confiaban para darle la gestión del gobierno. Unidos por el terror a perder las elecciones en 2023, todavía creían que tenían el tiempo suficiente para dar vuelta las expectativas y el peso de la historia peronista, donde la derrota nunca estaba en los planes de nadie.

¿Pero Alberto era peronista?

 

[ Este artículo es un fragmento del libro ‘El presidente que no quiso ser’ (Planeta, 2022). ]

 

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Silvia Mercado

Periodista política. Autora de Oscar Smith y los límites del sindicalismo peronista y Raúl Apold, el inventor del peronismo, entre otros libros. Miembro de FOPEA y del Club Político Argentino.

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