LEO ACHILLI
Domingo

Estrella de Carlotto

La carta en defensa de la fundadora de Abuelas ignora la partidización de las organizaciones de DDHH y, sin darse cuenta, debilita el consenso democrático que busca defender.

El lunes pasado, un grupo de actores, periodistas, escritores y académicos publicó una carta abierta en defensa de Estela de Carlotto titulada “Por La Democracia” (sic). El texto es breve y está razonablemente bien escrito: se puede leer, por ejemplo, en el timeline de Claudia Piñeiro, una de las firmantes. La idea detrás es sencilla: desde el retorno de la democracia, dicen sus autores, hemos construido un consenso transversal vinculado al respeto por los derechos humanos y al proceso colectivo de memoria, verdad y justicia que (no sin dificultades y retrocesos) fue impulsado por el movimiento de derechos humanos durante más de 40 años. Los firmantes nos dicen, además, que como consecuencia de ese consenso, los argentinos tenemos el deber de construir “un discurso democrático capaz de promover y poner en circulación todas las opciones de manera responsable, respetuosa y constructiva”. En la carta, ese consenso y ese deber se vinculan de la siguiente manera: quienes quieren defender ese consenso deben también “confirmar y defender los límites que demanda una cultura democrática a la altura de nuestra historia (…) y de la estatura universal de personalidades de reconocimiento internacional como la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto”.

La carta entonces entrega menos de lo que promete: no es tanto un llamado a defender una democracia en peligro sino, más bien, una legítima expresión de solidaridad con Estela de Carlotto por las críticas recibidas después de pedir que el ex presidente Mauricio Macri vaya preso “lo antes posible”, porque “está demostrado que es un delincuente”. Carlotto había dicho también que el “gobierno anterior no ha hecho un golpe cívico militar, ha hecho otra forma de Golpe de Estado mediante un trabajo sucio contra la sociedad que consideran que no sirve, porque son elitistas”. No me interesa diseccionar las solidaridades ajenas, pero sí me interesa aquí reflexionar sobre el consenso real que la carta afirma —y al cual el asesor del Ministerio del Interior y uno de los firmantes de la carta, Marcelo Leiras, llamó hace unos años el consenso alfonsinista— y el uso estratégico de la idea del consenso con fines facciosos que, no sin ironía, es una de las causas por las cuales el consenso real se debilita.

Se rompió mi consenso alfonsinista

La idea de que existió un consenso construido alrededor de las políticas de memoria, verdad y justicia me parece bastante acertada. Una abrumadora mayoría de la sociedad rechazó de manera vigorosa los crímenes atroces cometidos por la última dictadura militar. La elección de Raúl Alfonsín fue una primera señal en ese sentido; los juicios a las juntas militares, una segunda. Las leyes de amnistía (de Obediencia Debida y Punto Final), un paso atrás indudable pero con alguna explicación vinculada a la incertidumbre de la transición. Los indultos, un retroceso inexplicable.

Desde entonces, el movimiento por los derechos humanos emprendió un lento pero persistente esfuerzo por lograr que esos crímenes no quedasen impunes. La historia es apasionante (me toca enseñarla todos los años), pero larga y compleja. Podemos decir a modo de rápida enumeración de logros: el movimiento logró primero reabrir los casos por robo de bebés (excluidos de las leyes de amnistía); luego motorizó con éxito la idea de jurisdicción universal para presionar a la política local desde España; logró que las leyes sean declaradas inconstitucionales por jueces inferiores (después se sumó la Corte Suprema); luego, que el Congreso las derogara (primero) y las declarara nulas (después). Hacia 2003 lograron nada más y nada menos que una administración nueva abrazara de forma decidida la bandera del movimiento y la hiciera política pública y marca de identidad.

Si el movimiento de derechos humanos había representado hasta ese momento el “renacer” de la sociedad civil argentina, su alineamiento político-partidario que implicó el abrazo del kirchnerismo supuso un costo en ese sentido.

Hubo en ese abrazo, sin embargo, un costo indudable y a la vez ineludible. Si el movimiento de derechos humanos había representado hasta ese momento el “renacer” de la sociedad civil argentina desde este espacio de autonomía, diferenciado del Estado, el alineamiento político-partidario que implicó el abrazo del kirchnerismo supuso un costo en ese sentido. Es un dilema usual: las asociaciones voluntarias que buscan influir en la cosa pública afrontan, en cualquier democracia moderna, el desafío del difícil equilibrio entre la independencia y la influencia. Si tenemos autonomía pero no incidimos en la toma de decisiones, ¿para qué estamos?

La resolución del dilema que supuso “subirse al escenario” tuvo efectos rápidamente. La marcha del 24 de marzo dejó de ser una y pasó a ser dos. Organismos que hasta ese momento recurrían al “litigio estratégico” para resguardar derechos empezaron a optar por estrategias menos confrontativas. Hubo un proceso de migración desde ciertas organizaciones a las estructuras estatales (el proceso se repitió con ONGs más liberales o de transparencia en la administración anterior). Y hacia adentro del movimiento algunas relaciones se vieron afectadas. Nada poco usual hasta entonces: los movimientos sociales son fenómenos complejos que están atravesados por las mismas dudas, incertidumbres y desacuerdos que nos cruzan como especie. Algo menos usual, sin embargo, empezó a vislumbrarse con las transferencias de recursos. El triste episodio de la Fundación Sueños Compartidos hizo, por caso, que Hebe de Bonafini perdiera (o terminara de perder) el lugar de respeto transversal que se había ganado en sus largos años de lucha. Hacia mediados de los 2000, Bonafini ya no era la persona respetada por todos que había sido diez años antes. El consenso ya no la alcanzaba.

El que rompió el consenso fuiste vos

Estela de Carlotto evitó durante años el mismo destino: continuó siendo una figura capaz de representar al “consenso alfonsinista”. Eso permitió, por ejemplo, que a comienzos de la administración anterior Carlotto se reuniera con el nuevo presidente. Me resulta muy iluminadora de las tensiones antes señaladas la forma en que ella explicaba, por entonces, el acercamiento al kirchnerismo: “Nosotros cooptamos a (Néstor) Kichner, y ahora pasa con Macri. Si nos cobijan, nos dejamos cobijar y si nos rechazan nos duele”.

El consenso alfonsinista que la carta recuerda y dice defender fue, entonces, afectado por los alineamientos político-partidarios. Pero hay señales suficientes de que sigue vivo. El MODIN de mediados de los ’90 es un mal recuerdo: no hay partido político o coalición medianamente seria que reivindique la dictadura y la represión ilegal o que tenga en su agenda detener los juicios en marcha o liberar a las personas condenadas. No hay nadie que vaya a golpear las puertas de los cuarteles, y la competencia electoral es vigorosa y reñida y el “único juego legítimo” en este desierto. El compromiso es tal que hasta la gestión anterior admitió sobreactuaciones ridículas.

El desplazamiento de los principales referentes de DDHH de la esfera de la sociedad civil a la esfera político-partidaria ocurrió y, al buscar representar mejor a algunos, dejaron de representarnos a todos.

El consenso existe, pero el problema es que el movimiento de derechos humanos o, mejor dicho, sus principales referentes, encuentran cada vez más difícil representarlo. Ello se ve en la partidización de quienes hasta hace poco sobrevolaban las grietas facciosas, en los silencios vergonzantes sobre las violaciones de derechos humanos presentes, la indignación selectiva ante la violencia institucional, o en la defensa ignominiosa de dictaduras si éstas son “amigas”. Estos son los costos de la partidización: cuando ingresamos en la lucha facciosa, tendemos a representar a la realidad binariamente y perdemos consistencia. Nos movemos estratégicamente más que por principios. El desplazamiento de los principales referentes del movimiento de derechos humanos de la esfera de la sociedad civil a la esfera político-partidaria ocurrió y al buscar representar mejor a algunos dejaron de representarnos a todos.

Eso es un problema pero no implica necesariamente la muerte del consenso pro derechos humanos y democracia ni deberíamos suponer que éste se ve amenazado por ello. Quienes no comulgamos políticamente con el kirchnerismo podemos seguir sosteniendo que el movimiento de derechos humanos fue una de las experiencias democráticas más ricas de nuestra historia, que ayudó a consolidar no solo una política pública sostenida vinculada a los crímenes de la dictadura sino también un compromiso inquebrantable respecto de cómo es legítimo acceder al poder en nuestro país. No parece ser poca cosa.

El segundo problema es, sin embargo, más grave y es el siguiente: la idea de que el consenso democrático se está rompiendo y que la oposición representa ese quiebre.

Pero es precisamente por ese consenso real que es un problema la carta en defensa de Carlotto, que omite el desplazamiento relatado en los párrafos anteriores. El problema es doble. Primero, se saltea ese hecho e incurre, por ello, en un mal diagnóstico. Carlotto no fue criticada por liderar la búsqueda de los nietos robados por la dictadura, sino por pedir prisiones sin juicio previo y equiparar al gobierno anterior con la dictadura. ¿Defendemos el consenso alfonsinista ahorrando esa crítica o planteándola abiertamente? ¿Qué lo daña más?

El segundo problema es, sin embargo, más grave y es el siguiente: la idea de que el consenso democrático se está rompiendo y que la oposición representa ese quiebre. Hay un hilo que une a la idea del “deshielo” planteada por Leiras en 2017 con la idea del “regreso” del negacionismo de Ezequiel Adamovsky en 2021. En esa historia hay, también, lugar para el cántico popular de “Macri, basura, vos sos la dictadura” que tan bien describe la salud actual de nuestro pluralismo político. Este problema es más grave que el primero. Sugiere que la idea misma del consenso se puede desplegar con fines facciosos, en la construcción de una otredad laclauiana que supone no solo no ver los argumentos de los adversarios bajo la mejor luz posible sino desdibujarlos de modo tal que del otro lado no quede más que el enemigo deseado, sin importar si es real o imaginario.

 

 

 

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Ramiro Álvarez Ugarte

Doctor en derecho por la Universidad de Columbia en Nueva York y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires.

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