Es complicado precisar cómo y en qué medida las redes sociales han contribuido a esta sociedad fragmentada en la que vivimos. Sin embargo, resulta innegable que reflejan lo que la gente piensa, pero teme decir a cara descubierta. Por ello, se expresa a través del anonimato, ocultándose detrás de avatares de paisajes o estadistas decimonónicos. Lo que para algunos es un acto cobarde e indigno, para otros representa un avance hacia un mundo más libre, donde aquellos antes excluidos de cualquier tertulia ahora pueden compartir sus perspectivas, por más minúsculas que sean. La idea de que un ignoto con un avatar de Gokú pueda debatir de igual a igual con un presidente de la Nación era inconcebible, incluso en las distopías más descabelladas de Aldous Huxley.
Lo fascinante es que, en este nuevo campo de batalla, los políticos siempre parecen perder. Raramente escapan de la humillación por parte de un internauta (probablemente un ermitaño de pocas luces encerrado en su habitación), en una guerra que les resulta abrumadora porque desconocen por completo cómo funcionan las armas del mundo digital. Quedan expuestos y son objeto de crueles burlas por parte de cientos de personas. Usan un lenguaje anticuado, insultan de forma poco ingeniosa y no captan ni la ironía más obvia. No importa cuán poderosa fuera la armada estadounidense enviada a Vietnam; los manglares y pantanos de Indochina resultaron ser un desafío demasiado complejo para ellos.
En este ajedrez digital tenemos otros referentes y se celebran otros méritos. Mostrar la cara, vestir de traje y tener una dicción trabajada ya no parecen ser valores que la sociedad pondere demasiado. Así, figuras antes relegadas a la sombra de los grandes medios ahora se alzan como los verdaderos influencers de la opinión pública. A nadie le importa en qué canal de televisión estás, si no tenés más de 10.000 seguidores no te conoce nadie, macho. La verdadera batalla se libra en la agilidad para captar la esencia de la cultura popular y transformarla en mensajes que resuenen.
En la lista negra de twitteros oficialistas, difundida hace poco por militantes opositores, no hay un sólo rostro. Ni siquiera hay un nombre con apellido. Sin embargo, ves a diputados, senadores, intelectuales y periodistas de otras generaciones, metidos en el barro, peleando contra nadie. Contra sombras. Perdiendo siempre. Dando lástima. Teniendo apenas cincuenta “likes” y miles de respuestas mofándose de ellos. Un papel verdaderamente triste al que se someten de forma voluntaria. Alguien les dijo que todo pasaba por ahí y que tenían que formar parte.
El “ciberespacio” se ha convertido en un foro donde la autenticidad y la agilidad mental valen más que los títulos y las posiciones tradicionales. En este nuevo mundo, el poder se dispersa en redes de influencia que ya no reconocen las jerarquías antes inapelables. Es necesario redefinir nuestras nociones de liderazgo, influencia y, sobre todo, comunidad. Charles, el mundo ya no es como antes.
Qué pasó ahora
La semana pasada las redes sociales se vieron envueltas en un torbellino de discusiones, todas las tendencias giraban en torno al tenso enfrentamiento entre la persona más rica del mundo, Elon Musk, y Alexandre de Moraes, un juez del Tribunal Federal de Brasil. Este conflicto no fue un episodio más en el amplio teatro de la tecnología y la justicia. Se trató de un momento definitorio, marcado por la peculiar figura del magistrado, un hombre calvo de ceño fruncido, que bien podría interpretar un supervillano de Marvel.
La controversia surgió cuando De Moraes ordenó a X (antes Twitter), adquirida por el magnate tecnológico a mediados de 2022, no solo bloquear varias cuentas de usuarios brasileños, sino también revelar todos los mensajes privados que habían enviado. La respuesta de Musk, fiel a su perfil desafiante y disruptivo, fue desobedecer la orden judicial y, además, lanzar una catarata de críticas contra el juez a través de varios tuits, para que sus 180 millones de seguidores se encargaran del resto. La rebeldía le traerá graves consecuencias a X (ergo, a Elon) en Brasil. Pero el magnate parece estar dispuesto a asumirlas en pos del mundo libre y la libertad de expresión (sus palabras, no las mías). Las pérdidas se resumen en la imposibilidad de recibir ingresos en el país sudamericano, la posible suspensión de sus empleados y una multa de 100.000 reales por día si la empresa falla en bloquear las cuentas especificadas por el juez.
El tema puede ser abordado desde múltiples aristas, desde los límites de la libertad de expresión a la creciente intervención gubernamental de Estados cada vez más voraces y entrometidos en la vida privada de sus ciudadanos, hasta evaluar qué tan fundamental es la protección contra la desinformación. Cada uno de estos temas es un debate en sí mismo.
El azote de los memes
Vengo a proponer otro debate, probablemente más áspero y un tanto menos académico: la vulnerabilidad de la clase dirigente, que se ve constantemente humillada, desprestigiada y expuesta en la cruel vidriera de las redes sociales. Es un error pensar que en este ring están solo Elon Musk y un juez vestido de toga. Esta pelea es entre un hombre que entiende la lógica del ciberespacio, que interpreta el sentido de un meme y que sabe reconocer un bot, contra un académico que hace meses abre Twitter para verse denostado, convertido satíricamente en el personaje de la película “Megamente”, dibujado con cuernos, pintado de rojo y comparado con el actor porno Johnny Sins.
Esta dinámica ha expuesto una vulnerabilidad palmaria en las élites tradicionales. Ante la crítica, el escrutinio, o incluso el mero desdén expresado a través de memes y burlas, su estatus se ve socavado, no por un contraargumento de los que ellos han estudiado en tantos simposios universitarios, sino por el ingenio ágil, locuaz y muchas veces burdo de un Otaku, probablemente virgen, escondido detrás de una VPN. Esta erosión de la autoridad simbólica y moral no es trivial; representa una reconfiguración fundamental de cómo se percibe y ejerce un poder cada vez más devaluado y desprestigiado. Es un hecho que la mayoría de los políticos se han convertido en el hazmerreír de las redes sociales. En este nuevo escenario, la armadura de la autoridad se ve perforada por flechas lanzadas desde 280 caracteres. Tanto es así que uno de esos arqueros se convirtió en el presidente de todos los argentinos.
La protección contra la desinformación, bandera detrás de la cual se encolumnan quienes buscan perseguir usuarios, parece una excusa poco creíble. En un mundo con 656 millones de tuits por día, actuar como policía de la verdad es un esfuerzo fútil. Podrías banear una, dos o cien mil cuentas por día y seguiría siendo completamente ineficaz. Siempre vendrán más, con nombres más ingeniosos, avatares más creativos, y el mismo mensaje que tanto te dolió. Y, además, con mayor cantidad de interacciones y las burlas consecuentes. Esto, los que estamos en las redes hace mucho, lo hemos visto infinidad de veces.
En un mundo con 656 millones de tuits por día, actuar como policía de la verdad es un esfuerzo fútil.
Lo que subyace acá es un intento desesperado del statu quo de llevar la batalla a su territorio, donde es banca, donde entiende lo que está pasando y no se le desborda la realidad. El Vietcong nunca hubiese salido victorioso en el desierto de Arizona. La traslación del conflicto al terreno de embargos, medidas cautelares y expedientes no solo busca nivelar la disputa, sino advertir qué sucede si “se burlan de nosotros”. La verdad es irrelevante para ellos. Eso es De Moraes solicitando la suspensión de diez cuentas con nombres como “Brazileirinho”, cuya IP estaba en Manaos. Es Malena Galmarini denunciando a usuarios de Twitter, solo para que estos se burlen aún más de ella y multipliquen su humillación. Es un sindicalista amenazando de muerte a una cuenta falsa, o un periodista cayendo en la trampa de un usuario de Twitter que le hizo creer que era director de la AFI. ¿Usted no aprende, verdad?
El intento de llevar a cabo una guerra judicial contra plataformas y usuarios de Internet parece ser otra pérdida de recursos estatales. En 1944, la cúpula militar alemana, lúcida e indiscutible, intentó convencer a Hitler de que era imposible que el desembarco aliado ocurriera en Calais por las condiciones geográficas del terreno. Sin embargo, el canciller, en su tozudez, optó por reforzar principalmente la costa de Calais, dejando vulnerable la costa normanda. La analogía es pertinente, Malena. Las acciones legales contra plataformas digitales o individuos anónimos suelen enfrentar una resistencia escurridiza, un público que se solidariza con la figura atacada o, peor aún, con el efecto Streisand, donde el intento de suprimir información solo sirve para amplificarla. Esta desconexión entre la intención y el resultado subraya un malentendido fundamental sobre la naturaleza de Internet: un dominio por naturaleza descentralizado e indomable.
Los desafíos que enfrentan las instituciones tradicionales en sus intentos de aplicar la censura en la era digital son múltiples. Por un lado, la velocidad a la que se generan y comparten los contenidos supera con creces la capacidad de cualquier sistema de moderación. Por otro, la cultura de la resistencia en línea celebra cada intento fallido de control como una victoria, incentivando aún más la creatividad. El nivel de memes está, inobjetablemente, en su pico histórico de cantidad y calidad. En este contexto, la censura no solo es ineficaz, sino que puede actuar como catalizador de más expresión, más debate y, en última instancia, de una mayor diversidad de voces.
Autoridades en bear market
La moraleja de todo esto está a la vista. Ya no basta (me atrevo a decir que ni siquiera es necesario) con ser un orador elocuente o poseer una vasta red de influencias; la habilidad para navegar y moldear el discurso digital se convierte en una herramienta crucial de poder y persuasión. Quien entiende de redes, quien pueda contestar un meme con elocuencia o meterle un “ratio” a su rival será aplaudido y el canoso de poca gracia hablando de tributación, duela a quién le duela, pasará por las redes sin pena ni gloria y le hablará eternamente a sus cien seguidores, muchos de los cuales son sus propios alumnos universitarios.
Vendrán los que me digan que las redes no son más que una ínfima porción no representativa de lo que sucede en la realidad. A la postre, las últimas elecciones parecen no validar demasiado esa postura. Al final, el termómetro era más exacto de lo que muchos nos imaginábamos. Quizás, tu amigo que dice no usar Twitter en realidad es “PepeElGrillo” y tu colega que se queda callado en las discusiones políticas en el trabajo está en la primera línea de batalla contestándole a CFK.
Lo cierto es que el magistrado brasileño no hizo más que darle preponderancia y mediatización al asunto. Al decidir actuar contra las publicaciones en redes sociales, no solo reconoce la importancia de estos espacios digitales, sino que también les otorga una legitimidad y una relevancia aún mayores. Lejos de minimizar su impacto, su intervención revuelve más el río. Lo dice claramente: lo que sucede en las redes ya no se queda en las redes; reverbera y toma forma en el mundo real, influyendo en decisiones judiciales, políticas públicas y la vida cotidiana de las personas.
Estas son las nuevas reglas del juego. La percepción y el ejercicio del poder han abierto el camino a nuevos actores y voces, previamente marginados o ignorados. Es un ambiente hostil, cruel, donde cualquiera que quiera abrirse un espacio deberá estar dispuesto a someterse a que le revuelvan el pasado, le inventen amantes y editen su rostro en cualquier tipo de barbaridad. Esto es así y no cambiará en el corto plazo.
Volviendo a Musk, si bien es irrelevante su figura en la discusión de fondo, comparto mi opinión: va a ganar la guerra, aunque probablemente pierda la batalla judicial. Y no por ser el dueño de X, ni por ser el hombre más rico del planeta, ni por sus influencias. Nada de eso. Ganará porque comprende cómo funciona el mundo hoy y cómo captar la atención de sus millones de seguidores. Y porque el magistrado brasileño seguirá apareciendo en millones de tuits diariamente comparado con un actor porno.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.