Nadie esconde sus intereses. El pudor se corrió de la escena y resulta legítimo justificar cualquier acción con argumentos cínicos, individualistas, hirientes; la satisfacción de una necesidad personal, un deseo, se transformó en un bien superior. La comunidad, vemos. En ese contexto, deberíamos pensar en qué significa tomar la actitud de un predicador. Si pudiéramos figurar que existen personas que actúan con desinterés, sus preocupaciones se diferenciarían de aquellas que sólo reflejan la insatisfacción dominante y buscan soluciones milagrosas para los demás. El peligro que corren ciertos postulados de la filosofía es que se parecen a la prédica del insatisfecho o, por lo menos, juegan en torno a problemáticas similares. El predicador, a diferencia del imaginario pensador desinteresado, es un sujeto fácil de identificar: exhibe su vergüenza existencial y aborrece el mundo en el que le toca vivir, bajar línea es el objeto real de sus devaneos y disfruta del abuso de la palabra que lo sostiene.
En El reino –estrenada en Netflix la semana pasada– hay una maraña de predicadores, los vemos en casi todas las escenas y también entendemos que están detrás de las cámaras. Ya hablaremos de Emilio Vázquez Pena (Diego Peretti en una versión alpacinada, al mango), pero antes hablemos de los predicadores Marcelo Piñeyro y Claudia Piñeiro. Los autores le entregaron un aura de pobre gente a sus personajes y ese destino aparece en sus intervenciones con la insatisfacción como denominador común. Esas insatisfacciones están fundadas en los valores con los que operan en el mundo, en general, y en prejuicios morales muy particulares. Ese mundo creado por Piñeyro y Piñeiro nos involucra, trama una esperanza cuyo tamaño permite ocultar intereses concretos; por añadidura, podríamos calificarlos también a ellos como insatisfechos. En clave policial, el combo de relaciones entre la justicia, la religión y la política deviene en personajes con buenas conciencias que sólo toleran los cambios epidérmicos.
El predicador es un sujeto fácil de identificar: aborrece el mundo en el que le toca vivir y disfruta del abuso de la palabra que lo sostiene.
Sostenida por una estructura narrativa con muchas vertientes, El reino se insinúa como un intrincado thriller de suspenso sobre los resquicios que abre una cruel carrera por el poder. Sin embargo, el promisorio plan se nubla con las trampas diseñadas para atrapar al espectador a cualquier precio; el relato adopta el modo coral sin profundidad, es lo que le permite retacear información para crear intriga y no profundiza en los ánimos de los personajes (los distorsiona, incluso; por ejemplo, presten atención a la involución de Elena, la pastora que interpreta Mercedes Morán).
Desde el comienzo, El reino plantea un enigma: la muerte del candidato a presidente Armando Badajoz (Daniel Kuzniecka), cuya fórmula integra también el pastor Vázquez Pena. En un estadio repleto de fieles, en pleno lanzamiento de candidaturas, lo acuchillan por la espalda. El asesino es Remigio Cárdenas (Nico García), uno de los fieles que trabaja en el Hogar de la Luz, casa de la niñez que pertenece a la Iglesia de la Luz que administra el matrimonio Vázquez Pena.
En estas imágenes del primer capítulo, quizás, está concentrado lo mejor de la serie: el vértigo de las tomas generan ansiedad; hay un plano secuencia que muestra las instalaciones del estadio mientras rebota en varios personajes (quizás sea esta especie de cita del comienzo de Snake Eyes, de Brian De Palma, lo que le da a los preparativos del lanzamiento presidencial un clima de vestuario antes de una pelea de box); se pueden entrever con pocas pinceladas las personalidades y los lazos de cada protagonista; queda abierto el camino sucesorio para el pastor y otro para la investigación de la fiscal Roberta Candia (Nancy Duplaá). Además, los nombres del elenco son muy atractivos, la realización cumple con los estándares de lo que podríamos denominar World TV y tiene su encanto que las canciones que visten a la serie carguen poder religioso. Perfume, vapores de clásico.
No todo lo que brilla
El tratamiento de los temas críticos es superficial y el tono de las historias vinculares está muy, pero muy visto. Es cierto, basta con caracterizar a un creyente evangelista para que esa comunidad religiosa se sienta estereotipada y cuestionada. Esa sombra de cancelación podría transformarse en un logro, pero es puro efecto. El lánguido grito de “censura” no parece más que una victimización desproporcionada. Ocurre lo mismo con mucho de lo que vamos a escuchar y leer sobre esta historia, con el estilo de “la compleja trama del poder”, “los vericuetos entre política y religión”, “los oscuros pasillos de la justicia”, “los desencuentros entre la ambición y la fe verdadera”, “la revelación de los secretos que fundan toda familia”.
Sabemos, entonces, que Vázquez Pena ocupará el sillón de Rivadavia si triunfa en las elecciones y parece que eso sucederá. Es obvio, tendrá que atravesar sinuosos senderos; mientras él evangeliza con la palabra de Jesús, es Elena quien separa la paja del trigo y le allana el camino. En el periplo habrá tiempo para guardar guita en un templo (¿les suena?), para el misticismo, la pedofilia y la violencia infantil. El lugar al que importa llegar, más que al poder, es a la redención.
En la gran bolsa de El reino entra todo –todo, eh– y como si faltaran asociaciones directas con la realidad hay una escena que anticipa el acto de “control de daños” que implementó el presidente Alberto Fernández hace unos días. Quiso adelantarse a mostrar el material fotográfico en el que celebra el cumpleaños de su pareja mientras violan la cuarentena estricta que él mismo decretó, antes de que la oposición pudiera aprovechar la filtración para lanzar un Chaski Boom piantavotos de cara a las elecciones del mes próximo. Nunca antes una escena de ficción estuvo tan superpuesta en tiempo y forma con la realidad argentina. Otras referencias a la coyuntura se articulan con políticos internacionales como Donald Trump y Jair Bolsonaro, con el universo de las movidas judiciales, con las descripciones que demonizan a las corporaciones mediáticas y hasta con el expresidente Mauricio Macri. Se despliegan como un cotillón ideológico, pero es tan deslucido que parece que lo hubieran conseguido en un puesto en el hall a la salida de una charla TED inspirada por el título “ideas que merecen la pena”.
Otras referencias a la coyuntura se articulan con políticos como Trump y Bolsonaro y hasta con el expresidente Macri. Se despliegan como un cotillón ideológico.
Volvamos a la ficción. ¿Por qué mataron a Badajoz? Bueno, eso no importa: a quien querían liquidar era al pastor Emilio (los espectadores lo supimos mucho antes que todos los personajes, sin complicidad autoral: pura demora, como en otras pequeñas y obvias resoluciones de la trama). Entonces, ¿por qué quisieron matar a Emilio? La campaña la maneja a carpetazo sucio Rubén Osorio (Joaquín Furriel, siempre con mucha cara de malo porque tenemos que saber todo lo malo que es), ligado al “círculo rojo”, lleva y trae información e influencias entre el partido que representa al pastor y el de la vereda opuesta. Adivinen de dónde viene… Otro ejemplo de lugar común de los que El reino no se priva es el del justiciero ayudante de la fiscal, Ramiro (Santiago Korovsky) funciona como comic relief de la serie (¿sería nuestro Buster Keaton si le hubieran sacado las líneas de diálogo?), el genio incomprendido dentro de la estructura de la justicia.
En la segunda línea narrativa aparecen Tadeo Vázquez (Peter Lanzani, notable), hijo adoptivo de Emilio y alma mater del Hogar y Julio Clamens (Chino Darín), un abogado convertido en operador político. Julio asesora a Vázquez Pena por influjo de Tadeo, a quien conoció en la cárcel cuando estuvo preso por instigación al suicidio, tiene un amorío clandestino con la hija del matrimonio de pastores, Ana (Vera Spinetta) y está alejado de su familia y, en especial, de su padre, un referente político del partido con el que rivaliza el pastor, Sergio Zambrano Paz (Daniel Fanego), de quien, como se acaba de leer, no conserva el apellido.
En El reino todo es ostentoso. El elenco de primera línea cubre hasta los papeles menores, las locaciones van desde la rutilancia de hoteles mil estrellas hasta los interiores de una cárcel abandonada, la fotografía parece alimentada por un Jesucristo estroboscópico que navega el camp, el fotoperiodismo, el video y la televisión. Hay un grado de subestimación de los consumidores que, en algún modo, funciona. Es como si hubiesen pensado en un espectador perezoso y babeante frente al televisor, alguien que no puede seguir una historia si no tiene todo servido en una bandeja; y, a la vez, esa puede ser la razón por la que estuvo trepada al podio de “10 más populares en Argentina hoy” desde que se estrenó en la plataforma. (Aunque las métricas de Netflix son insondables y es imposible saber realmente hasta qué punto esto es verdad.)
En la serie no hay una invitación a recorrer un espacio, a mirar junto con los personajes lo que ellos ven. Lo que reluce es la idea de que todos los males del mundo pueden adjudicarse a la política, un mantra para biempensantes con pretensiones de lucidez. Detrás de la cruz está el diablo, le dijo Sancho Panza a la Duquesa. Lo más grave es que toda esta parafernalia de cinismo y torpezas no alcanza para disfrazar que se trata de un cuento profundamente conservador. Los autores predican otro evangelio. No será el libro de todos los libros, pero quiere ser la serie de todas las series, una que nos redima y permita compartir la esperanza en franca comunión.
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