Hace dos meses, el 16 de junio, Gustavo Irrazábal reseñó en La Nación un librito de mi autoría, El Papa, el peronismo, y la fábrica de pobres, un breve texto sobre las raíces culturales de la decadencia económica argentina. Raíces que, en mi opinión, se hunden en la historia religiosa del país o, mejor dicho, en la historia de la relación entre economía y religión. La reseña es muy crítica. En realidad es más una crítica que una reseña. Estaba indeciso. ¿Respondo, a riesgo de pasar por quisquilloso? ¿O me callo como si no tuviera argumentos para responder? ¿Reacciono y me expongo a la ira de quienes no toleran que se toque la religión? ¿O lo evito, a costa de violar mi conciencia? Pues aquí estoy, la conciencia siempre gana y el debate siempre es sano.
Del mismo modo que Irrazábal no comparte mis posiciones, yo no comparto sus críticas. Normal. Sin embargo, creo que hay algo más que una diferencia de opinión. Creo que sus críticas confunden el plano teológico con el argumento histórico. Un malentendido con el que tropezamos a menudo quienes estudiamos la religión sin ser religiosos, la Iglesia sin ser feligreses, una confusión muy frecuente en los clérigos cuando se miden con la historia secular: véase el reciente volumen de la Conferencia Episcopal sobre los años de plomo, La verdad los hará libres, un poderoso esfuerzo de teologización de la historia. Una lástima, porque quien haya leído la crítica y no el libro, no habrá podido formarse idea de sus tesis. La reseña, muy superficial, no las ilustra, o directamente las tergiversa. Mala manera de encarar un debate, excelente de esquivarlo.
Me explico. Escribe Irrazábal: “La ‘economía católica’ a la que se refiere este autor”, o sea yo, “nunca existió”, escribe. O sea que mi libro habla de nada, es un tiro al aire. Claro. Y raro. Porque en realidad yo no me refiero a ninguna abstracta “economía católica”, sino a un fenómeno muy concreto y rebosante en la historia argentina y latinoamericana. A una gran cantidad de líderes, partidos e ideologías que han justificado sus orientaciones económicas apelando a la religión, que han blandido versículos bíblicos como garrotes contra quienes se les oponían. ¡El peronismo, para citar un ejemplo al azar! Enteros ejércitos de religiosos lo alentaron y legitimaron, el mismo Papa Francisco recuerda orgulloso que Perón era “decarlista”, al creer, creencia errada, que monseñor De Carlo le enseñaba la doctrina social de la Iglesia.
Mi pregunta es si ese dogma social católico, si este rechazo cultural y apriorístico del liberalismo económico, tiene que ver con la decadencia argentina.
Nuestra doctrina económica, suena el refrain peronista, es la doctrina de los pontífices, es la doctrina social católica, y al ser católica la nación, al ser católico el pueblo, todas las demás doctrinas son ilegítimas y antinacionales, coloniales e inmorales. Comenzando por la economía política liberal, la peor de todas, el enemigo eterno, madre de todos los vicios. Este es desde entonces el chantaje del relato nacional popular, el dogma ideológico del amplio abanico pan-peronista que atraviesa partidos y corporaciones, socialistas nacionales y nacionalistas sociales. ¿No se enteró, padre Irrazábal? Mi pregunta es si ese dogma social católico, si este rechazo cultural y apriorístico del liberalismo económico, tiene que ver con la decadencia argentina. De esto, guste o no, trata mi libro. Un libro de historia, no de teología. Para mi es un tema relevante.
Lo que intenté explicar es cómo y por qué sucedió que en algunos contextos, véase el mundo protestante, la economía se autonomizó de la teología o la teología favoreció una mentalidad proclive al progreso económico, mientras que en otros contextos sucedió lo contrario. Como en Argentina, donde terminó imponiéndose una mentalidad pobrista refractaria a la innovación y la economía ha quedado para muchos —¿la mayoría?— como una costilla de la teología, con el resultado de justificar a menudo con argumentos religiosos medidas económicas demagógicas e irracionales. Nada más y nada menos que eso.
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Una vez aclarado esto, mi libro no plantea en modo alguno la incompatibilidad entre el cristianismo y la prosperidad, entre la fe y el mercado. ¡Eso sí sería un argumento teológico! Además de una falacia histórica: soy italiano, vivo en un país desarrollado y católico. Al mismo tiempo es evidente que así como Michael Novak, desde Estados Unidos, puede argumentar que la semilla del capitalismo está en las Escrituras, montones de teólogos latinoamericanos han argumentado y siguen argumentando exactamente lo contrario: que el cristianismo es la antítesis de la economía mercantil. Todos, claro, invocando las mismas encíclicas sociales, todos alabando la misma doctrina social de la Iglesia, tan elástica como un chicle. De hecho, América Latina se ha convertido hace mucho tiempo en la tierra prometida del anticapitalismo global, en el santuario al que peregrinan anticapitalistas de todas las edades y lugares, de todas las creencias e ideologías. ¿No requiere esto una explicación histórica?
De hecho, la historia explica más que la fe, dicen los estudiosos de la secularización. Un católico holandés suele tener una mentalidad económica más afín a un protestante holandés que a un católico hispanoamericano. Se entiende. Y está ampliamente demostrado. No es una cuestión genética. Menos aún que “los protestantes” sean mejores o peores: nada que ver. Es que, explico en mi libro, la Reforma quebró la cristiandad europea, el pluralismo religioso abrió la puerta al pluralismo político, el pluralismo político a la tolerancia intelectual, la tolerancia a la difusión de nuevas ideas científicas antes prohibidas, las nuevas ideas a los nuevos inventos, las nuevas tecnologías, la filosofía del progreso. La modernidad económica es impensable sin esa “revolución de las ideas”, enseña Joel Mokyr. Por eso China, que partía de bases más avanzadas, fue barrida: por no haber realizado esa “revolución”.
La conservación de la cristiandad favoreció el conformismo e inhibió la pluralidad, y con la pluralidad las ideas nuevas.
Lo mismo vale para América Latina, donde la Contrarreforma preservó la unidad de la fe, la unidad de la fe preservó la unidad política, la unidad política el dogmatismo religioso. La conservación de la cristiandad favoreció el conformismo e inhibió la pluralidad, y con la pluralidad las ideas nuevas. El nacionalismo argentino, el peronismo que lo hizo popular, creció en ese surco, el surco nacional-católico, fundado en la fusión de Dios y patria, nación y religión, economía y teología. A la “revolución de las ideas” opuso el “pensamiento nacional”, a la burguesía innovadora el “pueblo mítico” impermeable a las “ideologías extranjeras”. Obsesionado por la “identidad”, castigó la novedad y creatividad. Sin quererlo, Irrazábal lo reconoce: para demostrar la compatibilidad del catolicismo con el progreso económico cita los éxitos de empresarios católicos en Alemania u Holanda. Él mismo es directivo del Instituto Acton, inspirado en un brillante católico británico. Todos países de mayoría protestante, ¡ni un solo caso latinoamericano!
Al llegar aquí, me doy cuenta de haberme reseñado a mí mismo. Pido disculpas: quería aclarar mis ideas, tan mal reseñadas. No me canso de sostener que no es “el catolicismo”, su doctrina o teología, sino el tipo de catolicismo histórico que ha prevalecido en Argentina tiene enorme responsabilidad en la decadencia del país y en la cultura que la alimenta. Y que la redención, lo dice un no creyente, pasa por la maduración de un catolicismo menos nacional y más abierto al mundo, menos pobrista y más innovador, menos populista y más liberal. No digo hiper o turbo liberal, digo simplemente emancipado de los tabúes económicos nacional-populares, de la demonización del mercado y de la empresa, de la sacralización paternalista del pobre y de la obsesión por la “colonización ideológica”, con tal de cerrarle las puertas a toda idea nueva . En los años ’90, un catolicismo así pareció asomar cabeza. Hoy, según veo, la pone en la arena, o ataca a quienes le animan a hacerlo. Por mi parte, no le estoy tirando encima la cruz a nadie, no busco “culpables”, hago diagnósticos para estimular un cambio de mentalidad orientado al desarrollo.
Recuerdo, hace siglos, mis encuentros de joven investigador con Carlos Alberto Floria, un gran señor, un intelectual católico valiente. Un día me señaló un ejemplar de Stromata, la revista teológica de los jesuitas, año 1973. Ahí encontrarás un artículo mío, me dijo. Trataba de democracia y desarrollo económico, una mosca blanca en un dossier titulado, aún lo conservo, “Socialización del poder y la economía”. ¡Todo un programa! ¿Han cambiado las cosas desde entonces? ¿Para mejor?
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