JAVIER FURER
Domingo

El héroe involuntario

Mijaíl Gorbachov, que murió el martes a los 91 años, será recordado como el último líder de la Unión Soviética y también como quien sembró con sus reformas la semilla del fin del imperio comunista.

La noticia ya es conocida: murió Mijaíl Gorbachov. Su reaparición en los medios de comunicación de todo el mundo, los obituarios, comentarios y debates en las redes sociales estuvieron asociados a su legado fundamental: el proceso que acabó en la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), lo que puso fin al proyecto comunista que se había implementado y expandido desde el año 1917, con el triunfo de la Revolución rusa.

Hace tiempo que su figura ya no era trascendente ni su opinión demasiado requerida. En parte por su avanzada edad y el frágil estado de salud en el que se encontraba, pero aun antes, su influencia y peso político habían decrecido significativamente. Quizás eso ocurrió por la forma que adoptó su salida del poder, el escaso predicamento con que contaba en su país y el desprecio que todavía le profesan en el resto del mundo muchos progresistas y nostálgicos de las fabulas leninistas. Seguramente, también por los nuevos rumbos que el mundo fue tomando con el cambio de siglo.

Sus años fuera del poder lo vieron convertirse en un icono del mundo occidental, cosa que admitió con resignación, aunque no se privó de aparecer en películas, documentales, publicidades, grabar discos, escribir libros y dictar conferencias donde contaba, una y otra vez, como un músico que sólo interpreta viejos éxitos, su papel en los últimos tiempos del gigante soviético.

Pero un día Gorbachov volvió al mundo de los vivos. Paradójicamente, eso coincidió con el momento de su muerte. Suele suceder.

Un apparátchik hecho, pero no tan derecho

Su biografía lo ubica con un origen en el mundo rural, donde además fue testigo de los pésimos resultados de la colectivización agrícola implementada por el gobierno de Stalin. También de los castigos asociados a la disidencia y lo que eso implicaba en la práctica; sobre todo, el encierro en lejanos campos de confinamiento.

Su infancia fue muy influida por este tipo de sucesos ya que sus abuelos pasaron largas y dolorosas temporadas en los campos de trabajo forzado, generalmente ubicados en Siberia, conocidos como Gulags. Esa palabra se conformaba con las iniciales en ruso de Dirección General de Campos y Colonias de Trabajo Correccional, organismo burocrático dedicado a gestionar el destino de quienes se oponían (o así parecían hacerlo) al totalitarismo comunista.

El joven Misha se destacó pronto por su oratoria, más severa que carismática, en la que tempranamente comenzaban a escucharse ideas críticas y reformistas.

A pesar de sus orígenes humildes y de múltiples carencias y dificultades, Gorbachov logró terminar la educación básica y acceder a los estudios universitarios. Así se recibió de abogado y consiguió especializarse en asuntos agrarios. Esto también ocurrió gracias a sus contactos con el Partido Comunista, con el que ya había comenzado a colaborar desde los 15 años.

El joven Misha, como también se lo conocía, se destacó pronto por su oratoria, más severa que carismática, en la que tempranamente comenzaban a escucharse ideas críticas y reformistas. También sobresalió por su capacidad organizativa, una llamativa memoria y, particularmente, por la forma en que construía sus vínculos interpersonales, creando empatía, incluso, con quienes debía ser vigilante y potencial delator.

Sus años de ascenso en el partido coincidieron con el periodo político encabezado por Nikita Jrushchov, quien a partir de 1953 llevó adelante lo que se conoce como la desestalinización de la Unión Soviética. Se trató del desmantelamiento del culto a la personalidad y de la parte más represiva del sistema impuesto por Stalin para fortalecer su liderazgo. En ese contexto de reforma, las características personales de Gorbachov lo ayudaron a crecer en un partido que daba tímidas muestras de apertura.

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En 1971 ingresó al Comité Central y en 1978 ocupó la Secretaría de Agricultura. Poco después, también consiguió formar parte del Politburó, la mesa chica, el máximo órgano de poder político comunista. Para entonces sólo tenía 49 años y era el miembro más joven de la conducción de un partido a esa altura envejecido, misógino y burocratizado, alejado de la realidad y de un país que mostraba inequívocos signos de crisis y estancamiento.

Glásnost, perestroika y otras fantasías

La llegada de Gorbachov a la primera línea partidaria no frenó sus intenciones reformistas. Por el contrario, estas se vieron estimuladas por el descontento creciente de la población, acentuado no sólo por las carencias materiales sino también por los privilegios de la casta comunista y la extensión de la corrupción a todas las formas de la vida social.

A partir de 1985 llegó su momento al ser designado Secretario General del Partido Comunista y luego presidente de la Unión Soviética, cargo que él mismo creo y que nadie más ocuparía. Sin embargo, la situación ya estaba muy deteriorada. Para evitar el colapso del país puso en práctica un poco preciso plan basado en las ideas de glásnost, que significaba liberalización política y transparencia estatal –imprescindible, sobre todo, luego del desastre de Chernóbil–, y perestroika, ligada a la imprescindible reestructuración económica.

Las políticas de Gorbachov no buscaban terminar con la Unión Soviética ni con el socialismo, pero eso lograron por la combinación de una serie de factores que llevaron a la pérdida del control sobre la política y la economía del país y de sus aliados. El fin de esa historia también es conocido. En agosto de 1991, en medio de un clima de disgregación nacional, los sectores conservadores del Partido Comunista intentaron un golpe de Estado para recuperar el poder y apartar a Gorbachov, a quien culpaban de la debacle. El putsch fracasó, sobre todo por la oposición de la opinión pública nacional y el liderazgo de Boris Yeltsin, el más radicalizado de los dirigentes reformistas y un entusiasta de convertir a Rusia en un país capitalista.

Los conservadores fueron los grandes derrotados de la jornada, pero también Gorbachov, que apareció ante los ojos del país y del mundo en completa soledad política y vaciado de todo poder. También él fue culpado de la desgracia de transformar un poderoso imperio en un caótico país emergente. Su renuncia formal fue comunicada poco después, el 25 de diciembre de 1991, poniendo fin así a los 74 años de historia soviética.

Un balance posible

Hay que reconocer que Gorbachov no la tenía fácil. Más aun al no contar con un diagnóstico preciso y un plan concreto. Su objetivo general era volver a un momento ideal en el que la Unión Soviética se habría apartado del camino iniciado en 1917.

Lo cierto es que cargar las tintas sobre él también oscurece la existencia de un proceso estructural que había puesto a la Unión Soviética contra las cuerdas. Y en ese camino el papel del bloque capitalista había tenido una importancia fundamental. La capacidad de innovación, competitividad, de producción de bienes, servicios y recursos de todo tipo era incomparable en el mundo capitalista. Sobre todo en comparación con un país que, al mismo tiempo que mantenía a duras penas su programa espacial, no lograba mitigar el hambre de su población ni conseguir los elementos básicos para la vida cotidiana.

Con el inicio de la década del ’80 y de una última etapa de polarización, también conocida como la Segunda Guerra Fría, los soviéticos ya no recuperaron la iniciativa e incluso sufrieron severas derrotas militares, como en Afganistán. Al mismo tiempo, los liderazgos no comunistas aparecían renovados y con un alto nivel de vitalidad y accionar conjunto. Personalidades como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y el Papa Juan Pablo II estaban a años luz del politburó soviético, anacrónico, perdido en disputas internas y confiados en un mesianismo sin correspondencia con la realidad que vivía el país que ya no conducían.

Una mirada positiva y posiblemente justa debería resaltar su voluntad de introducir ideales democráticos en un sistema que había perdido todo vestigio de humanidad.

El soft power del mundo libre era incontenible. El Muro de Berlín se había convertido en un icono del autoritarismo y hasta los partidos comunistas europeos y algunos gobiernos de Europa del Este soltaban amarras con Moscú. La caída del Muro en 1989 fue sólo un avance de lo que pronto ocurriría en el resto de la Cortina de Hierro.

Una mirada positiva y posiblemente justa del legado del Gorbachov debería resaltar su voluntad de introducir ideales democráticos en un sistema que había perdido todo vestigio de humanidad. Es contrafáctico pensar qué hubiera pasado con la vieja guardia al frente del partido durante los levantamientos del Muro de Berlín y los reclamos liberales de la población soviética y de sus países satélites. Lo que sabemos efectivamente es que, con Gorbachov, todo eso tuvo un final pacífico. La Guerra Fría, con una historia repleta de violencia y con armamentos de todo tipo, terminó sin grandes enfrentamientos y con la rápida disolución de la Unión Soviética.

Gorbachov no fue consciente de las energías que liberó, no las pudo conducir y fue la cara pública de un proceso que se inició antes de su llegada al poder y que estaba sostenido en factores más profundos de los que él hubiera podido manejar. El fin de la Unión Soviética también fue el de su propia estrella política. Su impopularidad entre los rusos nunca tuvo marcha atrás.

Su recuerdo está entonces más ligado a lo que ayudó a destruir. Por eso su legado no está vinculado al éxito como constructor o creador, sino al combate desigual que debió dar en nombre de una serie de ideales y valores que, a lo largo de la historia, fueron el contexto para el surgimiento de lo mejor de la condición humana.

 

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Fernando Pedrosa

Historiador y politólogo. Profesor Titular de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de posgrado en la Universidad del Salvador. Doctor en Procesos Políticos Contemporáneos (Universidad de Salamanca). Autor de 'La otra izquierda. La socialdemocracia en América Latina' (2012).

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