¿Para qué nos sirve recordar los 24 de marzo? El actual oficialismo tiene una respuesta clara y precisa: primero, “para identificar al enemigo”, “su enemigo”, que además viene a ser el mismo ayer, hoy y siempre; segundo, para acorralarlo, porque esa fecha es la síntesis más pura tanto del mal como de sus fracasos; y por último, y consecuentemente, para unificar y exaltar a los “amigos”, guiarlos por la negativa, digamos, en la buena senda.
Pero, ¿es tan útil como se pretende, aun para esos fines partidistas, burdamente maniqueos? ¿Suponer que sus adversarios podrán ser identificados y subsumidos al muñeco de paja construido en torno a la evocación machacona del 24 de marzo no es una trampa que se tiende a sí mismo el canon oficial? Y más importante aún, ¿es tan diferente este canon a los varios recuerdos que previamente se impusieron sobre ese acontecimiento de 1976, de los que se quisieron derivar también lecciones útiles, supuestamente inapelables, para la acción política, pero terminaron alentando más que nada errores y confusiones? Veamos.
Siempre me ha resultado molesto y equívoco que los 24 de marzo sean feriados.
Siempre me ha resultado molesto y equívoco que los 24 de marzo sean feriados. Pero entiendo los motivos por los que esta sensación no es compartida por los llamados organismos de derechos humanos, y junto a ellos, por el kirchnerismo y buena parte de la izquierda. Y más bien les sucede lo contrario: para todos ellos es su fecha más convocante y significativa. Tan intocable la consideran que hasta se han negado a mover el feriado para favorecer al turismo. Y están consecuentemente de lo más satisfechos con que se la recuerde, año tras año, con la misma pompa y relevancia que se les da a los 25 de mayo, o a los 9 de julio, aunque el contenido sea exactamente el contrario.
Más todavía: entienden que ella tiene el valor de los 25 de mayo o los 9 de julio, pero no de ahora, 200 años después, sino de los años en que los acontecimientos que esos días se evocan estaban todavía frescos, las guerras de independencia aún no habían concluido y aún se estaba en trámite de forjar este país. Porque el 24 de marzo vendría a ser, para nuestra época, lo que esas otras fechas fueron para la suya: la guía para orientarnos al éxito en las tareas que definen nuestro tiempo, el recuerdo de lo que nos toca hacer, y con quiénes y contra quiénes hay que hacerlo.
“el enemigo nos hace lo que somos”
La razón de que esto sea así reside en la conocida máxima política según la cual “el enemigo nos hace lo que somos”. Que también me despierta molestias y desconfianzas pero está muy en boga, en particular en los círculos arriba aludidos, en los cuales se da por hecho que el 24 de marzo de 1976 los enemigos de todo lo justo, lo democrático y progresista habrían estado más exhaustivamente reunidos que nunca antes (ni después) en un solo haz de actores, ideas e iniciativas. Por lo que, en espejo, su recuerdo viene de perillas para unir a todos los que aman esos valores, y que deberían estar juntos para responder al llamado del momento, lograr “el país que queremos”, recrear nuestro sentido de pertenencia.
Ahora bien, ¿por qué tenemos una fecha que nos muestra en plena forma al enemigo de todo lo bueno que hay en este mundo, pero no tenemos una para reunir y entusiasmar a sus amigos? ¿No es esta la señal de un déficit, no nos limita en nuestra capacidad de perseguir fines comunes? Porque, ¿acaso no nos haría ruido si el peronismo de los años ’60 hubiera recordado con más énfasis los 16 de septiembre que los 17 de octubre, o si los países europeos en la segunda posguerra lo hubieran hecho con la fecha de la ocupación en vez de con la de la liberación? ¿No hay, en suma, un problema serio detrás de esta carencia de una ocasión para celebrar nuestra época, y del hecho de que aparentemente dependemos de una fecha que repudiar para reunirnos y guiarnos?
El problema es que los juicios sobre las fechas que podríamos celebrar no nos unifican como sí lo hacen, en principio al menos, lo que rechazamos de los 24 de marzo. Es bastante obvio por qué no es fácil que los actores arriba mencionados se resignen a utilizar, para unirse y unirnos, los 10 de diciembre: ese día de 1983 ni el peronismo ni la izquierda ni los organismos de derechos humanos tuvieron un papel muy protagónico. Por otro lado, se ha visto que, aunque lo intentaron, las celebraciones kirchneristas no han sido fáciles de nacionalizar: superponer los festejos correspondientes al 25 de mayo de 1810 con los de esa misma fecha de 2003 no resultó demasiado convocante, siquiera en el seno del peronismo. Puede que haya oportunidad para insistir, pero mientras tanto se trabaja con lo que hay a mano.
Como guía por la negativa, como espejo en el que mirarnos para saber lo que no queremos, pareciera que la utilidad del 24/3 es irrebatible. Pero, ¿es tan así?
Y lo cierto es que el 24 de marzo está bien a la mano. Porque si existe un momento, un episodio, que condensa todo el error y el horror es ese: dio inicio a un proceso político que desembocaría en fracasos simultáneos en prácticamente todos los frentes –los más inapelables y destructivos de toda la larga lista de fracasos de los cuales está en buena medida hecha nuestra historia reciente–, así que viene de perillas para mostrar lo que no hay que hacer, ni habría que intentar, nunca más. No hay nada que rescatar de esa fecha, y hace ya décadas que no hay nadie que siquiera lo intente. ¿Cómo no concluir de ello que si empezamos por hacer todo lo contrario que entonces se pensó, se dijo y se intentó estaríamos yendo por buen camino? Como guía por la negativa, como espejo en el que mirarnos para saber lo que no queremos, pareciera que su utilidad es irrebatible. Pero, ¿es tan así?
un canon con buenos y malos
El recuerdo canónico establecido en los últimos tiempos en la educación, en los medios, en los discursos oficiales, es que todos “los malos” festejaron ese día y conviene que “los buenos” lo recuerden, porque así sabrán siempre, se supone, con quiénes deben mezclarse y con quiénes no. Y debería ser un recuerdo fácil de imponer, porque, como dijimos recién, nadie se anima desde hace mucho a defender algo que de movida aparece como el epítome de lo moralmente indefendible, y encima fracasó en toda la línea. ¿Qué mejor que pegarle al 24/3 y que nadie conteste?
Sucede, sin embargo, que hay, siempre ha habido, muchas más diferencias de las que se pretende tramadas detrás y en derredor de ese recuerdo. Y a la vez, existe una constancia que se pasa por alto demasiado rápido entre todas ellas. A ambas, diferencias y semejanzas, convendría prestarles más atención.
El canon actual, por un lado, difiere y mucho de los muy distintos recuerdos del 24 de marzo que se han ido traslapando en las capas de nuestra memoria colectiva desde 1976 hasta nuestros días, y no han desaparecido. ¿Cuántos golpes del ’76 hemos visto, pensado y luego recordado desde entonces? Varios y muy distintos entre sí.
¿Cuántos golpes del ’76 hemos visto, pensado y luego recordado desde entonces? Varios y muy distintos entre sí.
Pero tal vez lo más sorprendente sea no lo que ellos tienen de diferentes, sino lo que tienen en común: todos han contenido una dosis importante de exageración sobre los efectos unificadores que el 24 de marzo podía producir sobre la Nación, o mejor dicho sobre la parte de la Nación que en cada momento se autopercibió como “sana” y capaz de forjar un país mejor. En eso, mal que le pese, el canon actual no es para nada innovador: repite una pretensión que ya muchos abrazaron, pero a nadie le resultó demasiado útil. Recorrer brevemente la historia de estos tan variables y a la vez tan reiterativos usos del 24 de marzo puede ayudar a entender un poco más las dificultades que suponen las funciones que hoy se le atribuyen. Porque pareciera haber una cierta conexión o correspondencia entre las opacidades e ilusiones contenidas en cada estadio de nuestra memoria y el tipo de problemas con los que a sus portadores, en su momento, les resultó imposible lidiar.
Empecemos por sus más contemporáneos y el modo en que ellos percibieron, y luego y por años recordaron, ese acontecimiento, y cómo eso moldeó sus conductas. Hoy cuesta entenderlo pero el ánimo predominante entre ellos fue el alivio. Fundado en la firme creencia en que el golpe los había salvado de un presente insoportable y un destino funesto, y “nada podía ser peor que seguir como estábamos”. Así que lo que sucedió desde entonces tendieron a aceptarlo como la menos mala de las alternativas: había violencia, pero era menor a la de una guerra civil abierta; había inflación, pero menos que en 1975; había incertidumbre, pero no era nada comparada con la resultante de la descomposición de la autoridad del Estado. De esa percepción se alimentó, incluso en sectores amplios del peronismo y del “progresismo”, una amplia disposición a dejar hacer, que superó las inclinaciones en ese sentido fundadas en el miedo. Y que ayudan a entender las muy tardías reacciones sociales ante los saldos destructivos del Proceso militar, que pudo ensayar todas las posibilidades del error y el horror antes de encontrar resistencias significativas.
la vana ilusión de los ’90
Le sucedió la memoria que elaboró para sí la transición democrática, cuyos rasgos preponderantes fueron el desengaño y la liberación. Y que, en conjunto, prohijaron la autopercepción de la sociedad como víctima: los militares la habían engañado sobre la represión, sobre Malvinas, sobre la deuda, y sometido a todo tipo de vejámenes y desgracias, de los cuales ahora finalmente podría sanar porque se estaba liberando. Esto dio un gran impulso inicial al regeneracionismo democrático. Pero también, casi enseguida, alimentó la decepción con sus administradores. Que tendrían grandes dificultades para convencer a esos ciudadanos, que ellos mismos habían exaltado como acreedores morales y materiales, de que les correspondían algunas responsabilidades además de derechos y reparaciones.
A continuación sobrevinieron los años ’90 y su fenomenal esfuerzo por editar y digerir el pasado, el nacional pero sobre todo el peronista, bajo el signo de la reconciliación. Con la vana ilusión de que bastaba hacerlo para tener éxito allí donde tantas veces se había fracasado: dar vuelta la hoja de la historia, hacer un “corte con el pasado” y que el futuro nos sonriera.
Volvamos entonces a la pregunta del inicio: ¿cuánto innovó realmente el canon actual respecto a esas memorias circunstancialmente predominantes en el pasado? No hizo otra cosa que dar vuelta como una media el recuerdo inicial; retomó la memoria de la transición, pero para beneficio no de todos sino de una facción; y sepultó en el olvido los años ’90. No parece que nada de eso sea una buena guía para entender o aportar algo nuevo a lo que hace casi medio siglo se ha estado discutiendo en este país.
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