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Los acontecimientos del pasado 7 de octubre fueron mucho más que un tradicional pogromo, la forma de linchamiento endémica y sistemática que ha sufrido el pueblo judío a lo largo de su historia antes de la existencia de su Estado moderno. A su vez, la masacre, excepcionalmente cruel, salvaje, inhumana, repugnante, cobarde, no sólo marca en términos estadísticos la peor matanza de judíos registrada desde la Shoah, sino que fue una declaración de guerra con la seguridad de que desencadenaría la intifada a nivel global que estamos presenciando.
La intifada no se mide ni se define sólo por las muertes, torturas y vejaciones que produce cada día en cada ciudad de Occidente (porque recordemos que por las mismas razones ya no quedan casi judíos en Oriente). Asistimos a un embrujo colectivo cuya principal motivación es el odio irracional hacia el pueblo judío. Aunque disimulado, metonimizado, velado tras oportunos horizontes virtuosos, ya sean el rechazo anacrónico al “sionismo” o la “causa palestina”, vemos a millones de personas alrededor del mundo clamando a viva voz consignas exterminadoras, hostigando, linchando, censurando, destruyendo toda señal de vitalidad judía, incluyendo la obsesiva negación del reclamo por los centenares de rehenes que una organización terrorista tiene en sus manos. Poco importa que esos rehenes sean civiles, muchos de ellos niños, incluso bebés que no han cumplido un año de vida. En la Argentina en particular, sólo tibiamente se alude a las decenas de compatriotas hoy cautivos de Hamás, incluyendo un bebé llamado Kfir Bibas que ha pasado (si es que aún está vivo, se supone que no) un 20% de su brevísima vida secuestrado. El desprecio hacia esas vidas y a las de los cobardemente asesinados el 7 de octubre (y antes y después) es un signo indeleble de un odio profundo y oscuro, difícil de asimilar.
De los casi 10 millones de judíos que habitaban en Europa antes del Holocausto, quedan hoy apenas un millón. Una cifra que disminuye día a día.
¿De qué otro modo podría interpretarse el fenómeno masivo de ciudadanos occidentales, sin vínculo directo alguno con aquel conflicto geopolítico, que marchan y empapelan sus ciudades al grito de consignas antijudías, glorifican organizaciones terroristas y arrancan con saña y placer los carteles que llaman por la aparición con vida de los rehenes, negándoles su condición de víctimas? ¿De qué otro modo explicar la negación del reverso de este fenómeno: el creciente hostigamiento sobre la decreciente población judía en Europa y Norteamérica?
Cuando vemos las cifras nos encontramos con que, de los casi 10 millones de judíos que habitaban en Europa antes del Holocausto, quedan hoy apenas un millón. Una cifra que disminuye día a día. De hecho, la población judía mundial actual, de unos 15 millones, aún no ha recuperado la cifra de 16 millones antes de la catástrofe nazi. Para que el punto sea más elocuente: todos los judíos en el mundo no superan a la población del estado de Nueva York (19 millones) e igualan a la de Constantinopla-Estambul o Buenos Aires y su área metropolitana. La mitad de ellos ocupan un pedazo de tierra de 20.000 kilómetros cuadrados, de los cuales apenas una pequeña parte es fértil, productiva o habitable. En términos territoriales, entonces, la obsesión por ese pedazo del planeta también parece desproporcionada.
Cuando observamos la evolución demográfica de la población islámica, nos encontramos con que se ha incrementado de manera exponencial. En Europa, por ejemplo, ha pasado de unos 10 millones en 1950 a los aproximadamente 40 millones de hoy, es decir del 2% al 6%. Incluso las proyecciones más conservadoras indican que este número podría casi duplicarse en las siguientes décadas. En pocas palabras, Europa tiende irremediablemente hacia un vaciamiento de población judía y a una creciente islamización demográfica.
Whiteness vs. blackness
Con las mismas herramientas estadísticas podemos desmentir el supuesto “genocidio” que un puñado de judíos estaría perpetrando en Medio Oriente. Al observar la información demográfica en Gaza y Cisjordania, los índices muestran un sostenido y robusto crecimiento de la población de origen árabe que allí habita. De hecho, desde los acuerdos de Oslo de 1993-1995, momento fundacional de una soberanía árabe palestina autónoma que nunca había existido antes, la población en aquellos territorios se ha duplicado, hasta llegar a la cifra de aproximadamente 5 millones de hoy. Recordemos que, en ese mismo lapso, la población israelí se incrementó en un 50%, de 6 a 9 millones, con el detalle de que este número final desagregado nos muestra sólo 7 millones de judíos, un 20% de árabes y un 6% de otras adscripciones étnicas, con plena igualdad jurídica y civil. Esta realidad sugiere una absoluta incongruencia con las consignas que denuncian “apartheid” y “genocidio”. Además, suscita otro interrogante. ¿Existe otro país en la región que provea a los judíos de las mismas condiciones jurídicas y humanas que el Estado de Israel provee a otras minorías étnicas y religiosas?
Vayamos brevemente a Norteamérica. Aunque la población musulmana (nuevamente, esto requiere una desagregación) representa apenas el 1% de la población, cotidianamente observamos similares expresiones tanto de excepcionalidad jurídica como de antijudaísmo y lecturas de la situación geopolítica de Medio Oriente bajo el prisma de teorías poscoloniales ancladas en la dicotomía del oprimido y el opresor. En efecto, los llamados critical race studies proponen una relectura histórica desde un punto de vista étnico y, en buena medida, cromático. Así, proliferan categorías como whiteness y blackness y una panoplia de colores y mestizajes sincréticos, con sus debidas jerarquías en función de su carácter de víctimas y victimarios. Como es de sospechar, la whiteness se corresponde con el más alto nivel de privilegio victimario, mientras que la blackness concentra los mayores honores de la victimología.
En estos días hemos asistido a la resistencia por parte de tres de las más importantes universidades norteamericanas de declarar como hate speech toda invitación a la intifada.
No es casual que este tipo de expresiones tengan lugar primordialmente en los campus universitarios, donde las ciencias sociales y las humanidades han sido prácticamente absorbidas por el paradigma poscolonial, que a la dicotomía de la opresión le suma un criterio identitario y racial. En estos días, sin ir más lejos, hemos asistido a la resistencia por parte de tres de las más importantes universidades norteamericanas, Harvard, Pennsylvania y el MIT, de declarar como hate speech toda invitación a la intifada, es decir, a la guerra abierta contra Israel por todos los medios posibles. Creo que esta reticencia está anclada precisamente en los esquemas argumentales a los que acabamos de aludir.
En esta taxonomía, nos encontramos con que el pueblo judío, aunque históricamente humillado, sometido, agredido, menospreciado, es colocado del lado de los opresores. La historia de la civilización islámica, que bajo ese prisma podría haber sido leída más bien como conquistadora, colonizadora, dominante, funciona en los hechos como un reverso perfecto, ubicada del lado del oprimido. En otras palabras, desde esta lábil óptica binaria, musulmán (imprecisamente unificado) deviene sinónimo de víctima de agresión colonial, mientras que judío, aunque estructural minoría oprimida, deviene sinécdoque de opresión colonial blanca europea. El reverso natural de esta lectura dicotómica es la polivalente etiqueta de “islamofobia” con que suelen neutralizarse legítimas objeciones a expresiones totalitarias e integristas de ciertas esferas de influencia del mundo musulmán, que pregonan la imposición de regímenes legales basados en fundamentos religiosos (la sharía) y exigen, así, un excepcionalismo frente al universal Estado de derecho que rige las relaciones humanas en Occidente.
El antisemitismo en la comunidad negra
Se desprende aquí una curiosa tangente, la del antijudaísmo visceral por parte de ciertas organizaciones afroamericanas plenamente identificadas con la mencionada blackness. Podríamos citar de modo paradigmático a las vulgatas antisemitas de la organización Nation of Islam, que poco difieren de la infame narrativa de Los protocolos de los sabios de Sion, que tanto contribuyeron al maremoto antijudío que culminó en el Holocausto. En este caso, sin embargo, encontramos un eslabón fundamental para convertir al judío en el epítome del blanco opresor al atribuirle obsesivamente un supuesto protagonismo en la trata esclavista atlántica entre los siglos XV y XVIII. Si a eso sumamos creativas reconstrucciones de cómo la sinarquía controló también la industria del algodón y las redes financieras globales, no nos sorprende leer que incluso el apartheid que imperó en los estados del Sur hasta bien avanzado el siglo XX haya sido producto de aquella misma arquitectura judía. Estos son, en efecto, los argumentos que encontramos en una obra de inmensa influencia dentro la comunidad afroamericana y, transitivamente, dentro de los critical race studies. Me refiero a The Secret Relationship Between Blacks and Jews (tres volúmenes publicados en 1991, 2010 y 2016), promovida, publicada y difundida por Nation of Islam, a pesar de sus descomunales imprecisiones y absoluta falta de rigurosidad científica, metodológica y ética.
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Es preciso reparar en la ironía que implica su similitud con los argumentos esgrimidos tradicionalmente por el supremacismo blanco. Por contradictorio que esto parezca, no lo era tanto para Elijah Muhammad, percibido como profeta de la organizacióna, la que básicamente forjó y lideró durante 40 años, desde mediados de la década de 1930 hasta su muerte en 1975. Así se explican sus cordiales negocios inmobiliarios en Georgia con miembros del Ku Klux Klan articulados por Malcolm X, en los cuales se aseguraba la protección de los miembros de Nation of Islam a cambio de la prescindencia de los acólitos de Muhammad en lo referido a la problemática racial en los estados sureños. Se comprende así también mejor la simpatía mutua con George Lincoln Rockwell, enfático representante del minúsculo Partido Nazi Estadounidense, quien asistió tanto en junio de 1961 como en febrero de 1962, junto a algunos de sus allegados debidamente ornamentados con una esvástica en su brazo izquierdo, a sendos multitudinarios actos de Nation of Islam, ambos con Malcolm X presente (nobleza obliga: este último pronto abjuraría de estas sociedades).
Unidos paradójicamente por su recíproco deseo de vivir separados (ni integrados ni segregados), Rockwell fue muy claro en quiénes eran los verdaderos opresores de blancos y negros, como el lector ya habrá deducido: por si es necesario ser más explícito, el victimario omnipotente era, una vez más, la entelequia judía. La segunda ceremonia fue coronada con los elogios que Rockwell dedicó a Elijah Muhammad, a quien llegó a enaltecer (desde su perversa visión del mundo) como “el Hitler negro”. Es preciso reconocer que buena parte del auditorio recibió con incomodidad la presencia de estos individuos con esvásticas. Por eso, las palabras de Rockwell recibieron aplausos, algún grado de algarabía, pero también rechazos y abucheos. Muhammad se encargó de hacer explícita la ortodoxia frente a esta alianza bicromática: “Si dicen la verdad, ¿qué nos importa? Nos pondremos de pie y aplaudiremos”.
Esto es sólo un ejemplo de cómo estas expresiones circulan, se reproducen, se enriquecen (o empobrecen, según cómo se lea), se adaptan, a lo largo de redes y cenáculos que orbitan en torno del orgullo blackness. Así, es menos sorprendente el apoyo explícito de Black Lives Matter de Chicago (centro geográfico de Nation of Islam) a la “lucha palestina” (es decir, a Hamás) y su nula empatía y solidaridad con las víctimas judías de la masacre.
El antisemitismo de la “causa palestina”
Muchas barreras tienen que romperse antes de salir en una foto con un nazi luciendo su esvástica. Ahora bien, ¿cuántos diques de dignidad humana deben haber caído antes de aparecer en una foto conversando cordialmente con el propio Hitler? Habría sido interesante hacerle esa pregunta a Aminal-Husayni, gran Muftí de Jerusalén durante los años en que los judíos eran primero segregados y luego exterminados en Europa. Allí se lo puede ver en noviembre de 1941 frente a frente, sonriente, con uno de los mayores criminales que ha conocido la humanidad, o estrechando la mano de Heinrich Himmler, saludando con la palma en alto nazifascista a tropas musulmanas bosnias y albanas, combatientes en el Frente Oriental junto a la Wehrmacht y las SS, a las cuales arengó con palabras que fueron recogidas en panfletos que fueron distribuidos a los soldados antes de la batalla.
Estas imágenes se comprenden en el marco del interés común de combatir a los británicos (que por ese entonces controlaban el territorio hoy disputado, reclamado, partido, que constituyen Israel, la Franja de Gaza y Cisjordania) y, sobre todo, al pueblo judío. En efecto, al-Husayni aspiraba a vaciar de judíos el territorio con ayuda alemana, aun si eso implicaba un liso y llano exterminio. Así se expresaba, por ejemplo, en marzo de 1944 en Radio Berlín: “Árabes, álcense como un solo hombre y luchen por sus derechos sagrados. Maten a los judíos donde sea que los encuentren. Esto place a Dios, a la historia y a la religión. Esto salva vuestro honor. Dios está con ustedes”. Creo que es importante retener estas palabras, estos gestos, estas verdaderas relaciones carnales con el régimen que llevó a cabo un genocidio a escala industrial con un grado de eficiencia monstruoso. Sobre todo si no encontramos hoy en día consciencia alguna entre nuestras almas bellas “antisionistas” sobre este monstruoso trasfondo.
Esta negación recuerda la respuesta de la izquierda en el siglo XX, cuando los crímenes del comunismo eran deliberadamente relativizados o justificados.
Este comportamiento colectivo de negación obsesiva y fanática recuerda a la respuesta de buena parte de la izquierda durante la primera mitad del siglo XX, cuando los crímenes de los regímenes comunistas eran obliterados, deliberadamente negados, relativizados o, peor aún, justificados. Por eso el historiador François Furet habló del “embrujo universal de octubre” para referir al doble ostracismo que sufrieron los rusos que llevaron a la caída del zar en la Revolución de Febrero de 1917 para luego ser derrocados por el golpe de Estado bolchevique de octubre. Expulsados de su patria, silenciados en sus refugios europeos. Podríamos pensar un triple ostracismo si añadimos su abolición de la Historia como revolucionarios, ya fueran socialistas marxistas, no marxistas, o republicanos.
Un mecanismo similar parece operar en aquellas consciencias que ligan la “causa palestina” con una supuesta causa anticolonial global. Para ser justos, muchos activos o pasivos militantes de la Palestina libre “del río al mar” probablemente ignoren el nivel de profundidad y oscuridad del averno antijudío en el cual están sumergidos. Para ser más justos aún, la inmensa mayoría de aquellos activistas (ya sin el factor de la pasividad) desean la lisa y llana desaparición del único Estado que garantiza la seguridad de los judíos en el mundo y que, adicionalmente, evidencia en una región donde reinan el autoritarismo y el gregarismo la posibilidad de una república donde ciudadanos judíos conviven con ciudadanos árabes y de otros orígenes étnicos o adscripciones religiosas con plenos derechos civiles, políticos y humanos. El único Estado que no condena penalmente orientaciones sexuales ni comportamientos privados. El contraste con los regímenes que apoyan financiera, logística y propagandísticamente, o simplemente no combaten al terrorismo integrista, es absoluto y desolador. Menos para los ojos poscoloniales de nuestras almas bellas que se pasean por las opulentas y libres ciudades occidentales.
Sugiero prestar atención a una regularidad. Ante cada ataque terrorista contra objetivos judíos, la opinión pública se concentra más en la dimensión patológica-psíquica (real) de los perpetradores o en las “causas sociales” que “llevaron” a aquellas situaciones o se adviene simplemente a diluirlo en “ataques contra la libertad”. Sin embargo, aunque orgullosamente develado por los asesinos y propagandistas, el móvil de un individuo decapitando, desmembrando, torturando, violando, asesinando a sangre fría, tomando de rehén a un judío es un hecho que tiende a ser disimulado en la interpretación oficial de los hechos. Acto seguido, se pone especial énfasis en advertir contra los peligros de la “islamofobia”.
Veamos, a modo de ejemplo, lo sucedido en Francia en los dos grandes atentados de 2015. Poco se atiende a lo que sucedió tras la masacre de Charlie Hebdo, cuando dos hermanos asesinos entraron a sangre y fuego en la redacción de la revista aquel 7 de enero para hacer justicia por el sacrilegio de representar a Mahoma (razón por la cual tantos otros inocentes han sido masacrados o han vivido amenazados en estas últimas décadas). La mañana siguiente, un allegado de los terroristas llamado Amedy Coulibaly asesinó a una policía llamada Clarissa Jean-Philippe en el barrio de Montrouge mientras se dirigía a atentar contra niños y adultos en el horario de ingreso de la escuela judía Yaguel Yaacov. Ante el fracaso de su empresa, Coulibaly apuntó hacia otro objetivo judío, esta vez el supermercado Hypercacher, situado en Porte de Vincennes. Alrededor del mediodía del domingo 9 de enero, ingresó y asesinó a cuatro personas, tomó al resto de los clientes como rehenes y allí permaneció unas cuatro horas hasta que la policía logró ingresar y abatirlo, rescatando a los rehenes. Sin embargo, las evidentes motivaciones antijudías no fueron debidamente señaladas.
Algo similar ocurrió en la fatídica noche del viernes 13 de noviembre de 2015, cuando tras un fallido atentado en el Stade de France, un grupo de terroristas a bordo de un par de autos recorrió el norte de París, desde el 10º arrondissement de la ciudad a lo largo del Boulevard Voltaire hasta la plaza Nation acribillando indiscriminadamente a jóvenes que disfrutaban de una noche de esparcimiento, ejerciendo el derecho al ocio que para aquellos asesinos resultaba un sacrilegio. Una vez más, algunos detalles pasaron inadvertidos. El club Bataclan, epicentro aritmético y simbólico de la masacre, era también un objetivo con motivaciones antijudías. Contamos con registro fílmico de un grupo de justicieros encapuchados que en 2008 se acercaron al lugar en protesta por el uso que la Migdal, una red de beneficencia judía, hacía del Bataclan en apoyo de la Magav, policía fronteriza israelí. Hacia el final del video, los agresores advertían: “La próxima vez no vendremos a dialogar”.
Hasta un par de meses antes del ataque, el Bataclan era propiedad de dos hermanos empresarios judíos, Pascal y Joël Laloux, quienes lo heredaron a su vez de su padre Elie Touitou, de origen judío tunecino, quien lo había adquirido en la década de 1970. Insólitamente, el propio Joël negó en su momento la vinculación entre esta circunstancia y la carnicería. Extraño síndrome. ¿Podremos también negar la vinculación con los artistas que animaban aquella noche? Me refiero a los Eagles of Death Metal, banda californiana abiertamente opuesta al llamado Boycott, Divestment and Sanctions (BDS) proclamado por las almas bellas occidentales. En julio de 2015, la banda tocó en Israel y, frente a la pregunta de qué opinaba de las críticas, el cantante Jesse Hughes simplemente respondió con un sólido, bello, preciso y contundente fuck you. Meses después, en septiembre de 2016, la banda regresó a Israel y ratificó su punto de vista. A diferencia de Laloux, los Eagles of Death Metal valientemente ataron los cabos sueltos.
Son demasiados los indicios para comprobar que, tras el énfasis, lo que late es antijudaísmo, en ocasiones abierto, en ocasiones velado. Resumamos un par de puntos más, en este caso estrictamente pragmáticos, para consolidar el argumento. En primer lugar, la existencia de Israel protege a los judíos, donde sea que se encuentren, de persecuciones y masacres. En segundo lugar, la tierra sobre la cual se estableció en 1948 Israel no sólo tiene un lazo histórico indeleble con el pueblo judío sino que no pertenecía formalmente a otra nación. Tampoco es un detalle menor que aquellas tierras estuvieran por entonces desaprovechadas en términos productivos y que hoy sean prósperas.
Otro factor a considerar es que Israel sólo existe porque ganó cada uno de sus conflictos bélicos, considerando que en cada uno de ellos el objetivo de sus adversarios fue la aniquilación.
Otro factor a considerar es que Israel sólo existe porque ganó cada uno de sus conflictos bélicos, considerando que en cada uno de ellos el objetivo de sus adversarios fue (y es) la aniquilación (“del río al mar”). Sumemos que Israel no significa ninguna amenaza para la paz mundial, porque no ha sido agresor (ni tiene las condiciones estructurales para serlo). De hecho, Israel tiene la potencialidad militar de hacer un uso extensivo e intensivo de su capacidad de fuego, lo cual implicaría la muerte de millones de personas. Si Israel quisiera llevar a cabo una política de “genocidio” o de “apartheid”, abunda en recursos para hacerlo. Si Israel no lo hace es porque no tiene esa voluntad ni ese horizonte, lo cual se demuestra en los esfuerzos insumidos por proteger a la población civil y reducir al mínimo posible las bajas de no combatientes.
Por el contrario, si sus enemigos aún no han logrado derrotar a Israel y aniquilar a los judíos es porque no tienen la capacidad logística para hacerlo, más allá de su explícita voluntad y deliberado horizonte, como lo demostró la carnicería del 7 de octubre, celebrada, registrada y reproducida por los propios perpetradores. Curiosa innovación respecto de las prácticas nazis. Mientras que estos últimos hicieron todo lo que estuvo a su alcance para disimular y ocultar sus crímenes nefandos, el terrorismo islámico tiende a dejar registro de cada acto monstruoso cometido y comunicarlo a través de todo medio de difusión posible. Hemos llegado al punto de escuchar a uno de los asesinos llamar a su madre para comunicarle, orgulloso, que había torturado y terminado con la vida de madres, padres, niños, abuelos judíos.
Una intifada global en marcha
Por otra parte, los estruendosos repudios al uso de la fuerza militar israelí raramente son acompañados de solidaridad hacia las humillaciones cotidianas a las que son sometidos los propios musulmanes bajo regímenes autoritarios (o, en el caso de Hamás, Hezbollah o Isis, terroristas). Lo vimos claramente el año pasado cuando los talibanes recuperaron el control de Afganistán y condenaron a millones de hombres y, sobre todo, mujeres, a una existencia miserable, fundada en segregación, opresión, torturas, mutilaciones, ejecuciones. Algo similar con el manto de obscuridad que la teocracia iraní impuso desde 1979 a la esplendorosa civilización persa. Tampoco se repara lo suficiente en la progresiva pérdida de libertades que a lo largo del siglo XX han convertido a gran parte del mundo islámico (salvo algunas excepciones) en un repertorio de dictaduras, monarquías y teocracias. Tampoco reciben grandes expresiones de apoyo popular aquellos y aquellas valientes que osan declarar abiertamente su libertad para pensar, hablar, creer, vestir, vivir, y reciben a cambio contundentes sanciones penales. Las almas bellas occidentales, sumergidas en el embrujo universal, suspenden el juicio o directamente condenan a quienes son perseguidos por criticar o abjurar de sus religiones de origen.
Así, no sorprende la lectura de la“Palestina libre” como una causa unívoca, granítica, unánime. Los palestinos gazatíes sometidos al régimen de terror de Hamás son simplemente silenciados, ignorados, en ocasiones interpretados como pérfidos, víctimas de su “falsa consciencia”. Toda la energía insumida en criticar las acciones de Israel no es acompañada por un reclamo sincero en contra del autoritarismo teocrático terrorista de la secta de asesinos que controlan hoy Gaza. En definitiva, la vida real de la población palestina pareciera importar menos que las consignas grandilocuentes “antisionistas”. De hecho, pareciera importar nada. No importa que los ingresos multimillonarios de Hamás no hayan sido jamás invertidos en la construcción de refugios antiaéreos sino en la construcción de una inmensa red subterránea que protege a los terroristas utilizando de escudo a los civiles gazatíes, sin importar que encima de aquellos centros de operaciones haya hospitales, escuelas o residencias civiles. Tampoco importan los millones de muertos por guerras intramusulmanas o, a modo de ejemplo extremo, la opresión que reciben los uigures en China.
Creo que el primer paso para identificar este fenómeno es escindirlo de la problemática estrictamente territorial con la que se lo envuelve
En definitiva, creo que el primer paso para identificar este fenómeno es escindirlo de la problemática estrictamente territorial con la que se lo envuelve. La prueba de que esta dimensión geopolítica es completamente coyuntural es que la inmensa mayoría de quienes presentan grandilocuentes posiciones públicas en contra del Estado de Israel o, de forma matizada, en favor de la “Palestina libre”, suelen demostrar una profunda ignorancia sobre otros conflictos territoriales de similar índole. En el mejor de los casos, quienes sí demuestran algún tipo de conocimiento superficial sobre Cachemira, Crimea, Taiwán o Karabaj, para mencionar algunos, se refieren a ellos con un nivel de énfasis y apasionamiento claramente menor, cuando no nulo. Uno podría preguntarse legítimamente por qué razón un porteño de orígenes ibéricos o italianos, un parisino de orígenes normandos o un neoyorquino de orígenes anglos serían propensos a exagerar su “solidaridad” con una población cuya historia, lengua y costumbres desconocen, y a expresarse con furia sobre un Estado cuya razón de ser es la protección de un pueblo históricamente segregado, hostigado y masacrado.
Una nueva intifada global está en marcha, un nuevo embrujo universal de octubre recorre el mundo. Sus recursos son diversos: bélicos, salvajes, poéticos, primitivos, simbólicos y pragmáticos, y han inficionado paradójicamente los espacios que mayor libertad requieren para desarrollarse virtuosamente, como las ciencias y las artes. La defensa de los intereses del pueblo judío hoy es una causa universal. Depende de nosotros develarlo definitivamente para garantizar nuestras libertades y nuestra herencia porque, para citar al arquitecto de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “más allá de las vicisitudes de la sangre (incognoscibles), todos pertenecemos a la mal llamada cultura occidental (medio oriental, porque es medio hebrea) y todos somos griegos y judíos”.
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