La ex de Rodrigo de Paul, Camila Homs –que después de Bárbara Diez tomó la posta del despecho público argentino–, arengó sin decoro en la playa el cantito peleador “Tini se la come, Cami se la da” y perdió por eso el cariño de las masas: demasiado auténtico, el ello freudiano necesita límites o es fuente segura de rechazo. Shakira, en cambio, hizo de su despecho una estrategia de guerra, porque no hay movimiento colectivo que te obligue a no usar tus armas contra aquellos que se meten en tu casa y atacan tu heladera. Con astucia, como un escritor del siglo XIX, usó las marcas que nombra como verdaderos efectos de realidad que le dieron a su sesión con Bizarrap un pacto de lectura infalible. Ahora factura 20 millones de dólares por día mientras el feminismo se ocupa de explicarnos que no hay que confundir empoderamiento con capitalización. Para citar a Sandro: Shakira no parece estar comprando lo que vende, y por eso sus cuentas bancarias florecen mientras ella descansa tranquila.
“El despecho” es una canción claramente pegadiza, y mientras las feministas locales se gastan discutiendo el tema pop del verano como si fuera el último libro de Judith Butler; mientras se pelean, a propósito de Shakira, por quién la tiene más grande y convierten al movimiento en la encarnizada y paradojal medición de una pija fantasma, la circunstancia de la traición y el desengaño en el matrimonio Rodríguez Larreta sigue siendo una historia sin un final claro. Indiscutiblemente, el vector rotundo de humanidad en Horacio, más que su temblor esencial, es el despecho de su ex mujer, que no parece dispuesta a ahorrarle ningún reclamo. Vivimos en una época cuya novedad definitiva es la extinción de la vida pública, y si lo íntimo es político, Diez tiene un as bajo la manga.
Un talón con forma de muñeca despuntó en las postales del verano. La ojota de Horacio Rodríguez Larreta vino a inaugurar un insólito álbum de fotos cuyo propósito de campaña parecería ser conquistar a los argentinos a través del cringe. Definido como aquella emoción que nos invade cuando sentimos vergüenza ajena pero también nos deja pegados mirando, el cringe es un rayo humanizador. No es una mala estrategia: porque su aspecto lo evoca, porque su sonrisa es el extraño fenómeno de alguien que parece no haber sonreído nunca antes, porque puede convertir una boina en un objeto foráneo, muchos le atribuyen un origen artificial a su incontestable inteligencia.
Para citar a Sandro: Shakira no parece estar comprando lo que vende, y por eso sus cuentas bancarias florecen mientras ella descansa tranquila.
Horacio vive el improbable drama de que es incapaz de despertar las pasiones que han sabido encender hasta los más cínicos mortales. Pero el cringe es, a su manera, una pasión: opuesto de lo cool, resulta una solución perfecta para alguien que, condenado a nunca serlo, se niega por eso a ser auténtico. ¿Hay desafíos más grandes que querer capitalizar la gomez, rasgo inclemente que sólo la verdadera y legítima chetud porteña puede llevar al clímax? La salida que encontró Larreta es magnánima: encarnar a una especie de Michael Scott de The Office vernáculo, corriendo el riesgo de que producir vergüenza ajena no es garantía de carisma. Nuestro presidente actual, sin ir más lejos, descuella en lo primero y carece de lo último. Pero el jefe de Gobierno porteño, decidido a robarle el lugar, parece convencido de que el elemento cringe es el toque justo de humanidad que necesita.
Lo vemos imitando con otros tres candidatos a la gomez argentina la portada de Abbey Road; creativos, sacan la foto al revés, lo que multiplica con éxito el efecto vergonzante. A cada imagen le sigue otra: vestido de neoprén, con la visera del cap hacia atrás, se lo ve en notable equilibrio arriba de una tabla de surf en las orillas de Chapadmalal. Con tono ingenuo cuenta que tomó clases con “Lulo, Guille y Julián”, pero nadie lee el epígrafe, porque la foto tiene un magnético punctum: a saber, la cabecita rala de –pongámosle– Lulo apenas sobresaliendo de entre la espuma mientras le sostiene, sumergido en una zona de poca profundidad, la tabla al jefe de Gobierno. No hay Michael Scott sin Dwight Schrute.
[ Si te gusta lo que hacemos y querés ser parte del cambio intelectual y político de la Argentina, hacete socio de Seúl. ]
Como buen desarrollista, el sueño de Horacio es el gran movimiento nacional. Por ese imposible 70% se arrodilla, se disfraza y acepta volverse meme en el país que reivindica el humor por sobre todas las virtudes de la democracia. Esta ambición afectiva que lo mueve es mendicante y, por eso, su cruzada por el gran consenso nacional tiene algo de inocente, de niño que entra al bosque esperando encontrar un unicornio. Aunque le cueste, Larreta desea vivir un romance con el pueblo, por más que ese romance en él sea pirata, por más que sepa que el peronismo es una historia de amor que termina mal. Él lo sabe. Desde que es chico, a pesar de los posibles obstáculos de apariencia y carisma, su corazón bombea por la política argentina. Sabe por Frondizi que creer en los pactos es terminar desmembrado, como le pasó al desarrollismo por cometer el hybris de haber querido ser nacional. El white privilege en la política argentina lo ostentan los peronistas, los únicos a los que les está permitido reclamar la nación para sí mismos, incluso cuando eso signifique excluir a todos los demás. Los orígenes de esta realidad son misteriosos.
Sin dudas el primer Perón, el golpista del ’43 que supo reformar la Constitución en el ’49 y opacar para siempre el sueño liberal de Alberdi, merece el mayor reconocimiento, pero a mí me gusta pensar que fue Eva, cuyo feminismo consistió en declararse un significante vacío que solo la palabra “Perón” podía llenar, la que trajo el amor. Si Roland Barthes hubiese sido argentino, Fragmentos de un discurso amoroso tendría varias páginas dedicadas a la conversación apasionada que Evita supo sostener cada 17 de octubre con los muchachos de la CGT en la plaza de Mayo.
El ‘white privilege’ en la política argentina lo ostentan los peronistas, los únicos a los que les está permitido reclamar la nación para sí mismos.
Hablar con el corazón en la mano, como hacía ella, marcó para siempre los chakras del pueblo argentino. Basta poner un video que registre su voz: cualquiera sea, la verán temblar de amor. El temblor de Horacio Rodríguez Larreta, en cambio, es esencial. Tan real como ligero. No avanza ni retrocede, es congénito, no le impide hacer nada de lo que quiere hacer, apenas enrarece un poco más su humanidad. Y sin embargo la écfrasis que en su Instagram nos enseñó por qué toma agua como si estuviera tocando una flauta le dio un giro inesperado a su álbum estival: por primera vez, algo del orden de lo inevitablemente auténtico apareció en su perfil de candidato. Horacio es pura razón, tiene un estilo claro y directo, si atravesamos lo que nos genera la libertad de su inner-cringe, ¿encontraremos del otro lado a un patriota bendecido con el don de la reflexión?
Falta todavía que explique la ausencia de talón, aquel símbolo inequívoco de humanidad que le valió la muerte al gran héroe de Troya. Su carencia, sin embargo, puede que sea un buen signo en el jefe de Gobierno de la Ciudad: quizá un antihéroe no pueda morir con una sola flecha. Queda por evaluar el costo de todas las que le lanza el arco de Bárbara Diez, ahora acompañada simbólicamente por Homs y Shakira, en su regreso estelar a la sección de comentarios del Instagram, donde el candidato del PRO libra su batalla electoral. ¿Podrá Larreta pasar de goma a mago?
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.