JAVIER FURER
Domingo

Duki, Biza, Colapinto

Objetos culturales inesperados y la nueva generación que lleva la argentinidad al escenario global.

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Los OCVIS son, como los bautizó Jorge Carrión, “objetos culturales vagamente identificados”. El concepto lo desarrolló en su libro Lo viral (Galaxia Gutenberg, 2020) y ahí hay una definición: “Se trata de videos, posteos, fotos, bots, stories, apps, experiencias inmersivas, listas de reproducción, perfiles, hilos o canales producidos por youtubers, instagramers, tuiteros, storytellers, diseñadores gráficos, artistas del remix o creadores digitales que han generado sus propios ecosistemas o mitologías”. Son piezas híbridas, nuevas estructuras narrativas.

Pertenecen al sistema cultural del siglo XXI, caracterizado por la multiplicación de prácticas creativas que, al mismo tiempo que atentan contra los límites del arte y la comunicación, generan un nuevo canon a velocidad de vértigo. Eso escribió Carrión para The New York Times y, aunque su foco principal es digital, podemos ampliarlo; el propio autor nos ha permitido hacerlo cuando nos invitó el año pasado a crear listas de OCVIS y propusimos las reacciones a la última composición de Bizarrap (persona clave en este texto y autor de célebres “sesiones” que son, de hecho, OCVIS: no son canciones, ni remixes en el sentido convencional).

Siguiendo aquella genealogía podríamos ubicar a la transmisión del show de Travis Scott en el entorno del juego Fortnite: Battle Royale (abril de 2020, 27 millones de viewers) como la piedra de Rosetta de estas creaciones que nos permite detectar patrones en los jeroglíficos del entorno digital: gaming, avatares, asistencia virtual, live streaming, lanzamientos promocionales, metaversos. De modo más local, podríamos señalar como especies destacadas a los formatos de streaming de varias horas de duración basados en entretenimiento conversacional vía chat o en partidas de videojuegos o e-sports: inesperados long-form de 6 o más horas de duración en un contexto de guerra por la atención, eventos no guionados y seguidos en comunidad. Hay un neologismo también para este público: nerdenthales.

Esta misma semana Netflix anunció globalmente el lanzamiento de “Moments”: la posibilidad de que los usuarios recorten y compartan de manera inmediata fragmentos de sus series o películas favoritas a través de redes sociales. En la frontera entre curación, viralización y fragmentación se crean estos “momentos”, parientes del trailer-art, una disciplina en auge en tiempos de IA generativas de video en la que formatos como los trailer-fake o cortos apócrifos basados en películas inexistentes ya son un género creativo en auge. Entre esos OCVIS digitales novedosos proponemos hacer foco en dos experiencias y objetos físicos.

Dale play

Voy a comenzar con un recurso retórico que aborrezco, que es citar un tweet anónimo para convertirlo en antagonista y que me permita argumentar sin poder defenderse: “Perdón por lo inocente de la pregunta, pero ¿el Duki va a cantar ahí en vivo o se juntan en un estadio para ver cómo enchufan un pen drive y le dan play?”. Le siguieron otros, más beligerantes del tipo “Así te roban en Palermo”.

Efectivamente, el jueves 30 de octubre, en el Movistar Arena, Duki presentó su nuevo disco, Ameri, en una listening party para más de 10.000 personas: el artista subió a una pasarela y… le dieron play. “Dale play!” se llama, de hecho, la productora liderada por Fede Lauría que, entre muchas otras iniciativas, gestiona la carrera artística de Duki (y también de Nicky Nicole, Bizarrap y otros artistas urbanos, los más exitosos) y creó un ecosistema de eventos, marketing y comunicación alrededor de ellos. Una plataforma basada en la música que tendrá el BA Trap festival (patrocinado por Mercado Libre) y acaba de lanzar su medio digital en español, Hispa.

El fenómeno de las “fiestas de escucha” como evento de lanzamiento es global en la cultura urbana y del hip-hop. Kanye West (figura y referencia omnipresente para la música de los 2000) este año lanzó su disco Vultures con una gira de escuchas colectivas en varias ciudades, con entradas arriba de los 100 dólares. En el Lollapalooza de este año, Ca7riel y Paco Amoroso, para estupor de su propia discográfica, decidieron hacer una escucha de su disco y una performance en un jacuzzi en lugar de “tocar en vivo”.

Sobre el nuevo disco de Duki pueden decirse, a primera escucha y realizada en contexto público y masivo, muchas cosas: es su mejor y más ambiciosa producción a la fecha. Quizas no contenga sus mejores “barras” pero sí un sonido contundente y una línea lírica que continúa esa exageración extrema del mejor “yo charlygarciano”: yendo de la cama al streaming. La “fiesta de escucha” lo tuvo sentado en el centro de la escena en un sillón de un cuerpo, fumando un cigarrillo para el tema “Esto es cine”. “Prendan un puchito que esto es cine… Perdón si me creo campeón del mundo, yo soy argentino”, canta, mientras se escucha además un sample del Lionel Messi más pendenciero diciendo “Andá pa’ allá, bobo”.

Sobre el nuevo disco de Duki pueden decirse, a primera escucha y realizada en contexto público y masivo, muchas cosas: es su mejor y más ambiciosa producción a la fecha.

Días atrás el profundo critico cultural Pablo Schanton planteó un análisis sobre la obra de Charly García alrededor de la idea de la muerte, omnipresente en su obra: su álbum debut de 1972 con Sui Generis se llamó Vida, e incluía “Canción para mi muerte”. El “Club de los 27” en el rock, los suicidios, “Asesiname”. Duki, admirador confeso de García, que ya había lanzado “Rockstar” y “Rockstar 2”, entre sus mejores composiciones, ahora ofrece “Vida de rock”: “Siempre odiaste este estilo de vida, perdón no es tan fácil caer para arriba”, define.

Duki, el compositor, nacido como Mauro Ezequiel Lombardo en Almagro en 1996, maneja con habilidad ese gran asunto contemporáneo y generacional de la soberbia-vulnerable o, mejor aún, la omnipotencia-frágil. Parecen contradicciones pero surgen, mejor, como paradojas entre la popularidad rápida y cheques de muchos ceros recibidos vía app en la casa del abuelo.

Pero en Duki hay una destreza más: su habilidad, entrenada en batallas callejeras de Parque Rivadavia (a cuadras del colegio secundario donde se conocieron Charly y Nito para formar sui Generis). El arte del antagonismo: crear un contrincante, un rival imaginario, una “segunda persona”, un adversario sobre el que proyectar valores en reversa; fanáticos vs. haters o enemies;  contrincantes humillados por el éxito de una buena frase o un hit, o por la falta de inspiración o talento. Son recursos tan explícitos y recurrentes en sus letras como antes lo eran las rimas sobre la soledad (para saber cómo es) o el amor. También con mucha frecuencia marca esos arcos narrativos previsibles entre “origen” (la mitología amateur del Quinto Escalón, donde antes había un “Yo que crecí con Videla y odiaba la humanidad”) y “consagración” (en el estadio Santiago Bernabéu, Madrid, en donde agotó entradas este año en un hito para la música argentina; donde antes había un celebrado “Hoy paso el tiempo demoliendo hoteles”).

En una entrevista reciente, el creativo argentino Carlos Pérez deslizaba con lucidez conceptos sobre la construcción de las figuras públicas alrededor del villano y en analogía con el freestyle. El caso de Duki es emblemático: llama “diablos” y “diablas” a sus fans. La post-maldad.

Verdadero OCVI de la música pop de esta era, la fiesta de escucha de Duki fue independiente del álbum: aquí hubo mucha sorpresa (una impactante colaboración con el rapero Wiz Khalifa junto al reggaetonero Arcángel), algunas coreos, muchos agradecimientos no guionados del artista, poco desfile de estrellas (nada de Emilia Mernes, su novia, en el escenario) y emoción compartida. Celebración por la que vale la pena pagar ($50.000 el campo), para estupor de los escépticos.

El casco de Colapinto

No Franco, el piloto. Ni el personaje, su carisma evidente. Ni su corte de pelo a lo Senna, ni su sonrisa en estado de cortejo. Tampoco su butaca en la F1: hoy domingo se discute su futuro entre Williams y Red Bull, una de las escuderías más poderosas en la categoría más importante del automovilismo mundial, que Colapinto tomó por asalto en apenas un par de meses tras hacerse un lugar desde la F2. Tampoco hablaremos de su talento como piloto: incuestionable en sus sorpassos, en su precoz acumulación de puntos, en haber finalizado carreras con poco o nulo entrenamiento de élite.

Nos enfocaremos en el casco, un verdadero OCVI, un “meme de diseño”. Como lo definió uno de sus mentores y gestores de su actual despegue, el emprendedor argentino Gastón Parisier (fundador de BigBox): “Franco Colapinto es una de las mejores plataformas de comunicación del mundo”. Hoy domingo compite rodeado de una “colapintomanía” en San Pablo y la semana pasada lo hizo en México, para el estreno de un casco homenaje al Lole Reutemann, celebrado incluso por su hija Cora. Bandera argentina, logo de Bizarrap (otro de los mentores), sponsors como My Protein, Uber y BigBox, que se suman a Globant —compañía que ya participa del mundo de la F1 como proveedor de soluciones digitales y que hizo público su respaldo al piloto— y, nuevamente, Mercado Libre, que lanzó días atrás una campaña protagonizada por el propio Colapinto. Para el estreno del casco, el domingo pasado en México, llegaron Duki, Bizarrap y Nicky Nicole: no fueron en tren, fueron en avión (privado) y despertaron algún fervor hater por ostentación. En la pista, hicieron la C de Colapinto. El casco de Franco es, claro, pariente de la gorrita icónica de BZRP.

El deporte, claro, es un territorio fundacional de la construcción de fama e idolatría, junto a la música y el entretenimiento en general en esa dimensión masiva de popularidad.

Quizás el mejor ejemplo de ese fervor es un reel en el que una pareja ironiza sobre este nuevo fanatismo: “Pero si nunca miraste Fórmula 1”, le dice la novia a un joven embanderado con la celeste y blanca, quien responde: “El Colapa, papá, el Colapa”, ante la sonrisa incrédula de ella. El deporte, claro, es un territorio fundacional de la construcción de fama e idolatría, junto a la música y el entretenimiento en general en esa dimensión masiva de popularidad. También espacio de disputa por el sentido y la afirmación de pertenencia a una cultura nacional.

Este fin de semana la Generación Dorada del básquetbol tuvo su merecido homenaje público: se reunieron 20 años después atletas destacadísimos que, individualmente, forjaron sus carreras siendo pioneros en jugar en las ligas más exigentes y profesionales (NBA; élite europea) y luego, colectivamente, ganaron el máximo trofeo, la medalla de oro en los Juegos Olímpicos, dejando momentos y triunfos heroicos. Una epopeya. Indeleble.

Aún hoy Daniel Scioli, secretario de Turismo y Deporte, ex gobernador, ex vicepresidente, ex candidato a presidente, ex embajador, es mentado como “el motonauta”, la profesión que le dio vida pública cuando era el hijo de un empresario dueño de una cadena de electrodomésticos del barrio: nació en Corrientes y Humboldt, muy cerca del actual Movistar Arena, en Villa Crespo; tuvo una sucursal emblemática en Primera Junta, cerca del Parque Rivadavia. En simultáneo con la crisis del final de Alfonsín y el comienzo de la presidencia de Menem, durante 1989, Scioli competía en una categoría casi solo, off-shore y su lancha, La Gran Argentina, podría ser también pariente del casco de Franco.

La argentinidad al palo

El micro-scope sobre estos objetos culturales alumbra y permite ver también grandes relatos. ¿Qué hacemos con el vigente debate sobre el neo-nacionalismo post-progre y “la Patria”, mientras el país engendra nuevas figuras que se proyectan en escenarios globales? El orgullo maradoniano (esta semana fue su cumpleaños y se sucedieron emotivos homenajes) contrasta no sólo en lo ideológico con las frases del Dibu Martínez a favor de los cambios económicos, sino también con la argentinidad de Duki y Colapinto en el mundo musical o del automovilismo, argentinísimos territorios ambos y con proyección global desde al menos el francés Gardel (murió un 24 de junio, el día de nacimiento de Duki) y Juan Manuel Fangio. Las contradicciones expuestas sobre cómo abordar estos fenómenos, haciendo malabarismo ideológico para encuadrarlos en el clivaje nac & pop estremecen, por ejemplo, a la base tuitera del streamer Tomás Rebord (peronismo, catolicismo, bosterismo) y a su movimiento HAGOV: qué hacemos cuando los que “Hacen a Argentina Grande Otra Vez” son Mercado Libre, un trapper “desclasado” y un casco sponsoreado de la globalista y mercantil Fórmula 1? Primero los hombres, después un movimiento y por último, también, por qué no, la patria. Entre el orgullo argentino y la “marca país”: ascenso social individual en entornos ultra competitivos, basado en talentos personales rodeados de finanzas, redes sociales y estructuras de marketing de indudable raíz argentina contrastan contra una ideología de pobrismo militante.

Días atrás se publicó oportunamente un ciclo de charlas dedicado a los 50 años de la muerte de Arturo Jauretche, impulsor a mediados del siglo XX de la relectura de la historia local a la luz de la batalla cultural nacional y popular. El ciclo se llama “Pensamiento Nacional en el siglo XXI” y lo auspicia el Banco Provincia, institución de la que Jauretche fue director durante la segunda mitad de la década del ’40. Allí puede verse al politólogo Hernán Brienza desarrollar algunas ideas sobre el origen de lo argentino, lo nacional, y sus diferentes versiones. De la “gauchipolítica” y la complejidad para abordar lo rural, a las zonceras de la clase media y el “medio pelo”. Los fenómenos que exceden cierta linealidad del siglo pasado o incluso del XIX se vuelven complejamente abordables. Para destacar: el planteo de que el nacionalismo se construye como un agonismo, por contraste con otros pensamientos a los que construye y define por su negación: liberales, conservadores, oligárquicos, cipayos. Lo más elocuente, quizás, sea la iconografía de la estética del ciclo: en orden de aparición, el pañuelo de las Madres, un satélite, el mate, un colectivo (¿colectivismo?), las islas Malvinas, el 10 de Maradona.

No se trata, para Sebreli, de ser pro o antifútbol, sino de explorar orígenes y evolución de pasiones que resultan justamente en contradictorios o paradójicos espacios de cohesión de masas, su verdadera obsesión.

El fútbol es probablemente el mejor espacio de esa disputa. Citemos, con gran sentido de oportunidad y homenaje, a Juan José Sebreli en Fútbol y masas, una de sus mejores obras. En este libro desarrolla, después del Mundial ’78 y antes del estallido global de Maradona, una disección ejemplar del fenómeno. No se trata, para Sebreli, de ser pro o anti-fútbol, sino de explorar orígenes y evolución de pasiones que resultan justamente en contradictorios o paradójicos espacios de cohesión de masas, su verdadera obsesión. Y rastrea esa mezcla aristocrática, inglesa, cipaya, elitista y lumpen del futbol argentino del siglo XIX. Podríamos decir que nace como no-argentino frente a los deportes de caballos y camperos, con un sembrado de “clábs” (clubes), equipos y filiales alrededor de las estaciones y pueblos del ferrocarril, también en inglés. Si los trenes se nacionalizan en 1947, el fútbol se masifica con las transmisiones radiales pero se consolida como fenómeno de clase media urbana, atención, durante los años de proscripción del peronismo.

Sebreli no sólo trata al fútbol como un OCVI a lo largo de 200 páginas. Abre con cita de Theodor W. Adorno: “Pertenece el deporte moderno al reino de la anti-libertad”, y aunque asumimos que se refiere al deporte-espectáculo, sirve a Sebreli como contexto para encarar el fervor futbolero en pleno gobierno militar. La primera frase es, directamente, un bife para la mitología folclorista: “Para humillación de los populistas, ese supuesto deporte del pueblo, lejos de surgir en el seno de las masas populares, es un típico producto de la alta burguesía más conservadora y ultrarrefinada del mundo, la inglesa”. Y lejos de una lectura obvia o lineal, en el último capítulo, concluye unificando el deporte también a la música popular con una frase que suena vigente en las últimas versiones del pensamiento emancipatorio o crítico del libre albedrío, en la línea de Slavoj Žižek o el coreano Byung-Chul Han en tiempos de hiper-comunicación: “Cuando se quiere que el hombre tome gusto a la coacción, vale más llamarla con el nombre de libertad”.

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Ernesto Martelli

Abogado. Ex Director de Innovación en La Nación. Analista cultural e investigador especializado en comunicación digital. #MediaArchitect

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