ZIPERARTE
Domingo

Doce días en Ucrania (II)

Diario de un viaje a la frontera oriental de Europa.

Getting your Trinity Audio player ready...

 

Esta es la segunda parte de la crónica de Salvador Lima sobre su viaje a Ucrania el mes pasado. La primera, publicada el domingo pasado, la podés encontrar acá.

Por sus edificios antiguos, monumentos, iglesias y museos, Kiev se parece a otras capitales europeas. También por su vida cultural, que, a pesar de los más de tres años de guerra (u 11 años, si uno les preguntaba a locales), sigue vibrante. La ciudad tiene su ópera, teatros, filarmónicas, conciertos y eventos deportivos como cualquier gran capital. Asimismo, la vida universitaria no parece haberse visto alterada por la guerra. Estudiantes y profesores a tiempo completo gozan de una exención del servicio militar que les permite seguir con sus actividades e incluso viajar a intercambios y conferencias en Europa. Por su diversidad religiosa, Kiev tiene más catedrales de lo normal y se detaca también por sus jardines botánicos e islas en el Río Dniéper. El transporte público es una síntesis entre lo nuevo y lo viejo: los tranvías y colectivos tiene coches de hace varias décadas mientras que el subte ofrece wifi, pantallas led con señales en ucraniano y en inglés, y sus molinetes tienen terminales de pago con tarjeta de crédito o débito. Ni el parque automotor, ni la manera de conducir de los ucranianos se distinguen mucho de lo que uno encuentra en Europa: basta que el peatón amague con querer cruzar que todos los vehículos se detienen al unísono. A su vez, la ciudad parece muy segura: la criminalidad ha sido muy atacada por la policía desde la invasión rusa de 2022. La diferencia más visible, tal vez, es la completa ausencia de turistas extranjeros e inmigrantes.

Los ucranianos suelen sobresaltarse al encontrarse con un argentino. A diferencia de otros europeos, nadie me pregunta “¿Qué tal Milei?”. En cambio, muchos reaccionan a la manera que los expatriados hemos escuchado mil veces. ¿Argentina? “¡MESSI!”. Me encontré con el rostro del “mejor argentino vivo” un par de veces, desde las tapas de su biografía en los stands de libros, hasta las gigantografías en las tiendas de Adidas. El fútbol es el deporte más popular del país y Kiev es hogar del Dinamo, el equipo más exitoso de la antigua liga soviética. La rutina futbolística sigue transcurriendo a pesar de la guerra, pero con algunas alteraciones. Muchos clubes del Donbás, como el Shakhtar Donetsk, han debido relocalizarse en otras ciudades, al tiempo que los partidos de competiciones europeas o de la selección ucraniana suelen jugarse en Alemania o Polonia, por motivos de seguridad.

La guerra y sus símbolos están muy presentes en la capital. Las alarmas antiaéreas son frecuentes y el toque de queda que rige en todo el país, de medianoche hasta las cinco, altera radicalmente los hábitos nocturnos de la sociedad. En torno a los edificios ministeriales uno encuentra soldados con armas de asalto, barricadas y carros blindados que cortan calles y dificultan el libre tránsito en ciertos barrios. También es posible ver tanques y carros de combate desmovilizados en los parques, como un recuerdo de los sacrificios realizados. El centro de la ciudad está decorado de banderas, carteles de reclutamiento, gigantografías de soldados y grandes proclamas alentando a los ucranianos a ser valientes. Cientos de puestos callejeros venden souvenirs y ropa con los símbolos del Ejército. Entre todos los espacios públicos, la Plaza Maidán es probablemente el principal lugar de la memoria. Siendo allí donde todo comenzó con la Revolución de la Dignidad en 2014, su ángulo sudeste ha sido dedicado a un memorial de los héroes, formado por cientos de banderas, flores y fotos dejadas por los familiares. Igualmente conmemorativa es la Plaza San Miguel, donde se pueden encontrar el Muro de los Caídos, así como una colección vehículos y tanques destrozados, posando al lado de las estatuas de los santos patronos del cristianismo ortodoxo en Ucrania.

Normalidad a pesar de todo

La estética de la guerra en Kiev va acompañada de un halo de bastante normalidad, marcado por bares, centros comerciales, peatonales ajetreadas y restoranes de todo tipo, incluida la infaltable parrilla argentina. Tal normalidad genera sentimientos encontrados. Es imposible no pensar en el esfuerzo de los militares ucranianos que se ocupan día y noche de las defensas aéreas para que vecinos o extranjeros como yo puedan dormir con relativa tranquilidad. Hablando con Maria Sahaydak, quien trabaja para la comunicación de un organismo gubernamental, pude comprender las emociones contradictorias de aquellos ucranianos que continúan con su vida civil alejada del frente. La mayoría de aquellos que han permanecido en Kiev u otras ciudades de la retaguardia, manteniendo sus trabajos, yendo al cine, comiendo afuera y paseando sus perros, no pueden dejar de sentir la culpa del sobreviviente: todos han perdido a alguien en la guerra o tienen seres queridos en el frente de guerra.

En toda Ucrania, el apoyo civil al Ejército sigue siendo altísimo. Como me dijo Maria Lihus, historiadora en la Universidad Kyiv-Mohyla, en Ucrania no existe el pacifismo.

En toda Ucrania, el apoyo civil al Ejército sigue siendo altísimo. Como me dijo Maria Lihus, historiadora en la Universidad Kyiv-Mohyla, en Ucrania no existe el pacifismo: “Si los soldados rusos dejan de luchar, pueden volver a casa. Si nosotros dejamos de luchar, Ucrania desaparecerá como nación”. Ni siquiera en las universidades hay pacifistas. Los estudiantes ucranianos quieren la paz –¿quién no quiere vivir en paz?– y apoyan al Ejército y la causa nacional, sin contradicción alguna. Esto no implica que no haya agotamiento. Los periodistas extranjeros saben que, detrás del optimismo y la determinación que muestran públicamente, la mayoría de los ucranianos está exhausta de la guerra. Según Christopher Miller, corresponsal del Financial Times, los ucranianos se dividen en dos campos respecto a la paz. Por un lado, los que estarían dispuestos a la “solución coreana”: firmar un armisticio con Rusia –pero no un tratado de paz– que reconozca de facto las fronteras actuales y cuente con garantías de seguridad occidentales. Del otro lado, los que, creyendo que Putin nunca se detendrá y que Occidente nunca brindará ese tipo de ayuda, sostienen que la única opción es seguir luchando hasta la victoria.

Ucrania es hoy uno de los países del mundo con más corresponsales extranjeros. De acuerdo con Cristián Segura de El País, el Ejército ucraniano tiene acreditados unos 16.000 periodistas, 7.000 extranjeros entre ellos. Segura ha sido corresponsal en Beijing y Berlín y está en Ucrania desde marzo de 2022. En su lectura, los ucranianos están luchando hoy una verdadera guerra de independencia que dejará a futuro un panteón de héroes nacionales, con Zelensky a la cabeza. Hostil a las ideas nacionalistas, Cristián dice que, como catalán y europeo, en Ucrania descubrió las virtudes del patriotismo. Sus conversaciones con soldados ucranianos le revelaron que se puede ser un patriota, sin ser un nacionalista, y que se puede compartir trincheras con gente distinta y comandantes insoportables, en aras del objetivo común de defender un mismo ideal de nación.

A su vez, tanto Cristián como Christopher creen que la sociedad ucraniana podría ser vista como conservadora desde la perspectiva de los observadores occidentales. La religión no atraviesa la vida diaria en Ucrania, pero cuando se trata de cuestiones como la inmigración musulmana, los valores familiares o la libertad sexual, los ucranianos tienden a ponerse a la defensiva. Según Andriy Fert y Anton Liagusha, profesores de historia en la Kyiv School of Economics, es un conservadurismo moderado y apolítico, ya que no está vinculado a dogmas de clase, nación o religión. De hecho, la democracia liberal y el sueño cosmopolita de la Unión Europea gozan de un apoyo abrumador entre los ucranianos. El sistema de partidos no está armado en torno al diagrama clásico izquierda y derecha. Según Andriy, cada partido es un proyecto ad hoc, armado por un político con trayectoria para ganar unas elecciones o empujar una agenda en una coyuntura específica. Términos como ideología, doctrina y socialismo son malas palabras en Ucrania desde 1991, de modo que los partidos evitan adoptar un programa ideológico claro frente al electorado.

En las escalinatas

Tras cinco días en Kyiv parto hacia el Mar Negro. Las rutas están en muy mal estado, llenas de baches y desniveles y el paisaje, verde hasta el horizonte, no se distingue demasiado de la pampa bonaerense. Mi último destino es Odesa, ciudad fijada en la simbología revolucionaria gracias a la película de Sergei Eisenstein sobre los eventos del acorazado Potemkin. Fundada por un militar español y un ingeniero flamenco al servicio de Catalina II, Odesa tuvo gobernadores franceses, arquitectos italianos y una población cosmopolita de más de 20 nacionalidades. Durante el siglo XIX fue la ciudad más grande de Ucrania y un puerto franco donde se hablaba ruso, ucraniano e yiddish, en el teatro se escuchaba francés e italiano y se leían periódicos en muchas más lenguas. Las revoluciones, guerras y hambrunas y los planes de rusificación terminarían por achatar esa diversidad cultural.

A pesar de la guerra, la cultura rusa en Odesa mantiene cierta presencia. Según un estudio gubernamental de 2023, casi todos en la provincia están de acuerdo con la des-comunización, pero aún el 65% cree que debe estudiarse a los clásicos rusos del cine, la literatura y el teatro y el 54% continúa hablando ruso en sus casas. De hecho, es posible encontrar en Odesa símbolos de la cultura rusa y las glorias soviéticas, como el busto de Aleksandr Pushkin, las inscripciones a los héroes del Ejército Rojo o los monumentos a los marineros del Potemkin y a los guerreros del internacionalismo.

La arquitectura neoclásica, las peatonales empedradas, el clima cálido y su frente marítimo dan a Odesa aires mediterráneos. De todas sus atracciones, la enorme escalinata que conecta el puerto con el centro histórico se lleva todas las fotos, pero a medida que uno se aleja del centro empiezan a aparecer las edificaciones y calles en mal estado. De hecho, la guerra ha tenido en la arquitectura de Odesa un impacto considerable. Por todos lados hay edificios destruidos o tapiados, calles bloqueadas con barricadas y monumentos cubiertos con sacos de arena. Incluso los museos están parcialmente cerrados, ya que han debido evacuar buena parte de sus exhibiciones para evitar que las obras sean destruidas.

En 1973, Golda Meir le dijo a un joven Joe Biden que los israelíes contaban con un arma secreta: no tenían adónde ir. Los ucranianos llevan sobre sus hombros esa misma fortaleza.

La presencia de los rusos del otro lado de la bahía convierte a Odessa en una ciudad muy expuesta a los ataques de drones y misiles. Debo decir que pasé tres días bastante tensos. No estoy acostumbrado a las alarmas antiaéreas ni a los ruidos de explosiones y tiroteos, aun cuando suceden a varios kilómetros de distancia. Entre el 23 y el 26 de mayo, Rusia lanzó más de 540 drones y 15 misiles balísticos en toda Ucrania. En Odesa, el 23 hubo unas 20 alertas antiaéreas entre la mañana y la medianoche y, sin embargo, pude ver cómo los ucranianos paseaban por las peatonales, charlaban en las mesas exteriores de los bares, y aprovechaban de la playa. La noche del 23 al 24, resultó particularmente difícil dormir debido a las alertas. En ningún momento estuve en peligro, pero igual me quedé despierto hasta las cuatro de la mañana, siguiendo por Internet los ataques rusos. El gobierno ucraniano ha desarrollado una aplicación que permite seguir en tiempo real los ataques y las alertas en todo el país. Sobre todo esto hablé en el día siguiente con Alina, dueña de un parador en la playa de Langeron, un barrio de Odesa. Ante mi sorpresa por la calma de los ucranianos, Alina sonrió resignadamente y me dijo: “Hace tres años que todos los días son así, la gente se adapta a todo y sigue viviendo”. Lo mismo escuché de Olya, programadora informática que conocí mi último día, en el tren de vuelta a Lviv. Vecina de Odesa, se divirtió un poco cuando le conté mis sobresaltos de la noche anterior y me hizo notar que lo que yo había escuchado en Odesa no era nada en comparación a otros ataques. Es así el estoicismo con el que los ucranianos transitan la vida.

El intento de mantener la “normalidad” no es un caso único en Ucrania sino que, de acuerdo con Aida Cerkez, veterana periodista de Associated Press, constituye un rasgo común de todas las sociedades en guerra. Nativa de Sarajevo y sobreviviente de la guerra de Bosnia, Aida me dijo que hace 30 años descubrió que los seres humanos tienen la capacidad de construir una vida normal hasta en las situaciones más extremas. En sus palabras, “no tenés que abandonar la humanidad si estás en guerra, de hecho, la guerra es la mejor razón para cuidar esa humanidad”. Aida ve muchas similitudes entre los bosniacos de entonces y los ucranianos de hoy: ambas sociedades buscaron las expresiones culturales –el teatro, el cine, los libros o el periodismo– como un intento desesperado por aferrarse a los que los hace humanos. Entre todas las cosas, apelan a un humor negro y crudo que, para las víctimas de invasión o genocidio, funciona como un mecanismo de supervivencia. Lo mismo me contó Catalina Gómez, corresponsal colombiana de France 24, con experiencia en Gaza, Irán, Siria y Ucrania. A pesar de las diferencias en estos conflictos, encuentra enormes similitudes en las formas de resiliencia de la sociedad civil: israelíes, palestinos, sirios, kurdos o ucranianos terminan por adaptarse a sus conflictos, esforzándose por continuar con sus vidas normales a pesar del peligro permanente.

En conclusión, visitar Ucrania es revelador. De esta experiencia me llevo dos conceptos fundamentales. Primero, Ucrania es Europa. Su historia, cultura, estilo de vida y sus anhelos así lo demuestran. Lo segundo, Ucrania seguirá luchando. No porque quiere, sino porque debe. La fatiga de la guerra es innegable, pero también el apoyo a Zelensky, la abnegación y la confianza en el Ejército. En 1973, Golda Meir le dijo a un joven Joe Biden que los israelíes contaban con un arma secreta: no tenían adónde ir. Los ucranianos llevan sobre sus hombros esa misma fortaleza.

Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.

Compartir:
Salvador Lima

Historiador. Investigador doctoral en el Departamento de Historia y Civilización del Instituto Universitario Europeo de Florencia.

Seguir leyendo

Ver todas →︎

Rompan casi todo

‘Historia mínima del rock en América Latina’, de Abel Gilbert y Pablo Alabarces, tiene hallazgos brillantes y omisiones evidentes. Una investigación desigual que, sin embargo, invita a volver a escuchar.

Por

Una misión de Dios

‘Las fuerzas del cielo’, de Juan Luis González, disfraza de investigación periodística un cuestionamiento ideológico de la legitimidad democrática del actual gobierno.

Por

Cien años de incapacidad (II)

La decadencia de la economía argentina y la furibunda disfuncionalidad de su territorio.

Por