ZIPERARTE
Domingo

Aquel polvo,
este barro

La discusión pública se volvió reduccionista y, a veces, violenta. Es el resultado de décadas de psicopateo kirchnerista.

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Fueron décadas machacando cabezas con la idea de que al delincuente había que comprenderlo antes que sancionarlo, sosteniendo que el ladrón –y el violador y el asesino– es primero víctima de la sociedad y recién luego victimario, y llamando entonces a repensar sesudamente las alternativas al capitalismo global frente a cualquier robo de un celular. Demasiado tiempo extraviados en un modelo penal absurdo, craneado y ejecutado por almas bellas, defensoras del abolicionismo penal, que viven en barrios privados con muros bien vigilados. Mientras tanto, el ciudadano de a pie sufría el abuso material y psicológico de la indefensión. El escarnio moral de que el delincuente se pavonee con total impunidad.

Si algún paisano decidía defenderse, ahí el Estado aparecía, implacable, para castigarlo y recordarle que, aunque no quisiera usarlo, el monopolio de la fuerza legítima le pertenecía. No fueron pocos los ciudadanos procesados por defender su casa, su negocio, su auto, su moto: lo suyo. Ese ámbito donde cada individuo despliega su personalidad que llamamos “propiedad privada”.

Décadas de sostener que “reprimir” era mala palabra, de dejar libres a los delincuentes a horas de haber delinquido; de considerar al delito casi como otro mecanismo de redistribución de la riqueza; de “el que no afana es un gil” llevado al paroxismo.

Resultado: hoy, cuando se atrapa a un ladrón en la calle, la policía tiene que intervenir para que trabajadores de Rappi, sudados de tanto pedalear, no acudan a lincharlo. Hoy, cuando un ladrón de poca monta se electrocuta intentando robar cables, se multiplican feos mensajes de burla y deseos de que expire. Aquellos polvos provocaron estos barros.

Hoy, cuando un ladrón de poca monta se electrocuta intentando robar cables, se multiplican feos mensajes de burla y deseos de que expire.

Fueron décadas de usar todo organismo del Estado como ariete militante. Se libró una batalla constante y total contra todos quienes estábamos en contra de la política kirchnerista, su populismo rampante y su absurdo “modelo de acumulación de matriz diversificada con inclusión social”. Nuestro dinero fue usado atrozmente en nuestra contra. Desde el INCAA hasta el CONICET, desde la Televisión Pública hasta Tecnópolis, desde las bibliotecas populares hasta los recitales públicos. Fue demasiado tiempo de basurear al ciudadano no kirchnerista, tratándolo de estúpido, búrlandose de él en las pantallas, en las radios, en los afiches de todo organismo público, en cada trámite administrativo, en las películas, en las obras de teatro y hasta en el fútbol del domingo. La micromilitancia tiñó todo. Y subterráneamente la bronca se acumuló.

Resultado: hoy mucha gente quiere destrucción. No importa si el organismo particular gasta mucho o poco. Algunos quieren ver burocracia arder. No es sólo el hecho de que los bolsillos argentinos hayan sido enflaquecidos a fuerza de parasitismo estatal sino porque el grupo parasitario encima se dio el gusto de burlarse impunemente del parasitado, de aleccionarlo con sorna desde un atril de supuesta superioridad. La rémora se mofó demasiado del tiburón. Se pasaron dos pueblos. Hoy se ve la reacción. CONICET es Ñoquicet. Punto. A nadie le importa hilar más fino. ¿Se los puede culpar?

Dictadura a todo

Además del overshooting frente al delito o los organismos públicos, otras instituciones hoy están en tela de juicio por culpa del pésimo uso y narración que hicieron de ellas el kirchnerismo y la izquierda.

Una de ellas es la propia democracia. Vemos con preocupación que cada vez menos jóvenes confían en el sistema democrático, pero llevamos décadas diciendo que cualquier cosa es dictadura, que el mercado es una lógica opuesta a la democracia, que el sistema no es legítimo si no hay igualdad económica, que el único pueblo democrático es el peronista mientras el resto es antipueblo, entre otras tonterías. Bueno, rompieron el concepto de tanto retorcerlo. Paradójicamente, a 40 años de la restauración democrática, la palabra “democracia” no genera demasiada conversación positiva.

También hay otros factores hoy fuertemente cuestionados por el enchastre que hizo el kirchnerismo. Si hoy no cuesta mucho convencer a buena parte de la población de que el Congreso es una cueva de mercenarios e insolventes mentales, se debe a que el kirchnerismo convirtió al recinto en un circo, se debe a los proyectos sobre el Día de la Mermelada, se debe a los miles de empleados fantasmas y se debe a los diputados lactantes. ¿Podemos culpar a la gente de que no le tenga el respeto que le debería tener al Poder Legislativo? Creo que no.

¿Podemos culpar a la gente de que no le tenga el respeto que le debería tener al Poder Legislativo? Creo que no.

Si durante el kirchnerismo se crearon imperios mediáticos de militancia abierta y expresa alimentada a generosas cucharadas de presupuesto y pauta oficial, ¿podemos condenar el hecho de que el ciudadano promedio sospeche, de manera injusta, que todo periodista es un “ensobrado”? El kirchnerismo no sólo devaluó el peso. Devaluó todas nuestras instituciones. Detonó la confianza en lo público. Hizo un tajo en las fibras del tejido social. Rompió las bases del diálogo público.

Entonces, ahora el boomerang vuelve en forma de desconfianza, hastío y bronca. Una reacción de igual magnitud y sentido contrario. Lo curioso es que, frente a esto, los mismos que ayer daban martillazos hoy se quejan de la supuesta irracionalidad de la época. Quienes ayer mandaron hordas a escupir una foto de Mirtha Legrand, hoy lamentan el “clima de crispación”. Váyanse a freír camotes, muchachos. Ajo y agua. Si algo aprendimos en estos años es a no dejarnos psicopatear más.

Por supuesto, todos quienes creemos en la democracia liberal estamos atentos a los desbordes y a la violencia, y le damos mucha importancia a la gestualidad republicana; pero no nos van a correr por izquierda quienes nos abismaron en este pantano. No son interlocutores válidos. Hay una buena parte de la sociedad que no pisa más el palito del diálogo psicopático y humillante con los que generaron este desastre. “Si me engañas una vez, mal por vos. Si me engañas dos veces, mal por mí” dice un proverbio chino.

Narrativa y acción

Acaso un error que se cometió durante el mandato del PRO fue marginar la narrativa suponiendo que la “gestión” sola narraría por sí sola. No funciona así. Tampoco funciona a la inversa: preocuparse sólo por la narrativa (hoy llamada “batalla cultural”) y descuidar el plano de la realidad. Por derecha e izquierda hay ejemplos de gobiernos que reformaron poco a pesar de haber batido mucho el parche en materia cultural. Jair Bolsonaro es un ejemplo de un impulso reformista que se quedó más en deseos que en materializaciones. Pepe Mujica es otro caso, por izquierda, de prédica cultural (su casa es una meca para la izquierda y se llegó a mencionarlo para el Nobel), pero de nula actividad reformadora (para fortuna de los uruguayos).

Argentina necesita urgente cambios narrativos tanto como reformas laborales, tributarias y del Estado. La hegemonía cultural y política kirchnerista nos dejó en el fondo del mar. Salir de ahí no será fácil y no estará exento de desbordes y errores. Siempre se puede corregir la marcha, pero lo que no podemos es no empezar a marchar. No demos, entonces, demasiada atención a las objeciones psicopáticas del trosco-kirchnerismo, ni dejemos que nos manejen la agenda como hicieron durante años.

 

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Alejandro Bongiovanni

Diputado nacional.

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