LEO ACHILLI
Domingo

Diario de la psicopatía (parte I)

La familia tradicional, el juicio a la Corte Suprema, el libro de Gerchunoff, 'The Patient' y las neuronas espejo: lecturas y reflexiones desde la playa.

30 de diciembre

Este final de año —con la condena a Cristina Kirchner en la causa Vialidad, el triunfo en el mundial y la novedad de tres millones de personas festejando en la calle sin que haya casi desmanes— me pone indulgente, como sucede cuando a uno lo gana un moderado optimismo, y por eso leí con una sonrisa el tuit de la socióloga María Pía López, que debe ser de los más comentados de este fin de año y que parece representar la retirada del progresismo del centro de la escena y su desconexión terminal con el ánimo del país: “Se intenta sellar el fin de la fiesta mundialista”, rezonga López, “con la apología de la familia tradicional. Las fotos de los jugadores con sus familias, repetidas al infinito, se sitúan como el epílogo de otra cosa que había desbordado, más lúdica, más inclasificable, más multitudinaria.”

Es una buena ironía, pienso: la movida woke se autopercibía como una explosión de alegría multicolor frente a la pacatería de la sociedad patriarcal, y ahora tienen que aguantar que sean once caretas heteronormativos cisgénero, imbuidos de los valores tradicionales del esfuerzo y la excelencia, y sí, con familias tradicionales, quienes los hayan hecho felices como nunca. Todo parece apuntar a un cambio de época, de lenguaje político, a un desplazamiento del centro. Después de Año Nuevo pienso escribir sobre esto.

1° de enero

Cambio de planes. Apenas agarro el celular, con los ojos todavía pegoteados, leo que Alberto Fernández promueve el juicio político a la Corte Suprema. Hace años que el gobierno agrede a los jueces de diferentes maneras, pero nunca se habían animado a tanto. El Frente de Todos no tiene los votos en el Congreso para enjuiciar a la Corte, pero sí tiene suficientes en la comisión de Juicio Político para iniciarlo. La meta, parece, es instalar la idea de que en la Argentina no hay Estado de Derecho y que, por lo tanto, la condena a Cristina carece de validez, lo mismo que el fallo que le da la razón a la ciudad de Buenos Aires en la disputa por la coparticipación. O tal vez sólo se propongan mostrar a los suyos que hacen algo, aunque sea algo absurdo, como cuando van tipos de La Cámpora a controlar precios en los supermercados para bajar la inflación, porque en política hacer disparates o estupideces es mejor que no hacer nada.

La meta, parece, es instalar la idea de que en la Argentina no hay Estado de Derecho.

A nadie sorprende ya que Alberto Fernández, después de haber dicho en 2019 que “la Corte tiene cinco jueces dignos” y que sus fallos, “le gusten o no, tienen fundamentos”, ahora busque destituirla; las cosas que dice el presidente, desde hace mucho, son como ciertas novelas de César Aira, donde puede suceder cualquier cosa y también su contrario y esa misma aleatoriedad hace que nada nos sorprenda. Hace tiempo que los dichos de Alberto perdieron los contornos y ahora queda sólo el rumor continuo, afónico, monótono y un poco triste de la insustancialidad hecha discurso. Hace mucho descubrimos que ahí adentro no hay ninguna brújula o conciencia, apenas la costumbre mecánica de decir cualquier cosa, absolutamente cualquiera, que parezca conveniente en ese momento.

2 de enero

Sigo leyendo, en la playa, sobre la movida contra la Corte. Igual que otras veces, noto algo en las palabras que eligen: hablan del fin de los “pactos de impunidad” y las “prácticas corruptas”, piden una justicia “confiable” y alejada de “los intereses de las corporaciones.” Ahora bien, en la Argentina se nota desde hace tiempo, en efecto, un hartazgo de las prácticas corruptas, la impunidad y el corporativismo, pero justamente es un hartazgo contra el kirchnerismo, no contra los fiscales que los acusan o los jueces que los condenan (al contrario, la poca estima que se le tiene al poder judicial viene de que castigan poco y medrosamente). Pero, ¿qué es más peronista, después de todo, que tomar una idea que surgió en ámbitos ajenos al peronismo, que tal vez se formuló explícitamente en contra del peronismo o que el peronismo combatió, pero que se ha vuelto popular, y apropiársela como si no hubiera mañana? ¿No es ése uno de los nudos de la psicopatía funcional que es, a la vez, la fuerza y el límite de la forma peronista de hacer política?

Un ejemplo histórico, por supuesto, fueron los juicios a las juntas militares, que Alfonsín promovió contra todo el sentido común de su época, y a los que el peronismo se opuso hasta el instante mismo en que notó que eran populares, momento en el cual empezó a fustigar la parsimonia y la supuesta pusilanimidad de Alfonsín en materia de derechos humanos. En el libro de Pablo Gerchunoff sobre la vida y la época de Alfonsín, El planisferio invertido, que me traje para leer en la playa, espero encontrar más detalles sobre esto. Mientras tanto, el tema de la psicopatía me sale al encuentro en una serie que acabamos de empezar a ver: The Patient, con Steve Carell y Domhnall Gleeson. La premisa es de las que enganchan enseguida: un psicólogo prestigioso, el doctor Strauss, que transita una relación difícil con su hijo, es secuestrado por uno de sus pacientes, Sam. A Strauss alguien lo duerme de un golpe en un estacionamiento; despierta con un grillete en el tobillo, encadenado al piso, en el sótano de una casa que está en medio de un bosque. Nadie lo oye si grita pidiendo ayuda. Aparece Sam y le explica que lo secuestró porque de otro modo no se sentiría en libertad para hablarle de su problema: es un asesino serial, pero quiere cambiar. “Yo sé que está mal lo que hago”, dice. “¿Puede ayudarme, doctor?”.

5 de enero

The Patient se comió, en lo que me concierne, los temas de actualidad. El personaje de Sam, que interpreta Gleeson, es una vuelta de tuerca brillante a la figura del psicópata. Conocemos al psicópata de ojos muertos y perversidad infinita (Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes) y al psicópata encantador y despiadado (Matt Damon en El talentoso Mr. Ripley). Conocemos, en la vida real, la total falta de remordimiento por sus crímenes que Charles Manson expresaba con candidez, y las descripciones terroríficas de Alfredo Astiz, el ángel de la muerte, cuando simulaba ser un afligido familiar de secuestrados por la dictadura entre los exiliados en París.

Pero Sam está cortado con otra tijera. Es un tipo flaco, desgarbado, casi automáticamente querible, si no fuera por algo empacado que se le nota enseguida, una terquedad imperturbable para llevar a cabo sus planes, que da miedo por la buena razón de que los planes de Sam pueden ir desde el secuestro hasta el homicidio. Ya lo dije: Sam es un asesino serial o, más precisamente, alguien que, cuando otro le habla de manera despectiva, siente la necesidad irresistible de matarlo. Y no porque le parezca bien o le resulte indiferente: al contrario, sabe muy bien que está mal, cada vez que lo hace se deprime, condena resueltamente el acto de quitarle la vida a otro —“No es la persona que quiero ser”, dice, empleando de modo casualmente escalofriante esa frase típica del narcisismo millennial—, pero, como los fumadores empedernidos, simplemente no puede evitar hacerlo.

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Así que Sam quiere que el doctor Strauss lo ayude a dejar de matar, pero la autoridad que le presta para ese propósito no alcanza para que le obedezca cuando Strauss le exige que lo libere. “Sam”, dice Strauss, empleando su más persuasiva voz de terapeuta, “necesito que me quites esta cadena ya mismo. Sam, ésta no es forma de hacer una terapia. No es el ámbito y no es la forma. Sam, no hay chance de que la terapia funcione mientras yo sea tu prisionero”. A todo esto Sam contesta que lo entiende, que le da la razón, que está mal lo que le hace, que realmente lo siente mucho, pero que no hay otra forma para él. Necesita vencer su ansia de matar, y necesita hacerlo pronto porque, de hecho, hay un tipo que lo ofendió, el dueño de un restaurante griego, al que le tiene unas ganas bárbaras.

En algún momento Strauss, después de haber ensayado todos los argumentos y todos los tonos que se le ocurren, de haber amenazado y negociado y rogado, se resigna a hacer lo que Sam le pide: sentado en el borde de la cama, encorvado, con el grillete en el tobillo, empieza a tratarlo como paciente. “Quiero que me prometas algo”, le dice. “¿Qué cosa?”, pregunta Sam. “Quiero que me prometas”, le dice Strauss, “que pase lo que pase, antes de matar de nuevo a alguien vas a hablar conmigo”. Sam lo piensa un poco, aprieta las mandíbulas, mueve su gran boca gomosa en señal de duda. “Haré lo mejor que pueda”, responde al fin, sin comprometerse. Strauss piensa que en Sam hay, pese a todo, un embrión de empatía, y emprende la tarea de hacerlo emerger para salvar a sus víctimas, salvarse él mismo y salvar a Sam.

9 de enero

Sigo alejándome de la política, aunque en algún momento tendré que volver.

El drama que plantea The Patient me lleva a guglear artículos sobre la empatía. Hace años, creo que en un libro de Richard Dawkins, descubrí la existencia de las neuronas espejo. Soy apenas un aficionado a la divulgación científica, pero entiendo que son un tipo de neurona que se activa (“se dispara”) de igual manera cuando un animal actúa y cuando observa una acción en otro animal. Por eso se las llama neuronas espejo: porque parecen reflejar el comportamiento de otro, como si el observador, en su mente, estuviera realizando el mismo acto. La presencia de estas neuronas se ha observado en pájaros, en primates, y hay fuertes indicios de su presencia en los seres humanos.

Pero, ¿para qué sirven? Esta es la parte que me inquieta. Se ha especulado que las neuronas espejo son funcionales, en primer término, al aprendizaje: las crías, antes de haber madurado lo suficiente para controlar sus músculos y sus movimientos, “ensayan” esos movimientos mentalmente, gracias a las neuronas espejo, a medida que los observan en los adultos. Pero como cada adaptación, en la naturaleza, habilita facultades inesperadas, las neuronas espejo serían también a la larga, en los estadios superiores de la cultura, responsables de que nos identifiquemos con acciones imaginarias, o con acciones ajenas que no tratamos de imitar; en otras palabras, porque poseemos neuronas espejo podemos sentir el estómago revuelto cuando Madame Bovary se toma el arsénico, o llorar cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman que siempre les quedará París, o sentir que la atajada del Dibu Martínez al pelotazo de Kolo Muani compromete de manera tan dramática nuestra vida y nuestro destino como si la hubiéramos logrado nosotros.

La empatía, esa palabra prestigiosa, que tanto se enarbola hoy en día como solución a todos los males, ¿será, al menos en parte, otro resultado del trabajo de las neuronas espejo?

Si esta teoría es correcta, hay lugar para maravillarse, una vez más, del funcionamiento del cerebro, pero también aparece una pregunta: la empatía, esa palabra prestigiosa, que tanto se enarbola hoy en día como solución a todos los males, ¿será, al menos en parte, otro resultado del trabajo de las neuronas espejo? Todos asumimos que la empatía es lo mismo que la compasión, es decir, que implica no sólo percibir lo que otro ser humano siente, sino también desear lo mejor para él; no sólo tener conciencia del dolor o la alegría ajenos, sino desear que el dolor se mitigue y la alegría dure. Pero, ¿no existe un primer grado de la empatía donde se da lo primero y no lo segundo? En otras palabras: ¿no pueden las neuronas espejo permitirme entender, e incluso entender muy bien, las emociones de otros, sin por eso identificarme con ellos y sin sentir ningún deseo de hacerles bien?

10 de enero

Retomo la idea de ayer.

Por supuesto, cuando hablo en esa empatía sin compasión, pienso en el personaje de Sam. Cada vez que Strauss, encadenado en el sótano, expresa angustia o dolor, Sam menea la cabeza, aprieta las mandíbulas, mueve su gran boca gomosa en señal de duda, le asegura que lo siente mucho, pero no lo suelta. En la medida en que es capaz de empatía, la usa para que Strauss se sienta comprendido y de esa manera baje sus defensas, mientras que Sam nunca considera siquiera algo diferente de lo que quiere. ¿Qué es entonces esta empatía puramente mecánica, la empatía sin voluntad de hacer el bien, sino otra arma en el arsenal del psicópata?

Una noche se abre la puerta y aparece Sam con una especie de largo paquete bajo la lluvia: es el tipo del restaurante griego al que Sam tiene ganas de matar, todavía vivo, aunque maniatado y con los ojos vendados. “Usted me dijo que antes de matarlo hablara con usted y por eso lo traigo. Recuerde, yo no quiero hacer esto”.

Encierra al tipo en la pieza de al lado y se sienta a esperar, sin regocijo aparente, pero con esa terquedad obtusa que es casi peor, que Strauss lo convenza de no matar. No quiero estropearle la serie a nadie, pero no creo revelar nada muy inesperado si digo que ese débil intento de enmendarse tampoco termina bien, porque a Sam, digámoslo una vez más, le sobra empatía para entender lo que siente Strauss, e incluso lo que siente el tipo del restaurante griego, pero quizá cuando el deseo de cometer un crimen es muy fuerte la empatía no alcanza: hace falta algo más, y ese algo Sam no lo tiene.

Y tampoco lo tiene el modo peronista de hacer política, y ahora sí vuelvo a la actualidad. El gobierno de Alberto Fernández, el que denunciaba la injerencia de Cristina Kirchner en la Justicia, el que fingía pasmo ante la sola idea de que su futuro gobierno se propusiera modificar a la Corte Suprema, sigue impulsando el juicio político contra esa misma Corte; Sergio Massa llama en privado a dirigentes de Juntos por el Cambio para asegurarles que no está de acuerdo con ese atropello institucional, pero sus tres diputados en la Comisión de Juicio Político, como quien no quiere la cosa, votan a favor de iniciarlo.

¿No termina nunca la psicopatía? Massa es otro perfecto ejemplo del modo de hacer política del peronismo.

¿No termina nunca la psicopatía? Massa es otro perfecto ejemplo del modo de hacer política del peronismo: habla de racionalidad, de responsabilidad, de equilibrio fiscal, de competitividad, es decir de todas las cosas que la sociedad y los inversores anhelan, y hasta me parece probable que sepa —de un modo teórico, larvario, igual que Sam sabe que está mal matar— que esas cosas son necesarias; pero eso no le impidió, hace sólo una semana, perdonar la deuda millonaria de Edenor con el Estado argentino. Los dueños de Edenor son Daniel Vila y José Luis Manzano, amigos de siempre de Massa. ¿En qué país el ministro de Economía usa su posición para enriquecer a empresarios amigos a costa de los contribuyentes y no es obligado a renunciar ese mismo día?

11 de enero

El libro de Gerchunoff, que es decididamente bueno, me recuerda que el peronismo fue psicopático en el pasado igual que en el presente. Después de oponerse a los juicios a las Juntas Militares, después de negarse a integrar la CONADEP, el peronismo, en su encarnación kirchnerista, iba a autopercibirse como único garante de los Derechos Humanos; Néstor Kirchner iba pedir perdón por “haber callado durante veinte años” las atrocidades de la dictadura. Pero antes de ese triunfo final de la psicopatía, en mayo de 1989, tuvo lugar un hecho que todavía hoy se conoce poco y que el libro de Gerchunoff menciona de manera escueta. Le pido una breve entrevista telefónica a Jesús Rodríguez, uno de los pocos testigos vivos de ese hecho, y me lo confirma.

Esto es lo que sucedió: Menem había ganado las elecciones el 14 de mayo y la entrega del mando estaba prevista —rémora de una constitución pensada para la época de las carretas— recién para el 10 de diciembre. El fracaso intrínseco de la política económica de Alfonsín se agravaba con las declaraciones incendiarias de Menem sobre el salariazo, la revolución productiva y la reconquista de las Malvinas, que fogoneaban el pánico; la hiperinflación era imparable. Se acordó que el traspaso sería el 8 de julio. Los diputados y senadores radicales cuyo mandato vencía en diciembre se comprometieron a facilitar el tratamiento de los proyectos que enviara el ejecutivo. Fue entonces cuando Eduardo Menem, que negociaba estas cuestiones con César Jaroslavsky, dijo que faltaba algo: “Una ley de amnistía”. El peronismo quería amnistiar a Videla, Massera, Galtieri, Viola y Camps, pero también que fuera el gobierno de Alfonsín el que pagara el costo político.

No sucedió porque los radicales en esa ocasión se plantaron, pero estuvo muy cerca de ser otra victoria de la psicopatía. Poco importaba que el proyecto fuera peronista, arrancado bajo presión a los diputados radicales; la sociedad argentina, tal vez las sociedades en general, no se fijan en esos detalles. El peronismo, que se opuso con todas sus fuerzas a Alfonsín cuando éste se animó a juzgar a los militares, pero que tiene suficientes neuronas espejo para percibir lo que siente la sociedad, y suficiente psicopatía para instrumentalizar esos sentimientos, no habría dejado nunca de fustigarlo como símbolo infame de la complicidad con la dictadura. Bueno, en realidad lo hizo igual; la psicopatía se transforma, pero nunca muere.

 

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Gonzalo Garcés

Escritor. Publicó Los impacientes (2000), El futuro (2003), El miedo (2012), Hacete hombre (2014) y Cómo ser malos (2016). Hace una columna semanal en el programa Pensandolo bien, por Radio Mitre.

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