Tenía apenas 17 años en 1983 y Volver a los 17 era apenas una gran canción de Violeta Parra. Tenía la edad exacta para que cada imagen y cada emoción de aquella época pudiese quedar impresa para siempre en mi memoria personal.
Era el quinto año en el turno vespertino de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini y faltaba uno más para salir de allí e iniciar un camino hacia quién sabía dónde. Futuros economistas, arquitectos, contadores, psicólogas, abogados, periodistas, empresarias, fotógrafos, comerciantes y médicos nos apasionábamos hasta lo inimaginable y pasábamos muchas horas discutiendo sobre política. En la mayoría de los casos, repetíamos las mismas discusiones que escuchábamos en nuestras casas.
No sabíamos nada pero creíamos saberlo todo. Asumíamos identidades que nos habían antecedido en el tiempo y en nuestras familias. Queríamos ser de izquierda, radicales, socialistas, peronistas o comunistas como nuestros padres. O queríamos serlo en contra de lo que ellos habían sido, llegado el caso.
Nadie quería ser de derecha. Nadie parecía tener el menor entusiasmo por ser conservador. El liberalismo aún no había sido descubierto en las aulas del Carlos Pellegrini, con excepción de alguna compañera extravagante que hablaba de esas cosas. La palabra “liberal” se había transformado en uno más de los escombros del Proceso, como se llamaba al régimen instaurado en 1976.
En 1983 fui feliz. La Argentina cambiaba hora tras hora.
En 1983 fui feliz. La Argentina cambiaba hora tras hora: comenzaban a volver los exiliados, la censura había iniciado su retirada y las “listas negras”, con sus artistas y canciones prohibidas, se daban de baja.
La derrota en la guerra era todavía un recuerdo demasiado fresco. En pocas semanas, los gobernantes uniformados habían pasado de la gesta a la humillación. En febrero, el último de todos ellos anunció que en octubre los argentinos volverían a elegir un presidente a través del voto. En todas partes se abrían unidades básicas y comités. Había locales del PI y del PC multiplicándose en los barrios de todo el país. La actividad política había vuelto a ser legal.
Todos sabíamos que los militares se estaban yendo dejando muchas cuentas pendientes. Al desastre de la guerra se le había sumado una deuda externa impagable de más de 45.000 millones de dólares. Pero había una cuenta que era la más importante de todas. Se trataba de la lista infinita de crímenes cometidos durante lo que se había denominado “la guerra contra la subversión”. Las innumerables violaciones a los derechos humanos perpetradas durante la represión a las organizaciones armadas se habían vuelto imposibles de negar y ocultar. Los familiares de los desaparecidos y un puñado de organizaciones civiles lo habían impedido a través sus manifestaciones en la calle.
La experiencia de la libertad era toda una novedad. Eran las horas previas al amanecer de un día que imaginábamos que no iba a terminar nunca.
Cuarenta años después y desde todos los lugares imaginables habrá celebraciones. En torno al cumpleaños redondo veremos pasar ante nuestros ojos numerosos debates, libros, actos, homenajes, conciertos, concursos, documentales, exposiciones y vaya a saber uno cuántas cosas más.
Pero, ¿qué es eso que cumple años? ¿Qué versiones de aquello que vivimos en estas cuatro décadas serán consagradas y cuáles entrarán en cuestión? Y finalmente, ¿cuál es el estado actual de salud de la paciente democracia después de todo este tiempo?
Es un gesto de cortesía hacia el lector definir aquello de lo que se está hablando. ¿WTF es la democracia? A lo largo de la historia de la ciencia política se han escrito toneladas de páginas buscando dar con una definición. Hace tiempo que elegí para mí la más acotada posible. La democracia trata apenas de un sistema de reglas a través del cual una comunidad decide darle a cada ciudadano el derecho a un voto para determinar por mayoría quién manda entre una pluralidad de opciones. De allí en adelante, todo lo demás.
Se objetará que la democracia es mucho más que esto y que existen otras definiciones y le doy la razón a quien lo haga. Pero para mí, la democracia es el reglamento del juego impreso en el interior de la caja. Siempre me molestó el abuso de adjetivos usados a continuación de la palabra democracia. Real, participativa, restrictiva, social, burguesa, liberal, capitalista o socialista y muchos otros. El intento por recortar o ampliar el sentido de la palabra siempre me pareció sofocante.
Se objetará que la democracia es mucho más que esto y que existen otras definiciones y le doy la razón a quien lo haga.
Nuestra democracia, la que vivimos en la Argentina en los últimos 40 años, implicó un quiebre y un desvío con la larga etapa de golpes y revoluciones producidas en los 53 años anteriores, desde que el General José Félix Uriburu tuvo la poco feliz idea de derrocar al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen en 1930. A partir de 1983, nuestro proceso democrático tendría fuertes sacudidas y cimbronazos pero nunca fue interrumpido. Nunca se cerró el Congreso y nunca fue intervenido el Poder Judicial.
La asociación entre la defensa de los derechos humanos y la democracia, simbolizada en la fecha del 10 de diciembre, tuvo como pilar fundamental el informe de la Conadep y los juicios a los integrantes de las juntas militares. Para muchos de nuestros baby boomers, la primavera de sus vidas había estado en los días revolucionarios de 1973. Pero en cambio, para mi generación, la de los nacidos en la década del ’60, la primavera llegó una década después, de la mano de aquellos dos hitos históricos e irrepetibles.
La historia de la etapa democrática argentina contiene numerosos momentos amargos y claroscuros que será interesante ver cómo serán recordados en los fastos de las bodas de rubí. ¿Qué otras cosas fue Raúl Alfonsín, además del responsable de haber impulsado aquellos dos momentos extraordinarios? Sería justo recordar que también fue el padre de las políticas económicas que condujeron –o que al menos no lograron evitar– la hiperinflación que acabó de manera anticipada con su gobierno.
Menem, móvil
La experiencia de Carlos Menem, que reúne aspectos aún más controversiales que la de Alfonsín, se encuentra en pleno proceso de reevaluación a partir del renacido auge del ideario liberal. Al fin y al cabo, los integrantes de la generación que se convirtió en adulta después que la mía son los últimos que guardan en su memoria el recuerdo de aquel tiempo curioso en el que la inflación había dejado de ser un problema para los argentinos. Pero los años de Menem también fueron otras cosas y cada uno tendrá su propio álbum de recuerdos. Yo comencé a hacer mis palotes en la industria editorial en aquel tiempo de pizza con champán, y pude ver de cerca a la última generación dorada del periodismo argentino. El periodismo había cambiado con la llegada de nuevos medios nacidos de la mano de la libertad, y las investigaciones de entonces pusieron bajo la luz numerosos casos de corrupción como nunca se había hecho. Al mismo tiempo, fue la primera vez en nuestra historia familiar y colectiva en que las líneas de teléfono se comenzaron a instalar en pocos días en los hogares.
Asimismo, fue también durante las presidencias de Menem que la democracia comenzó a crujir. La búsqueda desesperada por lograr su reelección en 1995 construyó las bases para el Pacto de Olivos y la Reforma Constitucional de 1994.
Los resultados de la nueva Constitución son más que discutibles. Hay de todo: buenos, malos, ambiguos e irrelevantes. Pero estaba claro que algunos cambios en el reglamento terminarían resultando problemáticos. Que a casi tres décadas de su sanción todavía estemos discutiendo la coparticipación federal o la composición del Consejo de la Magistratura o hayamos tenido jefes de gabinete que, con la excepción de Marcos Peña y alguno más, casi nunca se dignaron a presentarse ante el Congreso con la periodicidad que ordena la ley, son sólo algunos ejemplos de los problemas irresueltos de aquella reforma.
Visto desde el punto de vista de la democracia, Menem tuvo un logro que hoy parece estar fuera de toda discusión. Fue el presidente que terminó de una vez por todas con el “partido militar”.
Visto desde el punto de vista de la democracia, Menem tuvo un logro que hoy parece estar fuera de toda discusión. Fue el presidente que terminó de una vez por todas con el “partido militar”. Tuvo el coraje de reprimir a sangre y fuego en 1990 el último alzamiento. Pese a todo, para finales del siglo pasado, la democracia parecía estar aún fuerte y robusta. Desde que Alfonsín había derrotado al peronismo en 1983, en muy pocos años los argentinos habíamos descubierto el valor de la alternancia política. La fuerza del sistema había atravesado unas cuantas pruebas importantes. Se había juzgado a los jefes militares y a los jefes guerrilleros para que luego Menem perdonara a todos en nombre de la pacificación nacional.
En el camino, nuestra democracia dejó un bache que aún duele: el olvido de quienes fueron víctimas de la lucha armada. Habría que esperar todavía algunos años para que distintos sectores de la sociedad civil obtuvieran algún grado de visibilidad en su intento por terminar con aquella omisión imperdonable del relato de la década del ’70.
La democracia aún era lo suficientemente fuerte como para derrotar a los distintos revivals delirantes llegados desde el pasado, desde la locura asesina de los guerrilleros de Enrique Gorriarán Merlo y el Movimiento Todos por la Patria hasta los desquicios fascistas del coronel Mohammed Alí Seineldín.
Cuando la democracia cumplió su fiesta de quince, en 1998, el modelo económico mostraba algunas imágenes que no habíamos conocido hasta entonces. El desempleo, oculto en los pliegues del gigantesco Estado quebrado, irrumpió de lleno ante los ojos asombrados de los argentinos que, al mismo tiempo, descubría tanto los beneficios como los costos de integrarse al mundo.
Cuando la democracia cumplió su fiesta de quince, en 1998, el modelo económico mostraba algunas imágenes que no habíamos conocido
Recordar los 40 años será recordar el final apocalíptico de la presidencia de Fernando De la Rúa. Como si se tratara de una maldición bíblica, nunca más volvimos a vivir los argentinos un ciclo de estabilidad económica como el que terminó junto al segundo presidente radical desde 1983. El esfuerzo de De la Rúa por preservar la estabilidad también comenzó a ser valorado después de la larga serie de irresponsabilidades fiscales del kirchnerismo, que por entonces era un perfecto desconocido. A la distancia, la tarea de sus ministros Machinea, López Murphy y Cavallo merece un reconocimiento del que han carecido. El grito de “que se vayan todos”, que marcó su final, también mostró la autocomplacencia de amplios sectores de la población y del establishment nacional.
Tormentas autogeneradas
El breve interregno de Eduardo Duhalde, convertido, como bien suele señalar el escritor Jorge Asís, en aquel gran “piloto de tormentas (autogeneradas)” abrió camino a la irrupción en la historia democrática argentina de Néstor Kirchner, su familia, sus amigos y sus socios. ¿Cuál será la narrativa con la que se recordará el largo, larguísimo, ciclo iniciado en 2003?
Mi opinión es que a partir del kirchnerismo la democracia dejó de crujir para comenzar a diluirse. El acuerdo básico de 1983, la idea según la cual la opinión del otro es tan importante como la propia, fue cancelado. En su reinvención del peronismo en clave de izquierda, el populismo kirchnerista terminó de anular la ilusión democrática nacida en 1983. La democracia dejó de significar lo mismo para todos y todos comenzamos a vivir en universos paralelos. Ya no se trató más de todos sino de algunos. El Pueblo frente a sus enemigos. Los democráticos, los republicanos, los liberales, los independientes, los más o menos progres, los más o menos modernos, los más o menos conservadores fuimos arrastrados a la banquina de la historia. “Patria o Macri”, como decían los afiches en las paredes en 2015.
Fueron cuatro períodos sólo separados entre el tercero y el cuarto por la presidencia de Mauricio Macri, la única hasta hoy entre las no peronistas que pudo completar su mandato. Esta historia, que me tocó de cerca, fue una de sueños, imposibilidades, logros y desafíos que quedó trunca. De todo lo que dejó, elijo su lema. Si algo demostró la experiencia de Macri es que sí, se puede.
Repasar la historia de nuestra democracia con honestidad intelectual es también reconocer su fracaso. Los argentinos viven peor hoy que en 1983. Tienen más derechos, sí, pero el Estado no ha hecho otra cosa que incumplir con ellos. En las frenéticas noches de la campaña electoral de Alfonsín solía escuchar de su boca aquello de “con la democracia se come, se cura y se educa”. No fue así.
¿Mentía Alfonsín? No creo. Su proclama nos condujo a valorar una herramienta que ni mi generación ni las anteriores habían conocido. Todo aquello estaba impregnado por la ilusión que vivíamos ante el final del régimen militar. Pero el hecho es que el fracaso, 40 años después, es innegable. Fuimos todos, como reza el título de aquel libro de Juan Bautista Yofre.
Los 40 años pasaron terribles y malvados. A mis casi 57 no he perdido ni olvidado los ideales democráticos de mi adolescencia. Nuestras biografías se han ido enredando con la historia del país “como en el muro la hiedra”. La única certeza es que la democracia de hoy ya no es lo que era cuando el día de nuestras vidas apenas comenzaba.
Hace un par de semanas y en medio del torrente diario de informaciones, Clarín publicó los resultados de una encuesta donde se le preguntaba a la gente acerca de su grado de satisfacción con la democracia. Los resultados son significativos. El 70% está entre “insatisfecho” (39%) y “muy insatisfecho” (31%) y apenas hay un 30% que está entre “satisfecho” (25%) y “muy satisfecho” (5%).
Ante la pobre performance de nuestra democracia estos resultados no pueden resultar extraños. Pero muestran un desplazamiento. El desprestigio y la pérdida de confianza ya no está enfocada sólo en algunos sectores. Por primera vez es el propio sistema el que está siendo puesto en cuestión.
El desprestigio y la pérdida de confianza ya no está enfocada sólo en algunos sectores. Por primera vez es el propio sistema el que está siendo puesto en cuestión.
Que nuestra democracia hoy se encuentre frágil y debilitada es también un signo de los tiempos. Podemos consolarnos diciendo que es algo que sucede en otros países y subestimarlo como si se tratara de un proceso inofensivo. La mala noticia es que no lo es. Si se silencia la crítica de la democracia y ésta queda en manos de populistas y autoritarios, el peligro no hará más que crecer.
Discutir la democracia y asumir sus problemas es algo más importante que la mera celebración del paso del tiempo. Se trata de un proceso que aún está vivo y cuyo rumbo aún es posible enderezar. Para poder defender la democracia deberemos defenderla de las palabras y las acciones de los autoritarios y los populistas, que se llenan la boca con ella mientras día a día horadan sus fundamentos.
Aprovechemos el cumpleaños para discutir lo que está mal. Recordemos todo lo que la democracia no ha resuelto e incluso ha agravado. Tal vez el mejor regalo de cumpleaños sea volver a experimentar aquella libertad de 1983. El desafío de pensar que todo puede cambiar si uno lo decide. Para terminar como aquel inolvidable monólogo de la película Solos en la madrugada, que había pasado años prohibida: “No podemos pasar otros 40 años hablando de los 40 años…”.
Merecemos volver a experimentar aquella alegría ante la novedad de la libertad. Pero sigamos jugando el mismo juego. El otro es aún peor. Yo lo viví, cuando apenas tenía 17, antes de vivir un siglo.
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