LEO ACHILLI
Domingo

Cien años de incapacidad

Tres explicaciones para la acelerada decadencia de la economía argentina (primera parte).

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Hace cien años Argentina era un país rico. En 1925, su PBI per cápita la situaba entre los diez países más prósperos del mundo, a la par de Canadá o Australia y por encima de Italia y Suecia. Como en Canadá y Australia, el éxito se basaba en un modelo agroexportador, impulsado por la fertilidad de las pampas y la demanda internacional de carne y cereales. En 2025, Argentina es por lejos el país que más cayó en el ranking centenario. Sus ingresos, de alrededor de 20.000 dólares por persona, son apenas la tercera parte de los que producen sus viejos pares de hace un siglo. Ubicada en el puesto 65º del ranking mundial, sus nuevos pares son Albania, Sudáfrica y Tailandia, el pelotón del medio. Sus hermanos menores, Chile y Uruguay, ya la dejaron atrás.

Según una observación que suele atribuirse al economista ruso-americano Simon Kuznets, hay cuatro tipos de países: “desarrollados, en desarrollo, Japón y Argentina”. Japón es único por haberse convertido en una economía próspera en menos de una generación. Y la Argentina, por haber dejado de serlo. El verdadero autor de esta observación es menos importante que su fecha, alrededor de 1965, es decir, cuando la fase más cruel de la decadencia argentina aún no había comenzado. ¿Qué diría Kuznets de la trayectoria argentina desde 1975? Hasta 1975 la economía había crecido a un ritmo del 2,5%: lento. Desde 1975, creció al 0.6%: lentísimo. La “democratización de la pobreza” es un invento de la Argentina contemporánea.

En este último medio siglo, el debate público en la Argentina sobre las causas de esta decadencia ofrece explicaciones interesantes, que se pueden organizar en tres grandes tipos de argumentación: la nacionalista, la progresista y la gorila. Al ser opiniones pre-científicas, sus planteos, más que señalar causas, cargan las tintas contra culpables: el FMI y las multinacionales para los nacionalistas; los terratenientes pampeanos y las oligarquías rentistas para el progresismo; Perón y el peronismo para el gorilismo.

El FMI y las multinacionales para los nacionalistas; los terratenientes pampeanos y las oligarquías rentistas para el progresismo; Perón y el peronismo para el gorilismo.

Aun así, vale la pena examinarlas. Primero, porque las opiniones son informativas, tanto por los errores como por los elementos de verdad que contienen. Purgadas de falacias, las ideologías se convierten en hipótesis. Segundo, porque todas las fuerzas políticas combinan, explícitamente o implícitamente, múltiples tipos y variedades de cada explicación. La identificación de los ingredientes individuales es crucial para sacar una radiografía del debate: divergencias reales, coincidencias inesperadas y, sobre todo, puntos ciegos. Por ejemplo, el kirchnerismo combina nacionalismo con una variante izquierdista de progresismo, y el PRO combina gorilismo con una variante liberal de progresismo.

Este ensayo es un viaje en dos tramos por la decadencia argentina. La primera parte examina los tres tipos de explicación disponibles en el debate público. Va de mayor a menor: empieza con la versión más simple de cada una y llega a la más sofisticada. Spoiler: ninguna explicación presta atención a los efectos de la falta de capacidad del Estado argentino. En estas décadas se ha incrementado mucho la cantidad (o el tamaño) del Estado, pero ha disminuido su calidad (o capacidad). La segunda parte, el domingo que viene, pone la lupa sobre este punto ciego y muestra la relación entre incapacidad política y decadencia económica. Hace la genealogía de la causa profunda: los defectos de nacimiento del territorio argentino. La razón de nuestra decadencia no la tienen el FMI, los peronistas o el campo. La tiene el mapa.  

1. El nacionalismo

La visión nacionalista se filtra en el debate público de múltiples formas. Todas ellas coinciden en atribuirle consecuencias negativas para el desarrollo económico a las relaciones que la Argentina mantiene con actores y fuerzas internacionales. No todos los factores externos son dañinos, pero sí los más importantes, que en el mundo actual son las grandes multinacionales, el gobierno de Estados Unidos, el FMI y en general el capitalismo global (la globalización o el “neoliberalismo”, palabra que ya dice poco, pero los nacionalistas gritan como si fuera un foul en el área chica).

El nacionalismo fundamenta su desconfianza hacia las fuerzas foráneas en una intuición simple pero poderosa: ningún actor internacional tiene interés en el desarrollo nacional y varios de ellos tienen el poder de condicionarlo. La acción clave de los actores internacionales es la extracción de recursos argentinos, que pueden ser un combustible fósil como el petróleo o minerales como el cobre o el litio, pero también trabajo barato, dividendos excesivos o intereses usurarios de la banca internacional.

El principal defecto de esta línea de razonamiento es que equipara colonialismo con capitalismo, es decir, la extracción de España en México en el siglo XVIII y la de Google en Argentina en el siglo XXI. Pero la extracción colonial estaba basada en la conquista militar. La capitalista, en un acuerdo de partes, lo cual debilita el carácter extractivo. La gran diferencia entre una y otra son enormes dosis de coerción física. Otra diferencia importante es que el colonialismo es de suma cero, lo que gana el imperio lo pierde la colonia, mientras el capitalismo permite suma positiva. El acuerdo capitalista entre actores nacionales e internacionales crea valor, y el nuevo ingreso se reparte, aunque no sea en partes iguales.

Otra diferencia importante es que el colonialismo es de suma cero, lo que gana el imperio lo pierde la colonia, mientras el capitalismo permite suma positiva.

Sería injusto y poco útil reducir el nacionalismo a su versión simple. Existen dos buenos upgrades del argumento, que terminan por equiparar al nacionalismo con la teoría de la dependencia. El primero reconoce que el poder superior de Estados Unidos, el FMI o las multinacionales no alcanza para la extracción, y por ello requiere la complicidad de un reducido grupo actores poderosos nacionales (acá el nacionalismo se combina con el progresismo de izquierda en la condena de “intereses cipayos”). Este razonamiento peca de conspiracionismo. No es que no existan las conspiraciones y cuando las hay, es preciso señalarlas, como en el golpe que derrocó a Salvador Allende en 1973. Pero son mucho menos frecuentes de lo que se requiere para que produzcan el nivel de decadencia económica que ha experimentado la Argentina.

El otro upgrade deslinda de culpas a actores con nombre propio –como la Baring, Braden o Pfizer– y apunta a los efectos perversos del conjunto de incentivos y restricciones del mercado global. Las fuerzas impersonales de la demanda y oferta internacionales de bienes y servicios, reflejadas en precios, no conspiran contra la producción argentina, pero sí la sesgan hacia el estancamiento. Históricamente, los precios internacionales han incentivado la especialización de la Argentina en su ventaja comparativa “estática” a expensas de potenciales ventajas “dinámicas”. Esta es la vieja tesis del deterioro de los términos de intercambio de Raúl Prebisch: el mercado internacional propicia que la Argentina produzca bienes primarios (lana, trigo, carne, soja, energía fósil y litio, en orden aproximado de aparición). Esos productos maximizan los ingresos en el presente, pero previenen inversiones en sectores que, en el futuro, con mayor valor agregado, llevarían a la Argentina a la frontera de productividad internacional. La ventaja estática de Japón era arroz y seda, no Toyota y Sony. 

La incapacidad de Estado es un problema crónico en la Argentina, y por ello es el talón de Aquiles del nacionalismo desarrollista.

El problema con este último refinamiento del argumento nacionalista es que el remedio propuesto, el desarrollismo impulsado por el Estado, en el contexto argentino es peor que la enfermedad. El desarrollismo no está mal. Aunque a costos altos para la generación que debió financiar las inversiones públicas a las que los capitales privados le escapaban, el desarrollismo funcionó en Alemania, Corea y China. Pero en todos contó con un Estado capaz. La incapacidad de Estado es un problema crónico en la Argentina, y por ello es el talón de Aquiles del nacionalismo desarrollista. El problema está en casa, no afuera, como sostiene la premisa de todos los argumentos nacionalistas.

Aciertos

El argumento nacionalista tiene un gran acierto histórico. Simplificando los hechos, se podría decir que la Argentina es la “mayor viuda de Inglaterra” en el sentido de que fue un shock externo (la declinación de la economía británica), agudizado por la Gran Depresión (1930), lo que marcó el inicio de la larga y casi ininterrumpida decadencia económica nacional. La gran pifia empírica del argumento nacionalista es la contraparte del punto teórico sobre falta de capacidad estatal: todos los demás socios comerciales de Inglaterra salieron de la crisis y, en casos como Australia y Canadá, lo hicieron con economías robustecidas. El problema, de nuevo, ha sido la capacidad de respuesta interna más que la tormenta externa. La Argentina no sólo respondió pésimamente a otros “tiempos difíciles”, como la Segunda Guerra y la crisis del petróleo de mediados de los ’70, sino que también desaprovechó el viento de cola de la globalización y el boom de las materias primas de este siglo.

En todo caso, para mejorar el diálogo entre los nacionalistas y sus críticos es indispensable que el nacionalismo reconozca el contrafactual de que la Argentina, sin comercio e inversión internacionales, “viviendo con lo nuestro”, sería hoy un país aún más pobre.

2. Dos progresismos

Si el nacionalismo culpa a fuerzas externas, el progresismo mira causas internas. El progresismo de izquierda apunta a la desigualdad social y, para quienes se aventuran al purismo marxista, a los dueños de los medios de producción. El progresismo liberal carga contra las oligarquías rentistas producto de acuerdos entre el gobierno y pseudo empresarios, a quienes la política les asegura privilegios como monopolios, contratos y proteccionismo.

Para el progresismo de izquierda, la élite terrateniente argentina –“la burguesía pampeana” o “la patria estanciera” – ha sido el gran lastre del crecimiento económico, desde el Partido Socialista y John W. Cooke hasta el Polo Obrero y Cristina Kirchner. Un mecanismo del atraso sería la “explotación” de los peones de campo, que impidió la emergencia de clases medias rurales que dinamizaran la economía. Otro sería la “desinversión”, el uso subóptimo de sus ingresos, ya sea por una propensión al consumo conspicuo (“manteca al techo”) o por el temor de que, con inversiones industriales, la consecuente transformación de la sociedad argentina generara amenazas para su posición. El tercer y último mecanismo sería la “influencia política”, el poder de la élite terrateniente para, si no dictar políticas económicas favorables, al menos vetar las desfavorables.

Aunque son distintos, el progresismo de izquierda argentino tiene varias afinidades con el nacionalismo. Dos son notables. Primero, se complementan a la perfección en el argumento sobre la viudez argentina tras el ocaso británico. Según el nacional-progresismo de Aldo Ferrer, por ejemplo, la influencia de la clase terrateniente impidió una respuesta efectiva a la crisis del ’30 y causó que el país se aferrara al viejo modelo agroexportador por décadas después de que su viabilidad hubiera expirado. Segundo, a la falla del sector privado, el progresismo de izquierda propone la misma solución que el nacionalismo: intervención del Estado, en este caso para transferir vía impuestos (retenciones) recursos a sectores con creciente intensidad en el uso de conocimiento y tecnología.

Los privilegios económicos de la política son lo que los economistas desde David Ricardo llaman “rentas” y en la argentina post-kirchnerista se rebautizaron como “tongos”.

Sin dejar de reconocer la posibilidad de la explotación económica, el progresismo liberal cree más sistemática la tendencia al abuso político. Para explicar el atraso económico, culpa a un tipo particular de oligarquía, la que nace al calor de los gobiernos y a la que llamó, desde el regreso a la democracia, patria contratista, capitalistas amigos o “empresaurios”. Mucho antes que Mancur Olson, Juan B. Justo describía el fenómeno: “Hay capitalistas que no producen, que no trabajan, que viven de las rentas que el Estado les asegura”. El secreto de esta forma no marxista de explotación está no en la propiedad de los medios de producción sino en el control de los medios de administración. El explotado no es la clase obrera sino el conjunto de la ciudadanía. Como consumidores o contribuyentes, la ciudadanía de a pie paga de forma casi imperceptible las enormes fortunas que amasan, por medio de subsidios, aranceles y contrataciones, los empresarios protegidos y los políticos protectores. 

Los privilegios económicos de la política son lo que los economistas desde David Ricardo llaman “rentas” y en la argentina post-kirchnerista se rebautizaron como “tongos”. En general, las rentas políticas se multiplican, agrandan y cronifican porque desmontarlas es muy costoso. Exige a la ciudadanía informarse, organizarse y protestar, un esfuerzo más grande que aguantar en silencio las pequeñas tajadas diarias que se llevan los impuestos o los sobreprecios.

Progresismo liberal

El progresismo liberal no es necesariamente gorila. Mucho antes de que naciera el peronismo, a Florencio Varela le indignaba el monopolio rosista del puerto y Juan B. Justo, en 1909, despotricaba contra la protección de la industria azucarera tucumana: “En Tucumán, el gobierno y los dueños de ingenios forman una alianza para explotar al pueblo; los aranceles que protegen al azúcar son una cadena para los consumidores”. Pero con el advenimiento de la sociedad industrial, el rentismo alcanzó otra escala, con casos grandes (la industria textil), extra-grandes (el componente automotriz del acuerdo Mercosur) y monumentales (Tierra del Fuego). Dejar fundir una empresa protegida puede “dejar en la calle a mil familias”, y por ello es un tabú para el nacionalismo. Pero mejora los ingresos de millones. Y, según progresistas liberales contemporáneos como Ricardo López Murphy y Federico Sturzenegger, los ahorros resultantes generan inversiones con empleo para decenas de miles, incluidos aquellos mil despedidos.

El argumento progresista es un buen punto de partida al dirigir la atención a condiciones nacionales que necesariamente deben complementar las explicaciones de la decadencia basadas en factores externos. Además, tanto el progresismo de izquierda como la variante liberal ponen en primer plano el conflicto económico: uno por la vía de la lucha entre propietarios y trabajadores y el otro por la explotación de consumidores y contribuyentes por parte de privilegiados políticos. Ambos conflictos, comunes en todas las sociedades capitalistas o patrimonialistas, son distintivamente agudos en la Argentina.

Empíricamente, sin embargo, los argumentos del progresismo de izquierda parece menos firmes que los del progresismo liberal. Responsabilizar a la élite terrateniente del siglo XX, como lo hace el progresismo de izquierda, tiene más impacto retórico que sustento fáctico. Roy Hora ha mostrado que la élite rural pampeana nunca ha tenido un poder político proporcional a su importancia económica. Por otro lado, para la segunda mitad del siglo XX, cuando el sesgo anti-campo se volvió más virulento, las actividades agropecuarias brillaban por sus niveles de innovación e incorporación de tecnología. Además, por subdivisión de la propiedad rural y la emergencia de organizaciones económicas como los pools de siembra, la formidable patria estanciera pampeana se extinguió. O sea, la burguesía pampeana nunca fue una clase política, y en las últimas décadas hasta dejó de ser una clase económica.

La burguesía pampeana nunca fue una clase política, y en las últimas décadas hasta dejó de ser una clase económica.

En cambio, los capitalistas amigos que son el blanco del progresismo liberal no sólo existen, sino que son plaga. En varios casos, se conoce el tamaño, nada despreciable, de su daño. La organización Fundar, de indiscutibles credenciales desarrollistas, ha documentado el caso de Tierra del Fuego.

El progresismo liberal argentino ha sido mejor en impugnar la solución compartida por el nacionalismo y el progresismo que en elaborar una solución propia. El liberalismo argentino es un programa incompleto en relación con el liberalismo de otros países. Su rechazo del estatismo es más ideológico que fundado. Presume que el mercado es incondicionalmente mejor que el Estado. Puede ser. Pero sería más efectivo rechazar el estatismo con argumentos empíricos. Por ejemplo, la constatación de una regularidad en la historia de la humanidad, que en la Argentina se exacerba: en cada expansión del Estado, el éxito desarrollista buscado por nacionalistas y progresistas de izquierda es mucho menos frecuente que el abuso rentista temido por liberales. Por cada Japón hay cinco Congos. La solución liberal contra el rentismo es el “institucionalismo”: reglas de juego parejas para todo el mundo, que no dan cabida al privilegio. Sin embargo, como consecuencia de que el anti-estatismo liberal es ideológico, la solución institucionalista que propone es renga: sólo un Estado fuerte puede hacer cumplir ese tipo de reglas de juego. En la sospecha contra el Estado grande, el progresismo liberal suele quedarse con un Estado débil. ¿Qué mercado puede funcionar sin Estado?

En desventaja empírica, el progresismo de izquierda corre con ventaja teórica: es fácilmente mejorable. La versión más sofisticada del argumento progresista de izquierda, reconociendo los límites del marxismo, cambia el foco: de la lucha de clases a la “lucha de coaliciones”. Se trata de la disputa entre la alianza de cuño exportador, que incluye el campo, la banca y en ocasiones las multinacionales, y la alianza de cuño sustitutivo, que incluye sindicatos, industrias nacionales y en ocasiones (también) las multinacionales. La lectura del conflicto de coaliciones coincide con el marxismo en la prominencia de la puja distributiva, pero se aparta de él en concebir la posibilidad de coaliciones multi-clasistas, una aberración teórica para los puristas del marxismo (más marxistas que Marx).

En la sospecha contra el Estado grande, el progresismo liberal suele quedarse con un Estado débil. ¿Qué mercado puede funcionar sin Estado?

Lo que explicaría, en este esquema, la excepcional decadencia económica de Argentina sería la extrema intratabilidad del conflicto entre la coalición exportadora y la coalición sustitutiva. La intratabilidad tiene múltiples fuentes, pero la canónica es la desafortunada coincidencia entre la canasta de bienes exportables y la canasta de “bienes salario”, es decir, carne y cereales, según teorizaron Marcelo Diamand y Guillermo O’Donnell hace medio siglo. Ello configuraría una economía de suma cero, con dos precios distintos del dólar viables en el corto plazo, uno suficientemente alto para hacer rentables las exportaciones agropecuarias, y otro lo suficientemente bajo como para que los ingresos reales de los trabajadores aseguren una mayoría electoral. Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti han presentado la última versión de este argumento. La tragedia argentina es que ninguno de los tipos de cambio es sostenible en el largo plazo, ya sea por convulsión política (por ejemplo, protesta social) o por agotamiento económico (cuando la industrialización por sustitución de importaciones fáciles requiere un volumen adicional de divisas para financiar la compra al exterior de insumos y máquinas difíciles de sustituir).

Suma negativa

Un bonus del argumento coalicional es que da fundamento a la tesis institucionalista por donde se ventila la queja liberal de que la Argentina carece de Estado de derecho y es pendular en su política económica. La lucha de coaliciones argentinas, por intratable, no sólo estanca la economía, sino que la achica porque la misma inestabilidad, al quitar previsibilidad e incurrir en enormes costos de transición de un modelo a otro, come puntos del PBI. El juego de las coaliciones argentinas no es de suma cero sino de suma negativa.

La hipótesis coalicional tiene, sin embargo, un defecto teórico serio. A pesar de las apariencias, los conflictos distributivos son los más tratables de todos los conflictos de la humanidad. Las realmente intratables son las luchas religiosas y culturales, para los que nunca o casi nunca existe una solución negociada. No hay espacio para dos dioses. Una cosa es llevarse un pedazo más chico de la torta; otra, arder en el infierno. Y el abuso de consumidores y contribuyentes por parte de empresarios protegidos y políticos protectores es más intratable porque es menos visible: su costo queda diluido entre millones de ciudadanos, y algo tapado por consignas de patriotismo fácil como la defensa del trabajo nacional, la mesa de los bonaerenses y la soberanía argentina.

La pregunta irresuelta del argumento del progresismo coalicional es por qué las coaliciones no llegan a un acuerdo que reparta las ganancias de la estabilidad. La expectativa de alternar calor y frío es muy inferior a la de una racha indefinida de clima templado (para actores aversos al riesgo, como lo son casi todas las personas, un flujo constante de ingresos es mucho más valioso que un flujo irregular, aunque el promedio al final de cuentas sea el mismo que el del flujo constante). El hecho de que la propia lucha de coaliciones achique la torta hace aún más probable, desde el punto de vista de la racionalidad económica, la emergencia de una solución negociada. Si la solución no se produce no es porque no haya incentivos económicos. Lo que faltan son incentivos políticos. Pero ello requiere una explicación que sale del molde del progresismo coalicional. Curiosamente, ahí es donde la explicación gorila auxilia al progresismo de izquierda con una complementariedad inesperada.

3. El gorilismo

El gorilismo brilla por su falta de ambigüedad: la culpa de la decadencia argentina es toda del peronismo. ¿Qué hay de valor analítico en una posición eminentemente ideológica? ¿Qué rescatar para el debate?

Primero, el gorilismo se parece al progresismo de izquierda al asociar la decadencia argentina con formas específicas de coalición social, pero se distingue por ver al drama argentino no como un baile de dos coaliciones sino como el solo de una coalición destructiva sin importar qué rival le pongan enfrente. La coalición peronista, dice el argumento, promueve niveles insostenibles de consumo, es decir, muy superiores a los compatibles con niveles de inversión que hagan crecer la economía. Para ser gorila no hace falta ser anti-keynesiano. En rigor, según el argumento gorila, el anti-keynesiano es el peronismo, porque promueve gasto público en todo momento y en todo lugar, incluso en tiempos de vacas gordas, como ocurrió con el kirchnerismo desde la primera campaña presidencial de Cristina Kirchner. Si la irresponsabilidad fiscal del peronismo depende de la existencia de un rival político (como sostiene el progresismo de izquierda) o forma parte de su ADN (como sostiene el gorilismo) son hipótesis alternativas que todavía no se han evaluado.

Caricaturizar al gorilismo puede ganar algún voto al autodenominado sector nacional y popular. Pero no sirve al entendimiento público. Un atributo del gorilismo, mirado sin tabúes, es que no termina en el mismo callejón sin salida en el que cae el progresismo de izquierda. A diferencia del progresismo de izquierda, que no puede explicar en sus propios términos la falta de acuerdo económico entre las coaliciones, el gorilismo sí encuentra respaldo a la idea de que el peronismo es intrínsecamente destructivo. 

El gorilismo observa que el peronismo, además de reunir una coalición de actores sociales, les impone una organización peculiar: el corporativismo.

El gorilismo observa que el peronismo, además de reunir una coalición de actores sociales, les impone una organización peculiar: el corporativismo. Una sociedad organizada corporativamente está sobrepoblada de restricciones al uso óptimo de recursos económicos, sobre todo en el mundo del trabajo. El nivel de cargas patronales que sostiene al sindicalismo peronista es incompatible con la creación de empleo. Varios líderes del propio peronismo, en distintos contextos, han reconocido la necesidad de una reforma laboral.  Sin embargo, como el corporativismo ha funcionado en otras latitudes, más que retratarlo como un mal universal es mejor entender qué condiciones lo malignizan en la Argentina en particular. Las mismas regulaciones que en varios países del norte de Europa aseguran un piso de bienestar material de los trabajadores, en la Argentina son un bloqueo mortal para nuevas inversiones. En el Sudeste asiático, las instituciones de concertación social que forman parte del paquete corporativista se destacaron por facilitar la respuesta nacional a crisis internacionales: lo opuesto del caso argentino. Para entender por qué el corporativismo no funcionó en la Argentina, es preciso mirar factores que escapan al campo visual del gorilismo.

Son los líderes

A la piedra ideológica del gorilismo se le puede extraer agua teórica si se imagina una tercera alternativa para la responsabilidad peronista. Quizá la culpa peronista del atraso económico no pase por la naturaleza de su coalición social ni por su organización corporativista sino por su clase dirigente. No son los trabajadores peronistas, ni las demandas de asado para todos, ni la estructura corporativista de la CGT los que impiden el acuerdo de coaliciones o se niegan a ajustarse el cinturón en tiempos de vacas flacas. Quien coloca el palo en la rueda es el actor no económico de la coalición peronista: su líder nacional, los gobernadores de provincias periféricas y de Buenos Aires, y los gerentes de las maquinarias políticas en los barrios populares. Son los únicos actores cuya supervivencia profesional depende de que el acuerdo de coaliciones se frustre. Y son los únicos beneficiarios del juego de suma negativa en que el conflicto distributivo, insoluble por su intervención, sumerge al país. Una economía funcional, con un modelo estable de desarrollo económico, cualquiera sea el signo, los jubilaría. La popularidad del dirigente peronista promedio, por otra parte, depende de atizar a la coalición de enfrente como anti-nacional y anti-popular. Si no bate el parche contra la racionalidad económica, se queda sin trabajo. Es interés creado en el estancamiento.

Quien ha revivido esta tesis es el presidente Javier Milei, pero su planteo no es gorila en sentido estricto: aquí también el presidente es más afecto a la motosierra que el bisturí. Milei culpa a toda la “casta política”. Al gorilismo sólo le molesta la sección peronista de la casta porque es la única formada enteramente por profesionales del bloqueo de acuerdos y del despilfarro fiscal, lo cual condena a sus propios representados a generaciones de padecimiento económico.

El argumento gorila contra la casta peronista va demasiado lejos. Algo puerilmente, o bien cree que el liderazgo peronista es una profesión aparte, puramente centrada en obtener mayorías electorales, no importa el costo económico, o bien supone que la dirigencia peronista es pura y exclusivamente un representante de coaliciones sociales (en curioso acuerdo con el progresismo de izquierda).

Si el dirigente peronista promedio no bate el parche contra la racionalidad económica, se queda sin trabajo. Es interés creado en el estancamiento.

El argumento gorila más refinado y menos ideológico podría sostener que la dirigencia peronista, más que ser pro-popular-nacionalismo, es pro-patrimonialismo. La dirigencia peronista no defiende a la coalición nacional popular en contra de la coalición exportadora. A quien defiende es a la coalición rentista, pero ¿en contra de quién? La defensa peronista de la coalición rentista es necesariamente solapada porque las únicas víctimas de la coalición rentista son los consumidores y contribuyentes, un sector contra el que no se puede militar explícitamente (aunque el “abuelo amarrete” estigmatizado por Cristina Kirchner fue bastante revelador).

En suma, el argumento gorila refinado es gorila porque carga todas las tintas contra la dirigencia peronista, pero es refinado porque la culpa de ser una traba a los acuerdos necesarios para el desarrollo argentino. Para criticar con fundamento, el gorilismo debe necesariamente combinarse con el progresismo liberal: la dirigencia peronista hace campaña con el corazón militando a favor de la coalición nacional y popular, pero gobierna con la cabeza y el bolsillo, haciendo políticas a medida del sector rentista. La dirigencia peronista no “representa” a la coalición rentista, sino que “es” componente principal de ella, la cual causa una enorme hemorragia de recursos para la ciudadanía general.

La calidad individual de las visiones nacionalista, progresista de izquierda, progresista liberal y gorila es mucho mayor de lo que suele reconocerse en el griterío de caricaturas. El nacionalismo fácilmente se convierte en teoría de la dependencia. Con un poco de pulido, el progresismo de izquierda deviene teoría del bloqueo coalicional (o “empate hegemónico” como lo llamaría el prolífico gramscianismo argentino desde Juan Carlos Portantiero). El progresismo liberal es equivalente de la teoría de la captura rentista. Y, con menos prejuicio que esfuerzo, el gorilismo se transforma en la teoría del corporativismo. Cada una de ellas aporta, respectivamente, un factor de explicación valioso: el efecto enorme de los factores internacionales; el potencial destructivo de la puja distributiva; la posible explotación de los sectores menos organizados, como consumidores y contribuyentes; y la estructura anti-mercado de las organizaciones sociales.

Sin embargo, el conjunto de estas explicaciones omite el factor clave, que ayuda a re-interpretar el efecto de todos los demás: la escasa capacidad del Estado argentino y la gran disfuncionalidad del territorio que debe gobernar. La segunda mitad de este ensayo, que se publicará la semana que viene, se ocupa de estos puntos ciegos en el debate sobre el prolongado deterioro económico argentino. Hasta entonces.

 

El domingo que viene, la segunda parte.

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Sebastián Mazzuca

Politólogo y economista (UBA y UC Berkeley). Profesor en la Johns Hopkins University y el Tecnológico de Monterrey. En X es @SLMazzuca.

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