ZIPERARTE
Domingo

De cerca nadie es normal

Individuos diversos es mejor que grupos diversos.

Hace un tiempo hice un curso de diversidad sexual. Me enteré de muchas cosas en las que no necesariamente alguien como yo piensa, como la diferencia entre sexo y género, el concepto de asignación de género al nacer, la existencia de gente cuya anatomía no se corresponde del todo con ningún sexo. Muchas realidades con las que no me suelo topar.

La parte informativa fue más iluminadora que la de la actitud a tomar. Según el instructor, asumir que una persona es heterosexual, a pesar de la alta probabilidad de estar en lo correcto, es una forma de excluir a quienes no lo son. Del mismo modo, tener baños públicos separados por sexo también deja afuera a gente que no se ve como hombre ni como mujer.

Nos invitó a analizar nuestras acciones cotidianas en busca de signos de una forma de pensar que excluye a una parte de la humanidad. Puso como ejemplo el uso de la palabra “normal”, que aparte de indicar algo que se da comúnmente remite a normas: podemos pensar cuáles son esas normas, de dónde vienen, qué es lo que no cumple una persona no normal.

Me fue fácil, porque estoy acostumbrado a romper unanimidades. Lo hago sin querer.

También nos explicó el concepto de empatía, de ponernos en los zapatos del otro y pensar en cómo se puede sentir cuando se mueve dentro de una sociedad que no está preparada para su forma de ser. Me fue fácil, porque estoy acostumbrado a romper unanimidades. Lo hago sin querer. Muy seguido me veo rodeado de consensos que no comparto. Veo a la gente incorporarse como por gravedad: mientras más grande el consenso, más fácilmente suma adeptos. Pero yo no siento esa atracción. Soy un primate atípico en ese sentido.

Una de mis características que descolocan a quienes tengo alrededor es que no tomo mate. No lo hago para llevar la contra, simplemente no me gusta. No hago proclamas al respecto, me limito a ignorar y rechazar cuando alguien me ofrece. Y ahí es cuando empieza el problema. Mucha, mucha gente no puede concebir que alguien no quiera mate. Piensan que hay algo que pueden hacer para que lo acepte, como ponerle azúcar o cambiar la yerba. Al recibir otra negativa, se descolocan más. Me piden explicaciones. Cómo es que no me gusta. Si lo probé alguna vez. Si lo probé más de una vez, porque al principio a todos les pasa. Si me da asco compartir bombilla.

Tarde o temprano se cansan de insistir y aceptan mi decisión, aunque escuché muchas veces el “ya te va a gustar” que les permite conservar la esperanza y la visión del mundo. El éxito no se ve cuando no me dan, porque la memoria muscular es más fuerte, sino cuando al darme se dan cuenta y sin cuestionar más se ocupan de saltearme.

Al no participar del mate quedo afuera de una parte de la socialización. Se nota que no soy lo mismo que los demás.

Pero no es gratis. Al no participar del mate quedo afuera de una parte de la socialización. Se nota que no soy lo mismo que los demás. Si no tengo cuidado, puedo quedar excluido de las rondas donde se conversa y se toma decisiones. Los demás tienen participación automática, yo tengo que ocuparme activamente de estar, lo que implica un esfuerzo extra que los demás no ven.

Sé, sin embargo, que no es algo contra mí ni contra mi antimatismo. Es, simplemente, que no encajo en la normativa social que indica que en determinadas circunstancias se toma mate. Es una forma de discriminación, menor pero tangible, una de muchas que estoy acostumbrado a sortear.

Una hegemonía de distintos

También formo parte de mayorías. En esas circunstancias, a veces siento el impulso unanimista. Por ejemplo, si estoy haciendo un asado, es un obstáculo la presencia de vegetarianos, porque implica tener en cuenta casos especiales. Me dan ganas de que aunque sea por un día sean como los demás. Pero me acuerdo de cuando estoy del otro lado y no hago nada.

El instructor del curso de diversidad sexual nos habló de una especie de conspiración histórica, el “patriarcado”, que hace que veamos como inferiores a los miembros de minorías (en estos contextos se trata a las mujeres como una minoría, aunque son media humanidad) y los excluyamos de nuestra sociedad a menos que ellos hagan el esfuerzo de adaptarse. Esas actitudes existen, se pueden ver en todas partes y son perjudiciales para mucha gente. Mi humilde observación es que muchas son fruto del acostumbramiento y la generalización, más que de algún impulso maléfico. Si es tan difícil que la gente se acostumbre a la estupidez de que alguien no tome mate, cómo no va a costar mucho más cuando la diferencia hace a temas tabú.

El mensaje del curso, “fijémonos lo que esconden nuestras actitudes”, es saludable y mucho más general que lo que el instructor mencionó. Pero fue dado en un tono acusatorio, que suelo ver en muchas expresiones de gente que tiene como bandera la diversidad. Ese tono tiene dos efectos. Por un lado, establece un ambiente confrontativo en lugar de generar ánimos de colaborar. Y por el otro, promueve que la gente que recibe estas actitudes se sienta víctima.

No es mi intención negar que muchos son víctimas en serio. El problema es aplicar el concepto de víctima para cualquier acontecimiento que genere alguna incomodidad. Si el foco está en las cosas pequeñas, que ocurren constantemente, vamos a estar siempre pensando en lo que nos hace distintos. Sólo puede terminar en resentimiento. Todos tenemos alguna característica que nos distingue de la generalidad. Todos hemos experimentado en mayor o menor medida que los demás no se esperaran que fuéramos como somos. Todos participamos de la diversidad: consiste en que somos distintos.

Todos participamos de la diversidad: consiste en que somos distintos.

Hay, sin embargo, algunas formas de diversidad que están tipificadas. Si uno es negro, homosexual, judío o mujer, entre otros, tiene grupos que hablan sobre la problemática de esa forma particular de no ser como la mayoría. Esos grupos internamente son diversos. Si uno es negro, no tiene por qué ser igual que los otros negros. Es, como todos, un grupo heterogéneo, que tiene en común el color de la piel, y junto a él una experiencia cultural reconocible. Está muy bien atacar los problemas que los afectan en general, y eso no significa que todos tengan que tener la misma actitud. No es posible hablar con una sola voz en representación de un grupo tan grande. El discurso representa a menos gente a medida que se aleja de lo que hace directamente a lo único que todos comparten.

Del mismo modo, uno puede formar parte de un grupo sin que toda su identidad gire en torno a eso. Aspiramos a que la vida se trate de lo que uno quiera, no de cómo se tiene que definir uno respecto de los demás. Si uno quiere que se trate, por ejemplo, de su forma de sexualidad, está en su derecho. Pero no tiene que ser necesariamente así.

Es muy tentador clasificar a las personas en grupos perfectamente distinguibles, cada uno con su problemática. Muchos de los grupos que quieren representar a una de las que llaman “diversidades” caen en este vicio de bibliotecario. Hacen muchos llamados para que la sociedad se adapte a su forma particular, pero eso es imposible. Puede haber mejoras generales, pero hay muchas más diversidades que individuos, y no hay forma de que todos estemos adaptados a todas ellas. Se ataca el problema como un ejercicio de física del secundario: sin tener en cuenta el rozamiento.

Hay que apuntar a lo contrario: ver a la gente como individuos.

Hay que apuntar a lo contrario: ver a la gente como individuos. Solemos hacernos ideas generales y las aplicamos a las personas que cumplen esas generalidades. El esfuerzo tiene que estar en diferenciar lo general de lo particular. No pensar que el gallego que tenemos delante de nosotros es bruto, o que el judío es amarrete, o que el chino es muy trabajador. Aun si fuera cierto en el 99% de los casos (no lo es), nunca podemos saber si estamos frente a una excepción. No es fácil para nuestras mentes “buscapatrones”.

No se trata de que encajemos siempre. Se trata de convivir con nuestras diferencias, aceptando que somos distintos. De que las diferencias sólo sean tenidas en cuenta cuando son relevantes. De saber que todos somos especiales y que, por lo tanto, nadie lo es. De reformar las estructuras sociales que sólo funcionan para determinadas formas, en las que hay gente que no encaja, de manera que sean lo suficientemente flexibles como para que cualquiera pueda encajar, y lo suficientemente firmes como para poder construir con ellas una sociedad.

Hay que desconfiar de cualquiera que nos diga que tenemos que ser de una manera por razones no individuales. La meta de cualquier movimiento que promueva la diversidad tiene que ser la misma que la de la democracia liberal: que cada persona pueda ser quien es, sin ser condicionada. Eso, al fin y al cabo, es la libertad.

 

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Nicolás Di Candia

Escritor. Autor de Léame (2011), Reléame (2014), Dos bocas (2015) y Nunca está de más repetir (2020). Hace poesía desde la lógica.

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