JOSÉ GALLIANO
Domingo

Dictadores en retirada

Después de la accidentada cumbre de esta semana, es imposible no preguntarse en qué beneficia a la Argentina ser miembro de la CELAC.

La accidentada cumbre de la CELAC, el martes y miércoles pasado en Buenos Aires, despertó encendidos debates sobre el rol del gobierno argentino como anfitrión pero también dejó dos conclusiones principales y una inquietud flotando en el aire. La primera conclusión es que esta cumbre, como pocas veces antes, puso en negro sobre blanco el curioso doble estándar del kirchnerismo en materia de protección de la democracia. La segunda es que mostró la vitalidad de las fuerzas democráticas de nuestro país, que se anotaron un triunfo significativo al impedir la llegada a la capital argentina del dictador venezolano Nicolás Maduro. Fue una victoria alcanzada gracias al coraje de ciudadanos argentinos y residentes venezolanos y el acompañamiento de los principales dirigentes de la oposición, quienes en palabras y actos consiguieron frustrar el arribo del jerarca castro-chavista, que retrocedió –según su propia confesión– ante la decisiva denuncia formulada antes la DEA por Patricia Bullrich.

La inquietud que la cumbre deja flotando en el aire es si es conveniente para la Argentina seguir siendo miembro de la CELAC, un mecanismo cuyo objetivo principal parece ser socavar el natural ámbito de confluencia de políticas hemisféricas (la OEA) y parece haber sido empleado como un dispositivo a medida para legitimar las dictaduras de la región. Pero analizar el devenir de la CELAC y las profundas divisiones que afloraron entre nuestras naciones requiere evocar qué ha sucedido en las Américas en las últimas tres décadas.

Éramos tan felices

En un punto de partida que podemos situar en el final de la Guerra Fría, cuando mientras el mundo asistía a las profundas transformaciones posteriores a la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, el conjunto de las naciones de nuestro hemisferio parecía haber adoptado definitivamente la democracia. La ola democratizadora latinoamericana, iniciada en los ’80, parecía haberse perfeccionado y una corriente de optimismo que recorría el mundo no era ajena a nuestra región. Uno a uno, países antes sometidos a dictaduras se volvían democráticos. Acaso embriagados de esperanza, algunos soñaron con el Fin de la Historia, porque América Latin viviría en los ’90 una edad de oro de la democracia regional, cuando la libertad, el respeto a los derechos humanos y la prosperidad a través de las reglas de la economía de mercado parecían aseguradas.

Una sola dictadura subsistía en las Américas: la Cuba castrista, que agonizaría durante la década siguiente tras el fin de la asistencia de Moscú. En medio de lo que se llamó el “Período Especial”, sus horas parecían contadas y forzó al régimen comunista a arriar muchas de sus banderas revolucionarias para entregarse a una combinación de políticas de supervivencia que incluirían desde la búsqueda pragmática de inversiones en el sector turístico hasta, según numerosas denuncias, el narcotráfico. Poco después, la Historia daría un giro inesperado: en medio del naufragio del experimento soviético, el incansable Castro advirtió que los tiempos habían cambiado pero los objetivos de largo plazo seguirían vigentes. 

A partir de ahora ya no buscaría expandir la revolución por medios violentos: lo haría a través de la vía electoral.

Fue entonces cuando Castro, acaso el latinoamericano dotado del mayor talento político del siglo XX, aunque siempre empleado para el mal, lanzó su iniciativa del Foro de San Pablo. A partir de ahora ya no buscaría expandir la revolución por medios violentos: lo haría a través de la vía electoral.

Al finalizar los ’90, un golpe de suerte volvería a favorecer a Castro, para su fortuna y para desgracia de la región. Porque en 1999, Hugo Chávez Frías consiguió hacerse del poder en Venezuela, alcanzando la presidencia por vía democrática pero decidido a generar un auténtico cambio de régimen, similar al que había intentado casi un década antes, cuando protagonizó un frustrado golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez. Rebelión por la que terminaría preso para ser indultado dos años más tarde.

Una vez en el poder, Chávez se entregó a su revolución bolivariana. Tras jurar sobre una “moribunda constitución”, anuló las bases del sistema democrático que durante cuatro décadas habían construido los partidos COPEI y Acción Democrática en el llamado Pacto de Puntofijo tras la caída de la dictadura de Pérez Jiménez en 1958. Así, el carismático Chávez consolidó su régimen mediante la tarea de desmontar cada una de las instituciones republicanas, hasta convertir la democracia venezolana en una mera ficción. Y al país que había sido un ejemplo de libertad regional, en el infierno de nuestros días. 

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Colmada de inmensas riquezas naturales, Venezuela se convirtió en una colonia cubana. Mediante la cooptación de su aparato de inteligencia, La Habana logró su sueño de controlar las enormes reservas energéticas venezolanas, un proceso que coincidió con el extraordinario aumento de las commodities de la primera década de este siglo, que elevó el precio del petróleo de 15 a 147 dólares por barril entre 1999 y 2008.

Una tragedia esperaba a la región. Una combinación de vocación por el poder ilimitado y el aumento exponencial de la renta petrolera dotaron a Castro y a Chávez de un dispositivo formidable para exportar su modelo bolivariano. Sus éxitos principales fueron la reconquista del poder en Nicaragua a través de Daniel Ortega y la instalación de gobiernos autoritarios afines, como los de Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia. Fue entonces cuando, en el apogeo del Foro de San Pablo, se fundó la CELAC, un mecanismo de integración que, detrás de nobles enunciados, fue diseñado con el propósito de deteriorar al sistema interamericano de la OEA.

Tres dictaduras y media

La cumbre de la CELAC de esta semana volvió a exhibir las profundas diferencias que se presentan entre los países de nuestra región. Mientras algunos mandatarios se alzaron en defensa de la democracia y los derechos humanos, otros optaron por ponerse al servicio de las dictaduras. Existen, en la actualidad, al menos cuatro países donde no se cumplen las reglas democráticas y se verifican graves violaciones de los derechos humanos. Ello es evidente en la Cuba de los Castro-Díaz Canel, la Venezuela de los Chávez-Maduro y la Nicaragua de los Ortega-Murillo, quienes desde hace décadas han sumergido a sus pueblos mediante estados policiales donde son moneda corrientes las desapariciones, la tortura, los exilios forzados y las confiscaciones. Por su parte, Bolivia se encuentra al borde de convertirse en la cuarta dictadura de las Américas. Su sistema democrático está seriamente afectado por el accionar del gobierno de Evo Morales y Luis Arce, quienes disputan la hegemonía interna del Movimiento al Socialismo (MAS) pero comparten la pretensión del poder sin límites. Mediante encarcelamientos de dirigentes políticos, avasallamiento del Poder Judicial, bloqueos a las regiones gobernadas por opositores y una grave intromisión en los asuntos internos de países vecinos, como sucede en estos días en Perú.

Como hemos visto, las sesiones de la cumbre que acaba de concluir volvieron a exhibir el doble estándar en materia de protección democrática de las autoridades argentinas, toda vez que mientras los presidentes de Uruguay, Paraguay y Chile advirtieron sobre la falta de democracia en varios países, el argentino optó por proteger y avalar a esas tiranías, al punto de afirmar cínicamente que todos los países participantes tenían gobiernos elegidos por sus pueblos, colocándose así una vez más al servicio de los enemigos de la democracia. Hipócritamente denunciando las violaciones a los derechos humanos cuando provienen de gobiernos con los que no mantiene simpatías ideológicas, pero rindiendo pleitesía ante quienes cometen esos abusos desde la izquierda. 

 

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Mariano A. Caucino

Especialista en Relaciones Internacionales. Ex embajador argentino en Israel y Costa Rica.

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