En los últimos años, la literatura académica sobre el populismo creció de manera exponencial. Durante mucho tiempo, los investigadores profesionales habían visto al populismo como un problema exclusivo de democracias inmaduras y sociedades en vías de modernización económica y social. Sin embargo, con la irrupción de Boris Johnson, el Tea Party y Donald Trump tomaron conciencia de que los liderazgos mesiánicos representaban una amenaza incluso para las democracias más estables, prósperas y consolidadas. De izquierda o de derecha, reformista o conservador, pre-moderno o post-moderno, el populismo es capaz de proliferar en cualquier latitud.
Como era de esperar, la industria del paper generó innovaciones teóricas importantes. Inicialmente, los estudiosos del tema analizaban movimientos populistas “situados” al trasluz de sus contextos de surgimiento. La idea predominante era que no había populismo sino populismos. Pero en la actualidad los esfuerzos se concentran en explicar el auge populista en el nivel más abstracto, bajo la premisa de formular una teoría que ilumine el fenómeno de modo general, unificando sus diversas manifestaciones geográficas, ideológicas y temporales. Así, por ejemplo, el holandés Cas Mudde lo define como una “thin ideology”, un rudimentario mapa mental sin programa, que contrapone “pueblo” y “élites” y amasa sus narrativas con retazos de otros sistemas de pensamiento, a los que parasita. Menos concesiva, la italiana Nadia Urbinati presenta al populismo como un retoño edulcorado del fascismo, que “desfigura” la democracia “desde adentro” hasta convertirla en un “autoritarismo competitivo” de inclinación “proto-totalitaria”.
Menos concesiva, la italiana Nadia Urbinati presenta al populismo como un retoño edulcorado del fascismo, que “desfigura” la democracia “desde adentro”.
A pesar de este rico universo intelectual, en el que se multiplican los enfoques, los marcos conceptuales y las caracterizaciones, se sigue discutiendo poco sobre cómo se supera el populismo. Tal vez la laguna se deba a que el populismo confronta al arco democrático con un dilema de resolución casi imposible. Si los liberales que lo enfrentan eligen modos mesurados, la argumentación técnica y la invitación al diálogo, son arrasados por narrativas de rápida asimilación, expresamente diseñadas para el consumo masivo. Si, en cambio, suben el voltaje discursivo y se lanzan a la construcción de una épica, corren el riesgo de traicionar su identidad y convertirse ellos mismos en hooligans. En los párrafos que siguen analizaré críticamente algunas de las estrategias que los investigadores liberales han propuesto para afrontar la amenaza populista.
Marginación sistémica
La primera opción es la que exploran Daniel Ziblatt y Steven Levitsky en su ya clásico Cómo mueren las decmocracias, de 2018. Según los autores, lo que impidió el surgimiento de liderazgos mesiánicos en Estados Unidos durante los siglos XIX y XX fueron dos mecanismos que las elites políticas aplicaron en simultáneo: la exclusión intra-partidaria, practicada unilateralmente por cada partido, y la cooperación entre partidos para identificar rápidamente populismos emergentes, bloquear su ascenso y desplazarlos a los márgenes del sistema. No cooperar con los populistas, no hacer alianzas con ellos y no darles visibilidad, sin importar cuántos votos traigan: de eso se trata la fórmula del “cordón sanitario”.
En principio, la receta de Ziblatt y Levitsky suena prometedora. De hecho, en Estados Unidos funcionó exitosamente hasta la victoria de Trump. No obstante, cuando la trasladamos al contexto local inmediatamente notamos que nos faltan los ingredientes. Los partidos demócrata y republicano son estructuras altamente institucionalizadas que nadie toma por asalto, y más allá de las diferencias programáticas, comparten una sólida plataforma liberal que repele los extremos y facilita la cooperación cruzada. ¿Podemos esperar que el peronismo divida votos, eyecte a su núcleo K y se decida a colaborar activamente en la modernización del país? No olvidemos que, cada uno a su manera, Alberto, Massa y Lavagna, otrora “peronistas racionales”, allanaron el camino para que La Cámpora volviera al poder.
Apelar al centro
La segunda estrategia, que puede combinarse con la anterior, es consolidar un amplio bloque democrático que aglutine a todo el centro. Como sabemos, el populismo, ya sea de izquierda o de derecha, siempre involucra narrativas rupturistas y refundacionales, atravesadas por la violencia simbólica, la confrontación intestina y la crispación social. Esta matriz discursiva puede ser atractiva para quienes se sienten excluidos, pero ahuyenta a los que privilegian la estabilidad, el progreso material y la paz social. Por eso, algunos creen que los liberales deben enfocarse en la gestión y ofrecer un producto light, de bajo contenido ideológico y formas amables, capaz de seducir a ese electorado ávido de racionalidad que disfruta los beneficios de la sociedad abierta.
La obvia limitación de esta alternativa es que el votante medio argentino no es de centro, por no mencionar la crisis terminal que atraviesa la clase media. En las democracias modernas, centro implica libre mercado, integración al mundo y un Estado que garantice la igualdad de oportunidades mediante servicios públicos de acceso universal. Pero en nuestro país los que impulsan esta agenda son vistos como “neoliberales” extremistas y reaccionarios. Hablar de mérito, de equilibro fiscal, de competitividad y de eficiencia técnica es ser de ultraderecha, no sólo para la izquierda y los apparatchiks, sino también para los intelectuales “no alineados”, los ciudadanos bienpensantes y buena parte de la oposición. Por consiguiente, al menos en Argentina, apelar al votante medio es una rendición incondicional, una maniobra que convierte a reformadores en continuistas y refuerza las estructuras y prejuicios funcionales al populismo. El desafío, en todo caso, es trascender los marcos conceptuales vigentes y regenerar ese centro ausente.
Apropiación
Otra opción que los investigadores sugieren es apropiarse de la agenda populista, domesticarla y revestirla de sensatez. Así, por ejemplo, el alemán Jan-Werner Müller y el austríaco Fabio Wolkenstein sostienen que la mejor manera de desactivar a los mesías es tomar en serio los reclamos de sus votantes y ofrecer un programa que contenga a los disconformes, canalice sus impulsos antisistema y rompa la famosa cadena de equivalencias de la que habla Laclau. En algunos contextos, este programa popu-liberal puede incluir reparto de recursos, servicios públicos adicionales y proteccionismo económico; en otros, puede implicar, en cambio, mayor disposición a discutir la política migratoria y el régimen criminal.
Esta receta ya la intentamos. Por izquierda, por supuesto. Es el camino que quiso recorrer la socialdemocracia criolla, al inventar con el alfonsinismo un “tercer movimiento histórico” que conjugara reclamos institucionales y distributivos en una síntesis superadora. Y también fue, aunque con menos épica y más revolución de la alegría, la apuesta de Cambiemos: pensemos en la política asistencial del gobierno de Macri. El resultado lo conocemos bien. En ambos casos, las corporaciones a las que se esperaba cooptar bloquearon toda transformación, generando desencanto y enojo en los votantes propios. Se perdieron grandes oportunidades, nadie reconoció el esfuerzo y el populismo volvió recargado. No hay alquimia que pueda trocar el nacionalismo retrógrado, el pobrismo y la mentalidad anti-empresaria en una izquierda moderna y cosmopolita. Mejor no apostar por esta solución otra vez: a menos que uno quiera el mismo desenlace.
Mi opción: Liberalismo popular
La única receta que este análisis deja en pie es de largo plazo: hay que remodelar poco a poco el imaginario colectivo. Lamentablemente, la tarea es compleja y requiere trabajo en varios frentes, no sólo el electoral. En el plano estrictamente político debemos resistir la tendencia al camuflaje y ofrecer un programa potente y sustantivo que trace un horizonte de futuro, reivindique las ideas liberales y genere una épica del progreso individual. El objetivo no es captar votantes ajenos, o subir gente a un tren que no se sabe a dónde va, sino convencer a los indecisos y forjar un electorado propio que entienda por qué es necesario un cambio, lo apoye y asuma los costos de la transición. El marketing sirve para comunicar mejor las ideas, pero no puede sustituir a la política ni reemplazar la convicción. Nadie compra un producto que no está en las góndolas.
El otro plano que requiere atención urgente es el de la cultura pública. Como explican los norteamericanos John Rawls y Richard Rorty, cada uno en su lenguaje, el liberalismo es el producto de un laborioso proceso de modernización mental; un proceso que, desplazando prejuicios y moldes de sentido autoritarios, acabó generando una nueva eticidad social. En la jerga técnica, esta operación se conoce como“consenso superpuesto”, pero no es más que una formidable intervención hegemónica a escala masiva. Son las narrativas sobre el pasado, la re-descripción de la realidad, la resignificación de episodios y conceptos, la desnaturalización sistemática de la violencia, la reformulación de problemas y la instalación de léxicos innovadores las que liberalizan las identidades, las prácticas políticas y las preferencias electorales. Por eso, las fuerzas democráticas necesitan construir un robusto bloque cultural que trascienda el plano de lo político y sobreviva a las campañas y los liderazgos de turno.
No hay atajos: donde el liberalismo no existe, hay que crearlo.
Admito que el camino de la contra-hegemonía es oblicuo e incierto. Pero no hay atajos: donde el liberalismo no existe, hay que crearlo. Esa es la principal responsabilidad del arco democrático en Argentina, mucho más que los acuerdos de cúpulas, el armado de listas, la invención de candidatos y las invocaciones a la unidad. Nada se pierde con intentarlo. La otra opción es seguir perdiendo aunque ganemos la próxima elección.
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