ZIPERARTE
Domingo

El Lole hace
una parada en boxes

Ni en la Fórmula 1 ni en la política Carlos Reutemann aceptó transformarse en la figura heroica, dicharachera y carismática que el país le reclamaba.

El Lole está demoradísimo en boxes y esto me hizo pensar mucho en él desde que se anunciaron su internación, su anemia, su hepatopatía, su hipertensión, sus repetidos, e inubicables, sangrados digestivos, su corazón con stentcitos, su pronóstico permanentemente reservado. En su recuperación de hace un mes, antes del alta efímera, se lo ve sentado en la cama de la clínica leyendo atento La Capital, todos vimos esa foto del Lole viejo, con anteojos de leer, pero con la espalda recta y reconcentrado, marcial, vivo, durable, así se fue a la casa, pero rebotó en pocos días a cuidados intensivos y ahora está en sala intermedia. A menos que se tenga la inmensa fortuna de ser llevado por Caronte, en medio de la noche, de un síncope dulce, inaudible, la vejez es este acumulado de desventuras hospitalarias y lagunas mentales que al menos vistas desde el cielo tienen la compensación que aquello que se demuele en el cuerpo resiste en la memoria emocional de sus contemporáneos. Más que nada, la fuerza de los nombres propios: Nürburgring, Jacarepaguá, Cap Ferrat, Mimicha y los contextos en que éstos se nos pegaron para siempre.

Los años ’70, además de todo lo que tú ia sabes, fue una larga conversación sobre deportes. Más o menos cuando la Argentina deja de existir teníamos dando vueltas por el mundo a la única farándula de proyección internacional que produjimos. Todos deportistas individuales. El tridente Monzón, Vilas, Reutemann, estrellas que superaban en ingresos y en ventas por publicidad a los mejores futbolistas de entonces. Detrás del trío, se fueron sumando Clerc, Victor Galíndez, los seleccionados de Menotti, de hockey sobre patín y, pasaditos los ’80, la selección de voleyball que reventó en diez minutos el stock de pelotas en las casas de deportes. Obvio, Maradona. Va aparte.

Machos alfa argentinos

El suspenso deportivo era constante, de lunes a domingo, y no había formas de pensar la pelea de Monzón con Rodrigo Valdez, o de leer las entrelíneas de la mala sangre que se hacía Batata después de una doble falta. Cada encuentro deportivo que terminaba bien abastecía a todos los argentinos vivos sin distinción de banderías, como se decía en aquella época, la fantasía de país macho alfa que se cogía de parado a sus vecinos e incluso a España, que todavía mandaba comediantes y cantantes a matar el hambre acá. Todo lo cual armó una bola nacionalista banal que coronó cuando se recuperaron durante algunos meses las Islas Malvinas. Caso contrario, cualquier deportista que fracasara reventaba la pompa de jabón, porque se jugaba todo al deporte, La Copa Davis que no se ganaba y Galíndez llegando con sobrepeso a la pelea con Mike Rossman eran dramas populares mayúsculos que se desmenuzaban en cada contacto estrecho. Fue el Lole quien durante más tiempo concentró esa ansiedad, la mochila de la insatisfacción nacional por no alcanzar la cumbre más alta.

Reutemann, que había ido a la escuela primaria a caballo, seis kilómetros de ida y seis de vuelta a la 46 de Manucho, un poblado que hoy no aparece en el mapa, y que luego estuvo internado pupilo en Santa Fe con curas jesuitas, que aprendió a manejar normal con un Ford 1929 a los siete años, y a manejar bien con un Ford 1940 cuando había barro, duró nueve años en la Fórmula 1, entre 1973 y 1982, y no solo por una cuestión de buenos apoyos económicos para ocupar esos asientos, sino porque metió 45 podios, con 12 victorias, una trayectoria exitosa y rendidora para las escuderías, en tiempos ultracompetitivos donde había cuatro escuderías en paridad y diez pilotos por sobre todo el resto, uno de ellos siempre el Lole. Tal cosa no parecía ser suficiente para la narración argentina del merecemos más. Reutemann recompensaba las expectativas rotas con material para el desposte, asuntos técnicos, efecto suelo, polleritas, neumáticos defectuosos, que en las oficinas se desmenuzaba con un sabedor al mando, seguidores atentos y algún contradictor. 

Es difícil, decía Mario Sapag cuando lo imitaba, es muy difícil, porque el Lole no aportaba al espectáculo brindándose en lo personal, divirtiendo, exagerando o minimizando

Es difícil, decía Mario Sapag cuando lo imitaba, es muy difícil, porque el Lole no aportaba al espectáculo brindándose en lo personal, divirtiendo, exagerando o minimizando, sino contándonos las pruebas de tanques llenos, y las curvas complicadas en su dimensión compleja, seria, difícil. Al no retorizar y, como agravante, ser un hombre de familia, a diferencia de Willy o Monzón, era aburrido (como Pernía), y solo quedaba atado en su monoposto, dando vueltas a los circuitos hasta el abandono, el séptimo puesto, el podio ocasional o el triunfo que se veían de mañana en teles blanco y negro, cajas pesadas de 20 pulgadas que ocupaban en los livings los espacios que en otros tiempos se reservaban para los pianos.

El automovilismo impide, por ahora, ver el sufrimiento del corredor en la carrera, entonces las carreras de F1 consisten, y consistían, en ver la largada con los toquecitos, ver la bandera a cuadros y el momento que entran a boxes para deslumbrarse con la velocidad con que se cambian los neumáticos y, por supuesto, los accidentes, que en aquellos años eran más frecuentes, más espectaculares y más letales (se mataron 17 colegas durante su tiempo). 

Al respecto, detrás de la impaciencia nacional por el hecho de que el Lole no ganara más carreras, se hablaba de que tenía mufa, mala suerte o de que era cagón. Y Reutemann en cierta oportunidad respondió esto que me parece de cuarzo:

“Cuando dicen que a mí me falta valentía, da la impresión que lo que quieren significar es que yo levanto el pie. En caso de que tuviera miedo de manejar un coche de Fórmula 1, y tuviese miedo, por ejemplo, de tomar el curvón Salotto a 255 km/h, ¿qué es lo que tendría que hacer? ¿A qué velocidad tendría que tomarlo? Porque yo no puedo levantar el pie. Porque si lo levanto demasiado, se ve mucho, ¿no es cierto? Y se ve en el reloj; aparte, lo advertiría toda la gente. Pero vamos a suponer que por miedo a un accidente, a matarme, tomara el curvón Salotto a 230 km/h. ¿Creés que hay diferencia entre un impacto a 230 km o a 255 km? No, no la hay. Arriba de 180 km… chau.”

En enero de 1974, el Lole venía punteando el Gran Premio de Buenos Aires y todo auguraba su triunfo, la distancia con el segundo, la regularidad de tiempos en cada vuelta, la expectativa era enorme y había un país mirando la tele, un país es un país. Perón o muerte es informado de la situación y sale en helicóptero con la futura presidenta Isabelita, el ex presidente interino Raúl Lastiri y el super asesor de todos ellos, Josecito. Al llegar al palco oficial, el Lole se queda sin nafta en la última vuelta. Insólitamente lo hizo más célebre ese abandono en Buenos Aires que su enorme talento y todos sus triunfos y, sobre el final de su carrera, matizó su injusta fama de segundón abandonador con un perfil de cagador cuando rompió los códigos de la escudería Williams al no ceder el primer lugar en una competencia a Alan Jones, su compañero de equipo, a quien le llevaba una diferencia menor a seis segundos, el margen estipulado para ceder el uno, dos. La Argentina acompañó su decisión.

En este reportaje podrán ver cuando gana el gran premio de Mónaco, en mayo de 1980, y a pocos metros de la meta, Héctor Acosta, el relator de automovilismo de ATC, se quiebra mal. Va a ganar Carlos Alberto Reutem… y púmbate. Acosta trata de acomodar la explicación de su llanto, que se analizó en todas las tertulias televisivas y radiales a la cuestión de que era un argentino el que ganaba. Fue dos años antes de la acción militar en las hermanitas perdidas. El reflejo que me quedó a mí, como aprendizaje, ponele, es el del amor entre hombres, no necesariamente erótico, sino el que deviene de la admiración y la camaradería.

hasta gobernador estaba bien

Diez años después en 1991, retirado en su campo, el Lole corona como gobernador de Santa Fe, cuando Carlos Menem, que había tenido tantas tapas de Gente con Reutemann, lo integra a su gesta de colonizar el peronismo con carismáticos prepolíticos como Palito Ortega en Tucumán, su tierra natal; el motonauta Daniel Scioli en la Ciudad de Buenos Aires y Lole en Santa Fe, donde pudo cumplir la parábola del hijo pródigo.

Lole reconoce que su no aceptación de la candidatura presidencial ofrecida por Duhalde en 2003 se relaciona con que aquello que vio y no le gustó era el inmenso trámite en el que debía meterse para sus limitadas habilidades sociales.

Separado de Mimicha, arma otra pareja estable de muchos años, pero ni eso ni la política con todos sus asados y tiempos muertos para contar anécdotas le sacaron la expresión de que todo es muy difícil y él mismo reconoce que su no aceptación de la candidatura presidencial ofrecida por Duhalde en 2003 se relaciona con que aquello que vio y no le gustó era el inmenso trámite en el que debía meterse para sus limitadas habilidades sociales. Hasta gobernador estaba bien. Le fue claramente mejor que a su paisano Monzón, quien retirado del deporte dejó de tener excusas para no chupar. 

Otro ídolo de aquellos años, el Beto Alonso, vive muy dramáticamente su retiro del fútbol, del que pasaron solo 34 años, por suerte da pocas entrevistas, porque siempre canta resentido el paso del tiempo; en otro ámbito, Carlitos Balá, que aparece aquí saludando al Lole, tuvo unos años muy malos, de mucho enojo cuando no era tan tan viejo como ahora pero ya bastante viejo. Le había agarrado por el lado de qué cosa era humor sano y qué cosa no…, bueno. Pipo Pescador tampoco vivió bien su retiro. Le hice una entrevista hace ya muchos años en la que le estrelló el auto de papá a Piñón Fijo por la pobreza de contenidos del cuadro cordobés.

Quisiera terminar como terminaba Neustadt sus editoriales en la revista Extra. Escuchemé, Neustadt, ¿no va a decir nada de Maradona? Acá va.

Con la muerte de Diego lloré más o menos una semana, primero con la noticia en ESPN, en directo, Vignolo con las manos en los bolsillos, el Cabezón rezongando, Arcucci mirando el celu, compungido, lívido, esperando el dato, y el cronista en exteriores merodeando durante varios minutos la zona de lo impronunciable hasta que dijo: “Me dicen que no resistió”. Ahí lloré yo, largo, y finito, como un caniche, mientras hacía zapping digital con el programa de Niembro en internet, y luego lo lloré, espaciado, el resto de los días bajo los efectos de distintas escenas de constatación de la muerte del 10, hasta desagotar mi acumulado sentimental maradoniano. Como les pasó a muchos, yo tampoco sabía que lo quería tanto, y como no parasité a la pandemia, esperaba realmente el gran velorio popular, el más enorme, de tres días, un apretujamiento monumental que además de suspender las rutinas, los cuidados del doctor Quirós, nos pusiera a todos a hacer el pogo fúnebre más grande del mundo. Iba a salir mal de todos modos. Varios meses después, siento un alivio inmenso por su muerte, es raro, me siento bien por él, me siento cómodo con que no exista más, como si su extinción física fuera su único remedio, el mejor resultado para el amor contradictorio que Diego tenía con la vida y que estar en paz, la fórmula que se usa para escriturar positivamente al cuerpo tras los padecimientos de la agonía, le calzara como el botín del gol a los piratas. Su muerte me sacó un peso de encima. Si a alguien más le pasa o le pasó, venga ese like. Terminé.

 

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Esteban Schmidt

Periodista y escritor. Autor de The Palermo Manifesto (2008).

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